Despertó con la
boca pastosa, saliva espesa y blanca le burbujeaba en las comisuras. Se apartó
el pelo húmedo que se le pegaba a la frente y lloró durante un rato. Las
sábanas se le adherían a la piel como el engrudo a la madera y las apartaba a
manotazos y dando patadas en el aire. La mujer de pelo rojo lo miraba desde la
puerta sin decir nada, sin hablar, simplemente proyectaba la mirada a través de
sus ojos acuosos sobre él. Quería despertar pero tenía la sensación de que eso
no era un sueño.
Sabía soñar, todo
el mundo sabe soñar, aprendes a ostia limpia, como con todo, conocía sus
sueños, conocía esos sueños en los que no estás del todo dormido y puedes
controlar ciertas partes, tienes cierto margen de maniobras. Pero ese, si es
que era un sueño, cosa que dudaba, no era uno de esos sueños, ni siquiera una
de esas pesadillas, era real, húmedo, sudoroso. Hizo acto de presencia una
gata, conocía a esa gata, una gata culona de pelo multicolor y ojos rasgados
que de un brinco se encaramó en el tocador junto a la lámpara en forma de
huevo, una suerte de huevo fabergé de
saldo que desprendía una luz violeta, digna del mejor burdel de carretera. La
gata como la mujer lo miró, fijo, sin pestañear, de vez en cuando se relamía
los bigotes y a él le recorría un escalofrío por la espalda, atravesándola como
los émbolos de las atracciones de feria que son activados por un martillazo.
Se sentó en la
cama, con una rodilla apoyada sobre las sábanas empapadas y la otra en
dirección al techo, se lamió los labios secos e intentó hablar sin éxito. Miró
a la mujer, que parecía flotar, con los ojos envasados al vacío, el pelo
descontrolado como las algas que flotan bajo el agua, los ojos enormes y una
mueca que pretendía ser sonrisa. Algo se movió entre las sabanas, apartó metros
y metros de tela, más y más metros y encontró otra gata, era evidente, sabía
que faltaba alguien, la diminuta gata naranja de cola retorcida y morro fino de
cigüeña. Mostró los cuatro únicos dientes y le golpeó con la zarpa sin sacar
las uñas, un diminuto golpe de advertencia. Arqueando el lomo se desperezó y
caminó grácilmente hasta el precipicio del colchón y saltó junto al huevo,
ahora dos estatuas felinas cambiaban de color bajo el chorro de luz violeta que
se desparramaba sobre el mueble y las paredes.
Cuando el colchón
empezó a reblandecerse, cuando empezó a licuarse y él a perder estabilidad
sobre la cama decidió apearse, ojalá pudiera apearse de ese sueño si es que
realmente era un sueño, cosa que no creía. Puso los pies en el suelo y se
levantó mientras veía como las sábanas se hundían en un mar de colchón. Intentó
de nuevo hablar, lo intentó abriendo la boca y sacando media lengua, pero no lo
logró. Casi evidentemente.
Sin sombra, pues
parecía lógico que no había ningún motivo para tener sombra, se desplazó
lentamente por el dormitorio, bajo la atenta y licuada mirada de la mujer de
pelo rojo y bajo el recelo felino de las acompañantes del falso huevo fabergé. Se miró en el espejo y se
reconoció aunque no era él, había desparecido el bello del pecho que era
abundante, o así lo recordaba, y ahora lo sustituía un oscuro mechón de pelo
negro que le atravesaba el torso, sin manos se tocó la cara, sin manos pues
parecía que sus huesudas manos también habían tenido que desaparecer y estarían
donde habitan las sombras, donde estaría su sombra, sin manos se tocó la cara,
que era lampiña, que era huesuda y se reconoció sin reconocerse.
Una sábana que se
derretía por la esquina de la cama se le enroscó en la pierna y quiso
despegarla de una patada sin demasiado éxito. La mujer había desaparecido,
cruzó el umbral de la puerta y la vio en el cuarto de baño, mirándose en un
espejo que no reflejaba más que vapor que salía de la ducha y la mujer, que era
su mujer, que yacía junto a él, y así lo recordaba, en lo que ahora era una sopa
de sábanas, almohadas y colchón, se peinaba con los dedos en garra, luchando
contra el remolino rojo que era su cabello. Las gatas pasaron junto a él,
flanqueándolo, veloces, con las colas en alto y maullando.
Y por fin la
mujer, tras controlar su cabello lo miró con unos ojos que reconoció por
completo, atolondrados y vivaces, reconoció también su sombra que se alargaba
nuevamente por la pared hacia el techo y abrió la boca para hablar y habló.
—Me gustaría
poder recordar mis sueños.
Ella sonrió y le
posó la mano sobre el pecho que volvía a ser el suyo, si es que antes no lo era
y continuó sonriendo cerca de su cara para besarle suavemente en los labios que
ya no estaban inundados de saliva seca.
—Creo que tú no
sueñas cariño, creo que tú escribes tus sueños, me voy a trabajar.
Y escuchó la
cadena de la bicicleta atravesar el pasillo y las gatas corretear y apoyado
contra la pared se lió un cigarrillo esperando que los sueños y las pesadillas
fuesen sólo eso, relatos, nada más que relatos.
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