Había cosas que odiaba de él y lo acababa de conocer. Sus
ojos de tritón beodo envueltos en una masa de carne grasienta y brillante
ojeaban a la doña como babea el perro ante una chuleta cruda…
Empezaré por cómo nos conocimos, no es una buena historia,
pero el calor que golpea Barcelona es lo mejor que me ha dado. Había terminado
de escarbar en el cráneo de un cordero al horno y paseaba bajo el los rayos de
Febo que atravesaban el agujero de la capa de ozono igual que lo hacen los espermatozoides
con un condón barato, cuando decidí que el camino que andaba me tenía que
llevar a la única terraza de bar que podría estar abierta. Un tugurio insalubre
que el mismo dios había colocado bajo mi casa. Y es ahí donde estaba el
personaje. Ya les advertí que la historia no era buena, no se hagan los
sorprendidos.
Cuando lo vi, sentado en la terraza, cuando escuché el
tintineó de los hielos de su cubata, supe que había cosas que no me gustaban de
él. Un flechazo querido lector, eso es lo que fue. El amabilísimo camarero me
sirvió mi carajillo de Marie Brizard con
hielo, me sentía elegante, y me detuve a observar al homúnculo. El pelo ralo
peinado hacia atrás, con algo que ojalá fuese gomina, dudo la verdad, parecía
más bien manteca, en fin, el pelo grasiento sin más, peinado hacia atrás, los
ojos negros envueltos por la ya nombrada masa brillante de carne repleta de
puntos negros y socavones que otrora habían contenido otros puntos. Pómulos
marcados, las cuencas hundidas, nariz picuda.
De él no me gustó su aspecto, y que vivan los prejuicios
señores, sin los prejuicios tan cuidadosamente cultivados ni yo ni ningún otro
escritor, he ahí una pedantería, hubiésemos escrito ni una maldita historia.
Ese aspecto de rata mojada en aguas del Ganges, con los incisivos comidos por
la nicotina, comidos por el whisky barato. Lo odié. Y podía tratarse del macho
de ser humano más interesante sobre la faz de la tierra, si me hubiese acercado
a él y quizá entablado conversación hubiese descubierto que era un espécimen
interesante, un ex periodista con grandes historias que contar, un aventurero,
un poeta, pero no lo hice, lo único que pensé es que alguien lo hubiese tenido
que encerrar en los lavabos de la estación de Sants, los antiguos los que olían
a chapas y donde uno meaba con temor, no los que de ahora que parecen una nave
espacial multicolor, alguien debería haberlo encerrado en esos urinarios y
lanzado en su interior una capsula de gas sarín. Eso es lo que pensé al verlo,
eso es lo primero que no me gustó de él, su aspecto.
Lo segundo que no me gustó fue su mirada, como miraba al
putón que se derretía en la barra del bar, bajo el techo húmedo y manchado de moho,
la miraba de la única forma que un hombre alcoholizado bajo el sol puede mirar
a una fulana de barrio. Y espero que no me tomen a mal, lo de fulana de barrio
puede parecer despectivo pero intenta ser adjetival, era lo que se conoce
técnicamente como una fulana de barrio. La miraba con los ojos empañados, la
boca entreabierta. ¿Y qué demonios me importaba a mí? Era muy probable que si
la cosa iba bien, yo me iría a mi casa a seguir derritiéndome y ellos dos
terminarían en el piso de ella fornicando sobre un colchón húmedo recubierto de
sabanas de franela. Pero aun así, aun sabiendo que esos seres son criados y
luego amontonados por el viento, me sentí como el paladín justiciero que no soy
y me ofendí ante la mirada lasciva del fantoche. Por supuesto no me levante
para abofetear al ofensor con un guante para defender el honor de la dama que
limpiaba el sudor de sus muslos con una servilleta arrugada. No lo permita
dios. Lo odié por segunda vez por su mirada.
Lo seguí odiando. Lo hice en otro ámbito, odié su trabajo.
