Hay ocasiones en que los enemigos nacen sin querer.
Ocasiones en los que uno sin quererlo se convierte en enemigo de un tercero que
ni siquiera conoce, en un antagonista casi natural de un total desconocido, es
lo que le sucedió a este radiofonista que ahora les escribe.
Recibí hace algunos años una nota en el estudio, alguien me
advertía de la existencia de un peluquero que podía adivinar el título de
cualquier tango con apenas dos segundos de canción y no sólo el tango, sino cantor e incluso orquesta. Me interesé y hablé de él a través de las
ondas, hablé de Ulises Lunadei el fígaro que regentaba la vieja barbería del
sindicato de músicos. Hablé de su habilidad, de esa extraña magia que escondía
en su cabeza y desde ahí le propuse aparecer una vez por semana en antena para
adivinar el tango que yo le pusiera.
Cuando contactamos con él, en vivo y en directo, aceptó el
reto, desde su trinchera de tijeras, peines y lociones descubriría semanalmente
ese tango, como un juego, como un divertimento entre dos expertos ajedrecistas
que mueven las fichas sin jugar en serio por puro entretenimiento.
Y así lo hicimos durante años, yo lanzaba un tango a través
de su vieja radio Tungsram y él se sonreía a
distancia y respondía casi sin inmutarse:
— No me hablen de ella, orquesta de Héctor Varela, canta “El
Rolo” Lesica.
Y yo sonreía también escondido en mi cueva de ondas y
vinilos.
— Mi
dolor, Carlos Marcucci o el Pibe de Wilde
y su orquesta típica, claro.
Y así pasaron los años, el cortaba el pelo a cantores,
guitarristas, violinistas y bandoneonistas jubilados mientras escuchaba y
adivinaba tangos que resonaban en las paredes de madera de la radio, que
reinaba como un tesoro en un estante en un pequeño local del sindicato de
músicos. Mientras, yo amarilleaba mis dedos y mis dientes con la nicotina de
los cigarrillos que me fumaba en el sótano de la radio disfrutando en la
búsqueda del tango desconocido.
—Viejos
tiempos, Aldo Campoamor, con la Orquesta típica de Rafael Canaro.
—Barrio
querido, por la orquesta típica de Juan Bautista.
Y así, señores lectores, y así señores oyentes, y así siguió
la cosa, sin que yo lograra sorprender al viejo Ulises y tengo que decir que
los años no pasaron en vano. Me constó que él se aburrió, él siempre había “adivinado”
los tangos por puro entretenimiento, como una afición adquirida durante
décadas, de tanto escuchar tango en largas jornadas de corte y peinado. Pero
yo, me lo tomé como algo personal ¿Por qué? ¿Vanidad?, ¿Afán de protagonismo?,
¿Qué se yo? Sucedió, del mismo modo que uno se enamora de la mujer menos
indicada, sucedió. Odié a Ulises, odié su sabiduría tanguera, odié su
habilidad, odié su parsimonia, la calma con la que me escupía el nombre del
cantor, el nombre de la orquesta. Cómo lo odié. Y decidí que si él no podía
admirarme por la cantidad de tangos casi desconocidos que yo rescataba de las
catacumbas de la radio, me odiaría por encontrar el tango más desconocido, el
tango que lo hundiría en la miseria.
Me contaron que era un hombre calmo, que peinaba y recortaba
el cabello con parsimonia, con la paciencia y la destreza que sólo dan los
años. Que peinaba su abundante pelo blanco hacía tras y que siempre se anudaba
un pañuelo al cuello que sobresalía de su guardapolvo blanco de peluquero.
Nunca lo vi en persona, nunca hablé con él más de tres cuatro palabras a través
del teléfono, sin embargo quise que me odiara.
Y pasó como tenía que pasar, pasó en el sótano del estudio,
alejado de mis compañeros, alejado de mi familia y de mis amigos, con una nube
de humo de tabaco negro que flotaba junto a las bombillas parpadeantes del
sótano, encontré un vinilo, encontré EL vinilo. Lo supe en el mismo momento en
que toqué la funda de papel seco y quebradizo, los dedos me temblaban y se me
humedecieron las palmas de las manos, me tembló hasta el último bello de mi
cuerpo. Lo desenfundé, lo miré y lo coloqué lentamente en el tocadiscos. Y
entonces sonó, y sonó como debían sonar las trompetas cuando el ejército de
Napoleón atravesaba el Arco del Triunfo, soberbias, altaneras y llenas de…
llenas de victoria.
Lo imaginé, aunque dudo que fuese así, apoyado junto al
espejo de la peluquería con un pequeño grupo de acólitos esperando la llamada
de la radio, fumando tranquilamente un cigarrillo Parisienne. Lo imagino atendiendo el teléfono y esperando las
primeras notas del tango que sin duda estaba convencido adivinaría.
Terminó la canción y él no había cortado la comunicación, ni
siquiera había hablado, escuché un leve hilo de respiración al otro lado de la
línea, lo escuché yo y todos los oyentes, no se despidió sonó el clic del final
de la llamada y no sólo sonó sino que retumbó en mi cabeza, retumbó en las
ondas golpeándome la sien como un balazo. Nunca más supe nada de Ulises
Lunadei, no volvió a atender el teléfono. Pasaron las semanas y yo dejé de
rebuscar en el sótano de la radio, pasaron más semanas y llegó a mí que la
peluquería del sindicato de músicos había cerrado. Los días seguían
arrancándose del almanaque y no lograba salir de mi casa, cancelaron el
programa, yo fumaba y escuchaba una y otra vez el tango de mi victoria,
encerrado en mi casa, con las persianas bajadas, sin ver la luz del sol, ponía
una y otra vez en tocadiscos ese tango desconocido, ese tango que había
rescatado del olvido. Y supe cuando lo escuché por enésima vez, que venciendo a
Ulises había contribuido a la muerte del tango.
Nadie supo nada más del anciano fígaro, nadie supo que había
sido de él, simplemente se desvaneció, y yo hice lo mismo con ese tango, lo
escuché una vez más, para no olvidarlo nunca, para ser la última persona en
escucharlo, lo saqué cuidadosamente de la gramola y lo hice estallar en mil
pedazos contra la pared. Yo soy el radiofonista que venció a Ulises Lunadei, yo
soy el radiofonista que amaba el tango, yo soy el radiofonista que hirió al
tango.
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