Introduje mi dedo
índice en el ano del perro y comprobé dos cosas, que en efecto estaba muerto y
que su temperatura indicaba que estaba muerto. Le olí el hocico y olía a
limpio, a retrete recién fregado. Saqué mi libreta e intenté anotar mis
averiguaciones pero no pude, algo me lo impedía, por fin saqué el dedo del ano
del animal y pudo apuntar.
—¿Qué haces aquí?
—dijo la tía Rosalía.
—He venido a
tomar las riendas del asunto.
—¿Pero qué
quieres? —insistió.
Con las manos en
los bolsillos de la gabardina y el cuello hundido observé la habitación, todo
parecía normal, todos los muebles en su sitio, los cuadros tal y como los
recordaba, pero un detective con mi trayectoria sabe que nada es lo que parece,
sabe que cualquier detalle, por pequeño que sea, puede ser crucial.
—¿Has venido a
ver a Pupi?
Observé a la tía,
que me miraba desde la puerta del dormitorio, con su bata de boatiné y los rulos en la cabeza.
—No Rosalía, he
venido para averiguar la verdad y saber por qué has matado a Pupi.
Intentó desviar
mi atención alejándose por el pasillo, diciendo que estaba loco, que estaba
harta de mis tonterías y que iba a llamar a mi madre, como si mi madre pudiese
detener el inexorable camino de la verdad.
Encontré el
cadáver de Pupi sobre la cama de la tía, tapado con su mantita de Goofy, la
aparté y vi al caniche, con los ojos cerrados y la lengua fuera. Aún llevaba el
lazo que la tía Rosalía le ponía en la cabeza.
Saqué la bolsa de
terciopelo negro de mi bolsillo y me hice un cigarrillo, una mezcla perfecta de
tabaco negro y tabaco rubio que yo mismo hacía en mis ratos libres, desmenuzaba
las colillas que recogía en la puerta del metro y gramo a gramo mezclaba según
la marca. Lo encendí con una cerilla y exhalé una nube gris hacia el techo del
dormitorio.
Cuando salí al
pasillo escuché a mi tía, probablemente estaba hablando con mi madre, y aunque
sabía que yo era el portador de la verdad, el único con una visión clara sobre
las cosas, que mi madre apareciese complicaría las cosas. Era una buena mujer,
mi madre, pero también era la figura de la autoridad, el enemigo que todo
detective tiene, a la sociedad no le gusta los que se salen del redil y yo
abandoné el redil hace años. Sabiendo pues que mi madre no tardaría en llegar, me
puse manos a la obra, trabajaría contra reloj, con más ahínco si cabe.
Revisé los
juguetes de Pupi, un pequeño perro de peluche que por el aspecto que tenía, el
difunto caniche había sodomizado hasta convertirlo en una bola de pelusa sin
forma alguna; un par de pelotitas y nada que pudiese tener interés. Olisqueé la
cama del perro, limpia y sin pelos, Rosalía era muy cuidadosa con estas cosas,
limpia como una patena.
—Juega un rato
pero no me rompas nada, el veterinario vendrá en un rato —Me dijo la tía.
—Será demasiado
tarde, no podrás eliminar las pruebas —le respondí mientras escudriñaba entre
las revistas del corazón que tenía apiladas junto al sofá.
Entré en la
cocina, comí un poco de queso y revisé las estanterías, nada parecía raro, pero
como digo un profesional de mi talla no puede dejar que las apariencias lo
engañen, y fue entonces cuando lo vi, el cubo de fregar, me arrodillé junto a él
y metí la cabeza apartando el mocho, olí, volví a oler, respiré profundamente y
al fin introduce la nariz y la boca en el agua gris.
—¿Pero se puede
saber qué haces? —dijo mi madre que me miraba aún con el abrigo puesto y el
paraguas colgándole del brazo.
—Demasiado tarde,
respondí, siempre es demasiado tarde —Me levanté, eructé por haber bebido
demasiado rápido y volvía meterme el
cigarrillo entre los dientes —No has podido salvar a tu hermana, esta vez no,
Pupi ha muerto y sólo yo sé la verdad…
—Tira para casa
antes de que te de una azotaina…
—Que cruz tienes
Carmina —dijo la tía Rosalía— cuarenta y dos años y…
—Guarda tu lengua
viperina, pronto todo el mundo sabrá que envenenaste a esa pobre bestia.
El bofetón de mi
madre y las collejas que siguieron me condujeron como una oveja hasta la puerta
del apartamento.
—Lo siento mucho
Rosalía…
—Nada hija, nada…
yo me quedó que tengo que esperar al veterinario.
—Sí y dile como
has envenenado con lejía al animalito.
Y otra colleja
terminó por sacarme de la escena del crimen.
La muerte, huele
a lejía, la muerte puede llegar mientras sodomizas a un peluche, la muerte
lleva rulos y luce una rosa bata de boatiné.
Caso cerrado.
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