El cura vivía junto a la iglesia, en una enorme casa de
puertas de hierro forjado. Golpeó la puerta una, dos, tres veces, hasta que le
dolió la mano, pero no recibió respuesta, apretó el timbre, un acto que pudiera
parecer civilizado, pero que se convirtió en otra llamada violenta, presionó
hasta que el timbre se fundió o se pudrió y se apagó en un graznido.