viernes, 17 de octubre de 2014

ESCRIBIENDO SUEÑOS

Despertó con la boca pastosa, saliva espesa y blanca le burbujeaba en las comisuras. Se apartó el pelo húmedo que se le pegaba a la frente y lloró durante un rato. Las sábanas se le adherían a la piel como el engrudo a la madera y las apartaba a manotazos y dando patadas en el aire. La mujer de pelo rojo lo miraba desde la puerta sin decir nada, sin hablar, simplemente proyectaba la mirada a través de sus ojos acuosos sobre él. Quería despertar pero tenía la sensación de que eso no era un sueño.

Sabía soñar, todo el mundo sabe soñar, aprendes a ostia limpia, como con todo, conocía sus sueños, conocía esos sueños en los que no estás del todo dormido y puedes controlar ciertas partes, tienes cierto margen de maniobras. Pero ese, si es que era un sueño, cosa que dudaba, no era uno de esos sueños, ni siquiera una de esas pesadillas, era real, húmedo, sudoroso. Hizo acto de presencia una gata, conocía a esa gata, una gata culona de pelo multicolor y ojos rasgados que de un brinco se encaramó en el tocador junto a la lámpara en forma de huevo, una suerte de huevo fabergé de saldo que desprendía una luz violeta, digna del mejor burdel de carretera. La gata como la mujer lo miró, fijo, sin pestañear, de vez en cuando se relamía los bigotes y a él le recorría un escalofrío por la espalda, atravesándola como los émbolos de las atracciones de feria que son activados por un martillazo.
Se sentó en la cama, con una rodilla apoyada sobre las sábanas empapadas y la otra en dirección al techo, se lamió los labios secos e intentó hablar sin éxito. Miró a la mujer, que parecía flotar, con los ojos envasados al vacío, el pelo descontrolado como las algas que flotan bajo el agua, los ojos enormes y una mueca que pretendía ser sonrisa. Algo se movió entre las sabanas, apartó metros y metros de tela, más y más metros y encontró otra gata, era evidente, sabía que faltaba alguien, la diminuta gata naranja de cola retorcida y morro fino de cigüeña. Mostró los cuatro únicos dientes y le golpeó con la zarpa sin sacar las uñas, un diminuto golpe de advertencia. Arqueando el lomo se desperezó y caminó grácilmente hasta el precipicio del colchón y saltó junto al huevo, ahora dos estatuas felinas cambiaban de color bajo el chorro de luz violeta que se desparramaba sobre el mueble y las paredes.
Cuando el colchón empezó a reblandecerse, cuando empezó a licuarse y él a perder estabilidad sobre la cama decidió apearse, ojalá pudiera apearse de ese sueño si es que realmente era un sueño, cosa que no creía. Puso los pies en el suelo y se levantó mientras veía como las sábanas se hundían en un mar de colchón. Intentó de nuevo hablar, lo intentó abriendo la boca y sacando media lengua, pero no lo logró. Casi evidentemente.
Sin sombra, pues parecía lógico que no había ningún motivo para tener sombra, se desplazó lentamente por el dormitorio, bajo la atenta y licuada mirada de la mujer de pelo rojo y bajo el recelo felino de las acompañantes del falso huevo fabergé. Se miró en el espejo y se reconoció aunque no era él, había desparecido el bello del pecho que era abundante, o así lo recordaba, y ahora lo sustituía un oscuro mechón de pelo negro que le atravesaba el torso, sin manos se tocó la cara, sin manos pues parecía que sus huesudas manos también habían tenido que desaparecer y estarían donde habitan las sombras, donde estaría su sombra, sin manos se tocó la cara, que era lampiña, que era huesuda y se reconoció sin reconocerse.
Una sábana que se derretía por la esquina de la cama se le enroscó en la pierna y quiso despegarla de una patada sin demasiado éxito. La mujer había desaparecido, cruzó el umbral de la puerta y la vio en el cuarto de baño, mirándose en un espejo que no reflejaba más que vapor que salía de la ducha y la mujer, que era su mujer, que yacía junto a él, y así lo recordaba, en lo que ahora era una sopa de sábanas, almohadas y colchón, se peinaba con los dedos en garra, luchando contra el remolino rojo que era su cabello. Las gatas pasaron junto a él, flanqueándolo, veloces, con las colas en alto y maullando.
Y por fin la mujer, tras controlar su cabello lo miró con unos ojos que reconoció por completo, atolondrados y vivaces, reconoció también su sombra que se alargaba nuevamente por la pared hacia el techo y abrió la boca para hablar y habló.
—Me gustaría poder recordar mis sueños.
Ella sonrió y le posó la mano sobre el pecho que volvía a ser el suyo, si es que antes no lo era y continuó sonriendo cerca de su cara para besarle suavemente en los labios que ya no estaban inundados de saliva seca.
—Creo que tú no sueñas cariño, creo que tú escribes tus sueños, me voy a trabajar.

Y escuchó la cadena de la bicicleta atravesar el pasillo y las gatas corretear y apoyado contra la pared se lió un cigarrillo esperando que los sueños y las pesadillas fuesen sólo eso, relatos, nada más que relatos. 

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