Olviden la exigua posibilidad de que ese cadáver conservado en alcohol fuese un
aventurero o un periodista cuenta batallitas. Ese chimpancé esquelético de
nariz picuda trabajaba en una oficina mugrienta, en una oficina en un sótano
mugriento, en una oficina de alguna funeraria. Recibiendo llamadas de viudas
desconsoladas, de ancianos que velaban el cadáver de sus mujeres y él, anodino,
cansado de una vida tan grasienta como él, los trataba como escoria, con frases
sacadas de libros de atención al cliente de los años ochenta, impersonal, sin
empatía, sin cuidado, sin cariño. Todo eso lo sé, también gracias a mis
prejuicios, a ese sexto sentido que es la suspicacia. Lo imaginé con un traje
marrón, es demasiado necio para usar un traje gris a modo de metáfora de su
vida y su oficio. Lo imagino pues con su traje marrón, arrugado, camisa sucia y
con el nudo de la corbata que no se desanuda por completo desde el trigésimo
quinto congreso eucarístico internacional de Barcelona, sentado frente a una
pantalla de ordenador, por supuesto de tubo esperando la próxima llamada con su
teléfono de diadema mientras juega al buscaminas o al solitario. Lo odio por
atender a la presunta doña Conchita, recién enviudada, con el mismo trato que
le da a sus puntos negros, ninguno o en el caso que le dé alguno un trato
infernal, de ahí los socavones de su cara, así trata a doña Conchita que
solloza al teléfono y él le escupe que no la entiende su no deja de llorar. Y
otra vez, sueño y homenajeo al psicópata que debería aparecer en esa oficina y
golpearle la cabeza con un radiador que previamente hubiese arrancada de cuajo
de la pared, golpearlo hasta convertirlo en una masa homogénea de steak tartar que no servirían ni en Air Koryo la aerolínea
de Corea del Norte. Por eso también lo odio.
Prosigo si me lo permiten con mis odios infundados, con los
mismos que echan leña a la caldera de mi cerebro, al mío y disculpen el
atrevimiento, también al suyo. Lo odio además por sus tendencias políticas.
¿Por qué son diferentes a las mías? En efecto, justo por eso, ¿Por qué si no
las peleas, las guerras, las discusiones entre amigos, las tertulias en los
bares o peor, las tertulias en televisiones y radios? Yo respeto que tu tengas
otras ideas, pero aun así te odio por eso, pues por culpa de gente como tú, los
míos nunca ganarán ¿no es así el juego? Lo odio por odiar lo que yo no odio, lo
odio por menospreciar a los negros, por llamar Machu Picchu a los
latinoamericanos y por follarse a prostitutas de los mismos países que antes ha
insultado. Lo odio por su sueldo miserable y por votar a los que defienden a
los que tienen sueldos indecentes; sueldos que son indecentes, dicho sea de
paso, porque yo no los cobro. Lo odio por no entender a los demás, yo lo
entiendo y por eso lo odio, él me odia y no se toma la molestia de entenderme.
Comprendo que es un necio, que cree a pies juntillas las noticias de ese
periodicucho que compra todas las mañanas por pura inercia analfaburra. Por decir que aquí lo que hace falta es mano dura, que
con un tal Paco esto no pasaba y si una dictadura pisara de nuevo este país la
ley de vagos y maleantes haría que sus huesos terminasen en el más húmedo de
los calabozos de la comisaría de Vía Laietana. Joder como lo odio y con lo
dulce que es el anís me sabe a pura hiel.
Y entre que pienso y hago chocar el hielo de mi carajillo
veraniego contra mi bigote, observo que el esqueleto danzante ha comenzado a
caminar hacia la mujer de la barra, que con andares seguros en la ebriedad se
dispone a decirle cosas al oído como el buen zalamero que es. Y yo desparramo
unas monedas en la mesa, dobló el labio hacia arriba en señal de despedida para
el camarero y abandono el escenario. Mi casa, mi horno me espera, ya he odiado
suficiente por hoy, ya odiaré más mañana.
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