martes, 17 de marzo de 2015

LA NARIZ DEL DOCTOR MAGNUS VON NEUMANN


Las flatulencias podrán utilizarse para detectar enfermedades
Investigadores de Australia han encontrado la manera de aprovechar estos gases para diagnosticar dolencias gastrointestinales.
El trabajo indica que el aire intestinal podría ser útil como biomarcador.
Proponen obtener la información de los gases por el cultivo de heces o con sensores insertados en cápsulas ingeribles con transmisión inalámbrica de datos.
20minutos, 13 de marzo de 2015

El doctor Magnus Von Neumann salió del taxi negro y amarillo tapándose la nariz con un fino pañuelo de algodón egipcio. Se acercó a la ventanilla del copiloto y entregó un billete al conductor, recordándole con una sonrisa escondida tras el pañuelo que debía decirle a su mujer que olvidase las coles de Bruselas durante un tiempo y sobre todo que cuidase ese ojo de pollo que sin duda le saldría en unos días en el pie derecho.

Algunos, sólo aquellos que leían en sus descansos revistas médicas en lugar de licuarse el cerebro con las revistas que hablan de las partes pudendas de las tonadilleras, lo reconocieron de inmediato. Un urólogo joven y bien depilado se acercó sonriente y suplicó al doctor hacerse un selfie, éste se detuvo en mitad del rellano del hospital y aún con el pañuelo frente a la nariz sonrió de nuevo. Más tarde, antes de entrar en el ascensor un par de enfermeras veteranas lo abordaron, la más joven, para definirla de alguna forma, le suplicó que le firmase el pecho izquierdo, y la otra se conformó con que le olisquease el cuello. El bueno del doctor se prestó a todo, firmó la ubre y olió el pescuezo, pasó suave el pañuelo por la punta de la nariz para eliminar rastros y recomendó a la sanitaria que un poco de sexo anal no le iría mal a su matrimonio. Y así huyeron las enfermeras una marcada como una res y otra dispuesta a regalarle esa misma noche la cloaca a su marido siguiendo la recomendación del gurú de la nariz de oro.
Por fin, tras besar a un par de niños que le fueron entregados como ofrendas, estampar su firma en dos recetarios y escupir en un frasco como recuerdo para un estudiante en prácticas, el doctor Magnus Von Neumann, llegó al despacho de su colega Ramón Jacob i Capdevila Carreter. Éste, no conocía personalmente al recién llegado, lo había visto en una conferencia en Edimburgo en el noventa y nueve, donde un grupo de galenos explicaban como el doctor Magnus Von Neumann había entrado en una consulta, olisqueado brevemente y descubierto que la enfermedad del paciente, la cual ninguno de ellos había podido descubrir, no era otra cosa que el síndrome del acento extranjero, pudo determinar además que el joven doctor en prácticas consumía peligrosamente grandes cantidades de nuez moscada y que la enfermera de turgentes pechos se llamaba José Luís Ortega.
Se estrecharon la mano, se sonrieron, intercambiaron algunos halagos, algunas palmaditas en la espalda y se lamieron las mejillas, práctica que el vulgo desconoce pero que los médicos del mundo hacen para mostrar su respeto. Una vez hecho esto se dirigieron a una consulta, en ella esperaban un pequeño grupo de jóvenes doctores y un enfermo que los observaba con la mirada que tiene el hombre maduro frente a un conjunto de hombres que ya lo han visto demasiadas veces desnudo y a cuatro patas.
No fueron precisas las presentaciones, todos lo conocían y el doctor Magnus Von Neumann se puso manos a la obra, doblando cuidadosamente el pañuelo lo guardó en su americana de tweed que a su vez colgó elegante en el cráneo del esqueleto de plástico que observaba mudo en un rincón. Dio un par de pasos hacia el enfermo, los jóvenes se apartaron, como se apartan las palomas al ver aterrizar una reluciente gaviota y el paciente obedeciendo órdenes supuestas se colocó a cuatro patas sobre la camilla, dejando que la bata resbalase por sus caderas y mostrando al mundo un reluciente y peludo culo de agente de seguros.
No se acercó demasiado, se colocó a un escaso metro del trasero del hombre, pero éste temeroso, pues ya habían pasado por su grupa demasiados hombres encogió el ano hasta convertirlo en un minúsculo punto, el doctor se sonrió ante el comprensible miedo del hombre y le pidió por favor que se relajase, sus frías manos se mantendrían alejadas de sus orificios, el hombre pudo relajarse, el médico cerró los ojos, aspiró suave y pausado, con la palma de la mano atrajo el aire del ambiente a su millonaria nariz, parpadeó, tomó un par de notas en un papelito que sacó del bolsillo y volvió a olisquear. El doctor Capdevila y el resto de público observa absorto las técnicas, que todos conocían, pues habían leído en el manual que el propio doctor Magnus Von Neumann había escrito y que una famosa marca de judías en lata regalaba al comprar el pack familiar, pero jamás habían visto. El doctor rodeó al enfermo, siempre precedido por su hocico, dio un par de vueltas, tomó más notas y por fin, se sentó, alargó la mano pidiendo al público un pañuelo de papel, y como obedientes lacayos acercaron decenas de pañuelos, él eligió y se limpió suavemente la nariz y un par de perlas de sudor que le moteaban la frente.
Ordenó al fin al vendedor de seguros que se tumbase nuevamente, podía abandonar la posición perruna, ya sabía que es lo que le sucedía. El respetable enmudeció, y eso significa que dejaron de respirar, cerraron las bocas herméticamente y se acercaron al doctor como se acercan los presos jóvenes al viejo presidiario para que les cuente como eran las duchas de la cárcel antes de la aparición del jabón líquido.
Cuando el doctor Magnus Von Neumann abandonó el edificio, los jóvenes galenos y el veterano doctor Ramón Jacob Capdevila i Carreter seguían en el consultorio, mirando absortos intermitentemente la silla vacía y al vendedor de seguros que había posado su desnudo culo en la fría imitación de piel de la camilla. Niente dijo en italiano Von Neumann a pesar de su evidente origen escandinavo, niente di niente, insistió. Explicó mientras se ponía la americana y cerraba la boca al absorto esqueleto que ese señor de ahí, el señor que obediente había prestado sus cachas a todo hombre con bata blanca que había pasado por detrás suyo no tenía nada. Nada de nada, niente di niente, era lo que se conoce como un hombre espejo. Preguntó al paciente como se llamaba su último cliente, ese hombre que sin duda pesaba más de cien y menos de doscientos y que por supuesto había tomado en su última visita cuatro o cinco pastillas de regaliz. No hizo falta que paciente abriese la boca, ya lo hizo el doctor. Su último cliente, al cual por el olor acre que rezumaba le había endosado una póliza de decesos, sufría un grave caso de ulcera estomacal, nada que ver con un simple ardor, como creía él. El hombre que instantes antes había estado a cuatro patas, estaba tan sano como un niño de teta, un hombre espejo, que copiaba las enfermedades, la única recomendación que pudo hacerle, es que abandonase su oficio, que renunciase a los seguros y que se dedicase a la venta ambulante de flores o del algún otro vegetal, en cuanto al gordo ulceroso, le quedaba bien poco para reventar como una manguera.

Subió a un taxi y no tuvo más remedio que volver a ponerse el pañuelo frente a la nariz, observó el ambientador con forma de pino colgado del retrovisor y supo que sería un viaje largo pues ese hombre le contaría sin duda los infinitos cuernos que su mujer le ponía con él panadero, aunque el conductor aún no sabía que no era sólo con el panadero, ese coche no olía sólo a levadura y a pino.

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