martes, 1 de julio de 2014

CONTROL DE PLAGAS

Me fijé en ellos mientras tomaba un café en la puerta de la fábrica, un cafelito y un cigarrito en mis diez minutos de descanso. Apoyado en la pared junto a la salida de emergencias a la derecha de los muelles donde los camiones cargaban y descargaban. Llegaron en una furgoneta verde lima, eran tres hombres uniformados que bajaron del vehículo cargando varias jaulas. Miré hacia el muelle, uno de los mozos también se había fijado y me miró, negué con la cabeza y él formó un interrogante abriendo los ojos y doblando la boca.

Los tres hombres cruzaron el aparcamiento empujando las enormes pajareras y se acercaron a la puerta donde estaba fumando.
—Control de plagas —dijo uno de ellos acercándome un papel.
Ojeé el impreso y asentí.
—Yo soy mecánico tienen que ir a recursos humanos, al fondo tienen los ascensores, tercera planta. ¿Tenemos una plaga?
—Y de las gordas.
Apuré el cigarrillo y lo tiré dentro del vaso de plástico y éste a la papelera, era hora de volver al tajo. A la retaguardia del grupo de exterminadores caminé hacía mi lugar de trabajo, se detuvieron en frente al ascensor, mientras esperaban preparaban unos largos palos con sogas en los extremos, los mismos que usan en las perreras para atrapar a los perros callejeros. Desaparecieron en el interior del ascensor.
—¿Qué coño era eso? —Me dijo un oficial de primera que salía del cuarto de baño y sólo pudo ver un segundo al grupo.
—Control de plagas macho.
—¡No me jodas! ¿Ahora tenemos cucarachas?
—No sé —dije— pero a mí esas jaulas no me parecen para cucarachas.
El muchacho rió y señaló hacía arriba.
—Pues es del tamaño justo de un grupito que yo me sé que son peores que las cucarachas.
Reímos y nos despedimos con una palmada en la espalda.
La mañana fue un poco extraña, las alarmas sonaron un par de veces y todos nos detuvimos ipso facto, pero el encargado de planta, al más puro estilo negrero pegó un par de berridos  para llamarnos al orden. Escuchamos ruidos en la parte superior, cuando se paraban las máquinas, que sucede pocas veces, pero cuando se detenían oíamos carreras, muebles que caían o se movían, pero el negrero nos miraba intensamente, evitando que levantásemos la vista de nuestras máquinas o que nos moviésemos de nuestro puesto de trabajo.
Los ruidos de carreras se alargaron durante un rato, hasta que de pronto las luces se apagaron y con ellas las máquinas dejaron de funcionar.
—Me cago en san peo —gritó el de mantenimiento que cayó de culo al suelo ante los chispazos que daba un enchufe que reparaba —¿Pero qué coño pasa hoy en ésta fábrica?
—¡¿Qué has hecho?! —Dijo el encargado corriendo hacia él.
El operario se levantó iracundo, pero antes de que pudieran encontrarse, se encendieron de nuevo las luces y pasó corriendo entre ellas la secretaria del director, gorda, con el pelo desordenado y gritando. Como un rayo femenino con sobrepeso y patoso atravesó la planta apartando a la gente y gritando como poseída, segundos más tarde aparecieron dos de los hombres que había llegado con la furgoneta y empezó ahí una ridícula persecución entre la maquinaria. “Socorro” gritaba la mujer, “Qué alguien me ayude”. Se darán cuenta, cuando sepan lo que sucedió, que esa señora no era demasiado querida entre los obreros, pues tropezó con un cable y besó el pavimento y ya no pudo huir, ninguno de nosotros hizo nada, embridada de pies y manos quedó como una tortuga panza arriba, uno de los hombres, sudoroso y jadeando hablo por un walky talky y apareció otro arrastrando una de sus jaulas, dentro igualmente atado y amordazado con su propia corbata, el director.
La sorpresa era mayúscula, ya nadie podía hacernos volver a nuestras máquinas, el entretenimiento y el gozo era demasiado grandes como para trabajar. Dos de los hombres sacaron un papel y comenzaron a tachar, leyendo entre dientes y a murmurar, mirando a su alrededor, entre nosotros.
—¿Domínguez? —dijeron en voz alta— ¿Domínguez? —Nadie respondió.
—¿Domínguez? ­—volvieron a preguntar y el silencio siguió reinando.
Hasta que hice de tripas corazón me acerqué a ellos y les pedí el papel.
—¿Permite?... Vamos a ver… es que no es Domínguez, es Domíngues, con ese, suele pasar. Do-mín-gues, ¿ve? Con ese. ¿Verdad Domíngues que te pasa mucho que te confunden por la zeta y la ese?
Como en un partido de tenis que la pelota se pierde en el aire, y el público la sigue con la mirada, toda la planta movió la cabeza al unísono en dirección al encargado negrero que quedó paralizado, blanco como el papel y la boca abierta y temblorosa.

Cuando los controladores de plagas cerraron la puerta aún podíamos oír las maldiciones de Domíngues, que se alejaba enjaulado por el aparcamiento. Tardamos un par de segundo en recobrar el ánimo, en realidad no el ánimo pues este no lo habíamos perdido en ningún momento, digamos que tardamos un par de segundo en retomar nuestro trabajo, el de mantenimiento sin recibir ninguna orden a gritos, le dio al interruptor y las máquinas volvieron a funcionar. Funcionaron sin gritos, sin amenazas, sin ultimátums, a la perfección, sólo teníamos que tomar una sola precaución, así nos lo había dicho el que llevaba la lista, mucho cuidado, las plagas desparecen rápido, pero también pueden volver a aparecer sin darnos cuenta. 

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