Definitivamente
esta no es una historia de amor, o por lo menos una historia de amor con un
final feliz. Todo amor, todo romance tiene un principio y un fin, todo amorío
tiene fecha de caducidad, y está predestinado a morir. Sucede que hay amores
que desaparecen con la muerte de sus protagonistas y por eso se cree que era un
amor eterno, pero no es cierto, ese amor también era perecedero simplemente sus
actores murieron antes de que llegará el final.
El caso de mi idilio
no era especial, no era un amor puro e inquebrantable, ni siquiera era un amor
reconocido, era simplemente un enamoramiento, sencillo, puro e infantil si
quieren a pesar de mi edad. A pesar de la plena consciencia que yo tenía de la
imposibilidad de que ella se enamorase de mí y sabiendo además que tarde o
temprano desaparecería de mi vida tan rápido como había aparecido, me enamoré.
Con el
guardapolvo azul impoluto, el bigote bien recortado y una sonrisa amplia, así
la esperaba todas las mañanas, y la oía llegar, atravesando los túneles del
metro, con su taconeo que sonaban como tambores de guerra y aparecía doblando
la esquina de mi quiosco subterráneo y el bar de la estación.
Yo le entregaba
su diario, doblado como a ella le gustaba y un paquete de chicles de menta, sus
favoritos. Y… “Buenos días José”, “Buenos días Magdalena”, “Qué vaya bien el
día José”, “Igualmente Magdalena”. Y ahí terminaba mí día, podría cerrar el
quiosco, bajar la persiana y marcharme a mi
casa a esperar ansioso el día siguiente.
Les voy a
responder a la pregunta, que sólo se pregunta aquel que nunca se ha enamorado
como yo lo hice. Sí, se puede enamorar uno de alguien a quien apenas conoce, se
enamora de un olor, de una voz, de una imagen mental, de unas manos, de unos
ojos, de unos pechos, de unas piernas, se enamora de lo que podría ser y quizá
su cobardía no le permite, se enamora de la imagen que su retina proyecta en su
cerebro, o simplemente de la imagen que su cerebro bosqueja en su alma.
Y cuando llegó el
día, yo supe que seguiría enamorado. Llegó el día en que esperaba el taconeó y
no llegó, en que tenía preparado el periódico doblado en una mano y en la otra
el paquete de chicles, los de menta, sus favoritos y no apareció y mi
guardapolvo azul impoluto parecía el más sucio del mundo, mi bigote se retorcía
pelo a pelo y mi sonrisa quedó suspendida en el aire, como un pájaro disecado
sujeto por un alambre, a pesar de que yo había dejado de sonreír.
Y al día
siguiente esperé de nuevo y el aire caliente que empujan los vagones del metro
que entran en tropel por el túnel me golpeó la cara y secó los ojos y solté el
diario y apreté el paquete de chicles. Dejé de esperar, intenté olvidar, mis
mejillas se poblaron de pelo, olvidé el acicalamiento, usaba el guardapolvo
arrugado y manchado y mi sonrisa quedó encerrada tras mis labios prietos.
Diario, monedas,
cambio, regaliz, monedas, cambio, sin sonrisa, sin pasión, sin nada, sólo el
aire caliente del metro secándome los ojos.
“Buenos días
José” Creí que me iba a tragar la lengua que se había hinchado creando un nudo
que subía desde la boca del estómago hasta el paladar. No atiné a responder.
“¿Me has echado de menos? La respuesta fue una sonrisa bobalicona, ensuciada
por el bigote mal cuidado. “He estado unos días mala”.
Todo volvió a la
normalidad, la vi alejarse maltratando las baldosas con sus tacones, y me quedé
masticando lengua y avergonzado por mi aspecto. Intentando no perder el olor de
su perfume que irremediablemente se difuminaría entre la muchedumbre, pero que
ahora sí, ahora sabía que mañana volvería, para no quedarse, volvería una y
otra vez hasta desaparecer definitivamente, pero déjenme dolerme, déjenme
querer un amor con caducidad.
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