Investigadores
de Australia han encontrado la manera de aprovechar estos gases para
diagnosticar dolencias gastrointestinales.
El
trabajo indica que el aire intestinal podría ser útil como biomarcador.
Proponen obtener la
información de los gases por el cultivo de heces o con sensores insertados en
cápsulas ingeribles con transmisión inalámbrica de datos.
20minutos, 13 de marzo de 2015
El doctor Magnus Von Neumann salió
del taxi negro y amarillo tapándose la nariz con un fino pañuelo de algodón
egipcio. Se acercó a la ventanilla del copiloto y entregó un billete al
conductor, recordándole con una sonrisa escondida tras el pañuelo que debía
decirle a su mujer que olvidase las coles de Bruselas durante un tiempo y sobre
todo que cuidase ese ojo de pollo que sin duda le saldría en unos días en el
pie derecho.
Algunos, sólo aquellos que leían
en sus descansos revistas médicas en lugar de licuarse el cerebro con las revistas
que hablan de las partes pudendas de las tonadilleras, lo reconocieron de
inmediato. Un urólogo joven y bien depilado se acercó sonriente y suplicó al
doctor hacerse un selfie, éste se
detuvo en mitad del rellano del hospital y aún con el pañuelo frente a la nariz
sonrió de nuevo. Más tarde, antes de entrar en el ascensor un par de enfermeras
veteranas lo abordaron, la más joven, para definirla de alguna forma, le
suplicó que le firmase el pecho izquierdo, y la otra se conformó con que le
olisquease el cuello. El bueno del doctor se prestó a todo, firmó la ubre y
olió el pescuezo, pasó suave el pañuelo por la punta de la nariz para eliminar
rastros y recomendó a la sanitaria que un poco de sexo anal no le iría mal a su
matrimonio. Y así huyeron las enfermeras una marcada como una res y otra
dispuesta a regalarle esa misma noche la cloaca a su marido siguiendo la
recomendación del gurú de la nariz de oro.
Por fin, tras besar a un par de
niños que le fueron entregados como ofrendas, estampar su firma en dos
recetarios y escupir en un frasco como recuerdo para un estudiante en prácticas,
el doctor Magnus Von Neumann, llegó al despacho de su colega Ramón Jacob i Capdevila
Carreter. Éste, no conocía personalmente al recién llegado, lo había visto en
una conferencia en Edimburgo en el noventa y nueve, donde un grupo de galenos
explicaban como el doctor Magnus Von Neumann había entrado en una consulta,
olisqueado brevemente y descubierto que la enfermedad del paciente, la cual ninguno
de ellos había podido descubrir, no era otra cosa que el síndrome del acento
extranjero, pudo determinar además que el joven doctor en prácticas consumía peligrosamente
grandes cantidades de nuez moscada y que la enfermera de turgentes pechos se
llamaba José Luís Ortega.
Se estrecharon la mano, se
sonrieron, intercambiaron algunos halagos, algunas palmaditas en la espalda y
se lamieron las mejillas, práctica que el vulgo desconoce pero que los médicos
del mundo hacen para mostrar su respeto. Una vez hecho esto se dirigieron a una
consulta, en ella esperaban un pequeño grupo de jóvenes doctores y un enfermo
que los observaba con la mirada que tiene el hombre maduro frente a un conjunto
de hombres que ya lo han visto demasiadas veces desnudo y a cuatro patas.
No fueron precisas las
presentaciones, todos lo conocían y el doctor Magnus Von Neumann se puso manos
a la obra, doblando cuidadosamente el pañuelo lo guardó en su americana de
tweed que a su vez colgó elegante en el cráneo del esqueleto de plástico que
observaba mudo en un rincón. Dio un par de pasos hacia el enfermo, los jóvenes se
apartaron, como se apartan las palomas al ver aterrizar una reluciente gaviota
y el paciente obedeciendo órdenes supuestas se colocó a cuatro patas sobre la
camilla, dejando que la bata resbalase por sus caderas y mostrando al mundo un
reluciente y peludo culo de agente de seguros.
