martes, 16 de septiembre de 2014

AMOR CON CADUCIDAD

Definitivamente esta no es una historia de amor, o por lo menos una historia de amor con un final feliz. Todo amor, todo romance tiene un principio y un fin, todo amorío tiene fecha de caducidad, y está predestinado a morir. Sucede que hay amores que desaparecen con la muerte de sus protagonistas y por eso se cree que era un amor eterno, pero no es cierto, ese amor también era perecedero simplemente sus actores murieron antes de que llegará el final.

El caso de mi idilio no era especial, no era un amor puro e inquebrantable, ni siquiera era un amor reconocido, era simplemente un enamoramiento, sencillo, puro e infantil si quieren a pesar de mi edad. A pesar de la plena consciencia que yo tenía de la imposibilidad de que ella se enamorase de mí y sabiendo además que tarde o temprano desaparecería de mi vida tan rápido como había aparecido, me enamoré.
Con el guardapolvo azul impoluto, el bigote bien recortado y una sonrisa amplia, así la esperaba todas las mañanas, y la oía llegar, atravesando los túneles del metro, con su taconeo que sonaban como tambores de guerra y aparecía doblando la esquina de mi quiosco subterráneo y el bar de la estación.
Yo le entregaba su diario, doblado como a ella le gustaba y un paquete de chicles de menta, sus favoritos. Y… “Buenos días José”, “Buenos días Magdalena”, “Qué vaya bien el día José”, “Igualmente Magdalena”. Y ahí terminaba mí día, podría cerrar el quiosco, bajar la persiana y marcharme a mi  casa a esperar ansioso el día siguiente.
Les voy a responder a la pregunta, que sólo se pregunta aquel que nunca se ha enamorado como yo lo hice. Sí, se puede enamorar uno de alguien a quien apenas conoce, se enamora de un olor, de una voz, de una imagen mental, de unas manos, de unos ojos, de unos pechos, de unas piernas, se enamora de lo que podría ser y quizá su cobardía no le permite, se enamora de la imagen que su retina proyecta en su cerebro, o simplemente de la imagen que su cerebro bosqueja en su alma.
Y cuando llegó el día, yo supe que seguiría enamorado. Llegó el día en que esperaba el taconeó y no llegó, en que tenía preparado el periódico doblado en una mano y en la otra el paquete de chicles, los de menta, sus favoritos y no apareció y mi guardapolvo azul impoluto parecía el más sucio del mundo, mi bigote se retorcía pelo a pelo y mi sonrisa quedó suspendida en el aire, como un pájaro disecado sujeto por un alambre, a pesar de que yo había dejado de sonreír.
Y al día siguiente esperé de nuevo y el aire caliente que empujan los vagones del metro que entran en tropel por el túnel me golpeó la cara y secó los ojos y solté el diario y apreté el paquete de chicles. Dejé de esperar, intenté olvidar, mis mejillas se poblaron de pelo, olvidé el acicalamiento, usaba el guardapolvo arrugado y manchado y mi sonrisa quedó encerrada tras mis labios prietos.
Diario, monedas, cambio, regaliz, monedas, cambio, sin sonrisa, sin pasión, sin nada, sólo el aire caliente del metro secándome los ojos.
“Buenos días José” Creí que me iba a tragar la lengua que se había hinchado creando un nudo que subía desde la boca del estómago hasta el paladar. No atiné a responder. “¿Me has echado de menos? La respuesta fue una sonrisa bobalicona, ensuciada por el bigote mal cuidado. “He estado unos días mala”.

Todo volvió a la normalidad, la vi alejarse maltratando las baldosas con sus tacones, y me quedé masticando lengua y avergonzado por mi aspecto. Intentando no perder el olor de su perfume que irremediablemente se difuminaría entre la muchedumbre, pero que ahora sí, ahora sabía que mañana volvería, para no quedarse, volvería una y otra vez hasta desaparecer definitivamente, pero déjenme dolerme, déjenme querer un amor con caducidad.

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