martes, 25 de agosto de 2015

EL TANGO DE LA VICTORIA

Hay ocasiones en que los enemigos nacen sin querer. Ocasiones en los que uno sin quererlo se convierte en enemigo de un tercero que ni siquiera conoce, en un antagonista casi natural de un total desconocido, es lo que le sucedió a este radiofonista que ahora les escribe.

Recibí hace algunos años una nota en el estudio, alguien me advertía de la existencia de un peluquero que podía adivinar el título de cualquier tango con apenas dos segundos de canción y no sólo el tango, sino cantor e incluso orquesta. Me interesé y hablé de él a través de las ondas, hablé de Ulises Lunadei el fígaro que regentaba la vieja barbería del sindicato de músicos. Hablé de su habilidad, de esa extraña magia que escondía en su cabeza y desde ahí le propuse aparecer una vez por semana en antena para adivinar el tango que yo le pusiera.
Cuando contactamos con él, en vivo y en directo, aceptó el reto, desde su trinchera de tijeras, peines y lociones descubriría semanalmente ese tango, como un juego, como un divertimento entre dos expertos ajedrecistas que mueven las fichas sin jugar en serio por puro entretenimiento.
Y así lo hicimos durante años, yo lanzaba un tango a través de su vieja radio Tungsram y él se sonreía a distancia y respondía casi sin inmutarse:
No me hablen de ella, orquesta de Héctor Varela, canta “El Rolo” Lesica.
Y yo sonreía también escondido en mi cueva de ondas y vinilos.
Mi dolor, Carlos Marcucci o el Pibe de Wilde y su orquesta típica, claro.
Y así pasaron los años, el cortaba el pelo a cantores, guitarristas, violinistas y bandoneonistas jubilados mientras escuchaba y adivinaba tangos que resonaban en las paredes de madera de la radio, que reinaba como un tesoro en un estante en un pequeño local del sindicato de músicos. Mientras, yo amarilleaba mis dedos y mis dientes con la nicotina de los cigarrillos que me fumaba en el sótano de la radio disfrutando en la búsqueda del tango desconocido.
­Viejos tiempos, Aldo Campoamor, con la Orquesta típica de Rafael Canaro.
Barrio querido, por la orquesta típica de Juan Bautista.
Y así, señores lectores, y así señores oyentes, y así siguió la cosa, sin que yo lograra sorprender al viejo Ulises y tengo que decir que los años no pasaron en vano. Me constó que él se aburrió, él siempre había “adivinado” los tangos por puro entretenimiento, como una afición adquirida durante décadas, de tanto escuchar tango en largas jornadas de corte y peinado. Pero yo, me lo tomé como algo personal ¿Por qué? ¿Vanidad?, ¿Afán de protagonismo?, ¿Qué se yo? Sucedió, del mismo modo que uno se enamora de la mujer menos indicada, sucedió. Odié a Ulises, odié su sabiduría tanguera, odié su habilidad, odié su parsimonia, la calma con la que me escupía el nombre del cantor, el nombre de la orquesta. Cómo lo odié. Y decidí que si él no podía admirarme por la cantidad de tangos casi desconocidos que yo rescataba de las catacumbas de la radio, me odiaría por encontrar el tango más desconocido, el tango que lo hundiría en la miseria.
Me contaron que era un hombre calmo, que peinaba y recortaba el cabello con parsimonia, con la paciencia y la destreza que sólo dan los años. Que peinaba su abundante pelo blanco hacía tras y que siempre se anudaba un pañuelo al cuello que sobresalía de su guardapolvo blanco de peluquero. Nunca lo vi en persona, nunca hablé con él más de tres cuatro palabras a través del teléfono, sin embargo quise que me odiara.
Y pasó como tenía que pasar, pasó en el sótano del estudio, alejado de mis compañeros, alejado de mi familia y de mis amigos, con una nube de humo de tabaco negro que flotaba junto a las bombillas parpadeantes del sótano, encontré un vinilo, encontré EL vinilo. Lo supe en el mismo momento en que toqué la funda de papel seco y quebradizo, los dedos me temblaban y se me humedecieron las palmas de las manos, me tembló hasta el último bello de mi cuerpo. Lo desenfundé, lo miré y lo coloqué lentamente en el tocadiscos. Y entonces sonó, y sonó como debían sonar las trompetas cuando el ejército de Napoleón atravesaba el Arco del Triunfo, soberbias, altaneras y llenas de… llenas de victoria.
Lo imaginé, aunque dudo que fuese así, apoyado junto al espejo de la peluquería con un pequeño grupo de acólitos esperando la llamada de la radio, fumando tranquilamente un cigarrillo Parisienne. Lo imagino atendiendo el teléfono y esperando las primeras notas del tango que sin duda estaba convencido adivinaría.
Terminó la canción y él no había cortado la comunicación, ni siquiera había hablado, escuché un leve hilo de respiración al otro lado de la línea, lo escuché yo y todos los oyentes, no se despidió sonó el clic del final de la llamada y no sólo sonó sino que retumbó en mi cabeza, retumbó en las ondas golpeándome la sien como un balazo. Nunca más supe nada de Ulises Lunadei, no volvió a atender el teléfono. Pasaron las semanas y yo dejé de rebuscar en el sótano de la radio, pasaron más semanas y llegó a mí que la peluquería del sindicato de músicos había cerrado. Los días seguían arrancándose del almanaque y no lograba salir de mi casa, cancelaron el programa, yo fumaba y escuchaba una y otra vez el tango de mi victoria, encerrado en mi casa, con las persianas bajadas, sin ver la luz del sol, ponía una y otra vez en tocadiscos ese tango desconocido, ese tango que había rescatado del olvido. Y supe cuando lo escuché por enésima vez, que venciendo a Ulises había contribuido a la muerte del tango.

Nadie supo nada más del anciano fígaro, nadie supo que había sido de él, simplemente se desvaneció, y yo hice lo mismo con ese tango, lo escuché una vez más, para no olvidarlo nunca, para ser la última persona en escucharlo, lo saqué cuidadosamente de la gramola y lo hice estallar en mil pedazos contra la pared. Yo soy el radiofonista que venció a Ulises Lunadei, yo soy el radiofonista que amaba el tango, yo soy el radiofonista que hirió al tango.   

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