No se acercó demasiado, se colocó
a un escaso metro del trasero del hombre, pero éste temeroso, pues ya habían
pasado por su grupa demasiados hombres encogió el ano hasta convertirlo en un minúsculo
punto, el doctor se sonrió ante el comprensible miedo del hombre y le pidió por
favor que se relajase, sus frías manos se mantendrían alejadas de sus orificios,
el hombre pudo relajarse, el médico cerró los ojos, aspiró suave y pausado, con
la palma de la mano atrajo el aire del ambiente a su millonaria nariz,
parpadeó, tomó un par de notas en un papelito que sacó del bolsillo y volvió a
olisquear. El doctor Capdevila y el resto de público observa absorto las
técnicas, que todos conocían, pues habían leído en el manual que el propio
doctor Magnus Von Neumann había escrito y que una famosa marca de judías en
lata regalaba al comprar el pack familiar, pero jamás habían visto. El doctor
rodeó al enfermo, siempre precedido por su hocico, dio un par de vueltas, tomó
más notas y por fin, se sentó, alargó la mano pidiendo al público un pañuelo de
papel, y como obedientes lacayos acercaron decenas de pañuelos, él eligió y se
limpió suavemente la nariz y un par de perlas de sudor que le moteaban la frente.
Ordenó al fin al vendedor de
seguros que se tumbase nuevamente, podía abandonar la posición perruna, ya
sabía que es lo que le sucedía. El respetable enmudeció, y eso significa que
dejaron de respirar, cerraron las bocas herméticamente y se acercaron al doctor
como se acercan los presos jóvenes al viejo presidiario para que les cuente
como eran las duchas de la cárcel antes de la aparición del jabón líquido.
Cuando el doctor Magnus Von
Neumann abandonó el edificio, los jóvenes galenos y el veterano doctor Ramón
Jacob Capdevila i Carreter seguían en el consultorio, mirando absortos
intermitentemente la silla vacía y al vendedor de seguros que había posado su
desnudo culo en la fría imitación de piel de la camilla. Niente dijo en italiano Von Neumann a pesar de su evidente origen escandinavo,
niente di niente, insistió. Explicó
mientras se ponía la americana y cerraba la boca al absorto esqueleto que ese
señor de ahí, el señor que obediente había prestado sus cachas a todo hombre
con bata blanca que había pasado por detrás suyo no tenía nada. Nada de nada, niente di niente, era lo que se conoce
como un hombre espejo. Preguntó al paciente como se llamaba su último cliente,
ese hombre que sin duda pesaba más de cien y menos de doscientos y que por
supuesto había tomado en su última visita cuatro o cinco pastillas de regaliz.
No hizo falta que paciente abriese la boca, ya lo hizo el doctor. Su último
cliente, al cual por el olor acre que rezumaba le había endosado una póliza de
decesos, sufría un grave caso de ulcera estomacal, nada que ver con un simple
ardor, como creía él. El hombre que instantes antes había estado a cuatro patas,
estaba tan sano como un niño de teta, un hombre espejo, que copiaba las
enfermedades, la única recomendación que pudo hacerle, es que abandonase su
oficio, que renunciase a los seguros y que se dedicase a la venta ambulante de
flores o del algún otro vegetal, en cuanto al gordo ulceroso, le quedaba bien
poco para reventar como una manguera.
Subió a un taxi y no tuvo más
remedio que volver a ponerse el pañuelo frente a la nariz, observó el
ambientador con forma de pino colgado del retrovisor y supo que sería un viaje
largo pues ese hombre le contaría sin duda los infinitos cuernos que su mujer
le ponía con él panadero, aunque el conductor aún no sabía que no era sólo con
el panadero, ese coche no olía sólo a levadura y a pino.
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