Un niño que
caminaba con su madre cogido de la mano me señaló con el dedo. Un dedo
acusador, un dedo vergonzante, un dedo, un temible dedo y dijo:
—Mira mamá una
avestruz llorando.
—Marquitos no
seas impertinente. Perdone señor.
Sonreí, aunque es
difícil sonreír teniendo pico en lugar de labios. Y seguí llorando durante un
rato. Alcé la vista y miré el enorme edificio de viviendas, diez plantas, once
apartamentos por rellano y ni una sola venta. En realidad me quedaba el
entresuelo, había empezado por el décimo pero estaba tan desesperado que tuve que
salir a la calle a tomar aire y a llorar. Cogí mi maletín y tal y como me
enseñó mi formador, un viejo oso hormiguero que llevaba formando a humanos y a
otras especies en venta agresiva mucho antes que mi padre pensase siquiera en
mi huevo, saqué una fotografía de mi cara, una pequeña foto de carné y dije:
—Esopo, tu
puedes. Tu puedes Esopo, vas a vender. Vas a vender carajo. Te vas a meter en
ese edificio, vas a subir las escaleras y vas a llamar a todas las puertas del
entresuelo y vas a vender.
Entré con las
plumas en alto, en pie de guerra y llamé a la primera puerta. Me abrió un
humano, bajito, gordo, calvo y antes de que pudiera mandarme de nuevo al corral
ataqué.
—¡Buenos días
señor! Mi nombre es Esopo, permítame que le robe un segundo, le vengo a ofrecer
una oferta que no podrá rechazar, le traigo el detergente definitivo, el
infalible lavamagic…
—Que pase…
Alce la mirada,
no me costó demasiado el humano era un retaco ridículo, y pude observar sin
problemas el interior del apartamento, observe a su esposa, imaginé que era su
esposa. Tan gorda como él, tan bajita como él, y en el fondo tan distinta, era
una comadreja, una redonda y horonda comadreja despanzurrada en el sofá, con un
delantal y rulos en la cabeza.
—Que pase
—repitió — y el marido se apartó y yo… que iba a hacer me metí en la casa.
—Enséñeme que es
lo que trae —y el marido como siguiendo unas ordenes que no habían salido de la
boca de la comadreja la ayudó a levantarse, un acción bastante ridícula a pesar
de que ellos no parecían darle ninguna importancia, él se colocó frente a ella
y la agarró de los brazos y tiró despegando el culo del sofá de escay.
Yo coloqué mi
maletín sobre la mesa pero la comadreja me interrumpió.
—No, aquí no.
Venga usted a la cocina que tengo que hacer la comida.
—Por supuesto.
Entramos en la
cocina, en un rincón pude observar una pequeña cerca donde se agolpaban una
media docena de crías, la mitad humanas y la otra mitad comadrejas, todas
revueltas y desnudas.
—Ya ve que tengo
bocas que alimentar, es este cabrón que cada vez que viene borracho del bar me
preña.
—Ah… —dije
intentando encontrar una reacción normal a esa frase.
Yo observaba como
la mujer hacía sus cosas, encendía el horno, pelaba patatas y mientras le
contaba las extraordinarias cualidades del detergente lavamagic , por supuesto
utilicé la baza de los niños, indicando que era consciente la cantidad de ropa
que podían llegar a ensuciar su media docena de adorables churumbeles.
—¿Cuánto pesa? —Dijo
el marido que acababa de hacer acto de presencia —¿Cuánto pesa? —repitió, hasta
que caí que la pregunta iba dirigida hacía mí.
—¿Perdón?
—¿Qué debe pesar
cien kilos?
—En realidad
ciento cincuenta, ¿por qué?
¿Por qué? Se me
ocurrió preguntar… fue entonces cuando recordé al oso hormiguero mirándome fijamente
con sus diminutos ojos negros y diciéndome: “Confío en ti Esopo, es una zona de
clientes duros, pero sé que tu podrás con ellos” Maldito come hormigas, fue lo
último que pude pensar antes de observar como la jauría de engendros humanos y
comadrejas se echaban encima de mí. Corrí por la cocina dando patadas y
moviendo las alas como un poseso, gritando y revolcándome pero era imposible,
parecía como si un montón de pulgas hubiesen anidado en mi culo y me
mordisqueasen sin compasión.
El rechoncho
marido cogió un cuchillo y empezó a perseguirme, mientras la mujer gritaba y me
señalaba como loca. Salí de la cocina, con dos patadas certeras logré
deshacerme de tres crías que impactaron contra las paredes y comenzaron a
llorar a los gritos sumándose al revuelo.
El marido landó el cuchillo, conseguí esquivarlo por muy poco doblando
el cuello, en ese momento estaba tan desesperado que lo único que hacía era
correr en círculos por el salón golpeándome contra las paredes con la intención
de deshacerme de cuantos más niños mejor. Entonces apareció la madre, que
parecía muy enojada por la inutilidad de su marido y la ineficacia de sus
crías, me agarró por el largo pescuezo y empezó a apretar, por suerte aún me
quedaban fuerzas le asesté cuatro picotazos certeros entre los ojos y la foca
comadreja se desplomó. El marido se echó las manos a la cabeza y corrió hacia
mí. Última oportunidad, única escapatoria, tome aire, cogí carrerilla y corrí
hacia la ventana, la atravesé como hubiesen soñado todas las moscas atrapadas
en un apartamento, con el pico por delante y los ojos cerrados rompí el cristal
y extendí las alas, noté como los dos últimos niños quedaban atrás con la boca
y las manos llenas de plumas y con las alas extendidas salí de ese infiero.
No se equivoquen
el final es feliz, pero no como ustedes piensan, los avestruces, muy a nuestro
pesar no volamos. Tenemos lo que se conoce en el gremio ornitólogo como alas de
mierda y por supuesto me hice mierda contra el asfalto, por suerte era un
entresuelo y la caída no fue terrible. Y tan desconcertado como puede estar un
avestruz que acaba de ser víctima de una jauría de humanos y comadrejas, en un
apartamento de un edificio dormitorio de un barrio periférico corrí en zigzag esquivando
autobuses y motocicletas con un único pensamiento mandar a la mierda el
detergente lavamagic y reventar a picotazos al maldito oso hormiguero.
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