Uno debe hacerse a los lugares. Y en eso estamos querido
público, en adaptarnos a un nuevo ritmo, en mi nueva cueva o madriguera, o como
dice Bruce la “Batcueva” o incluso como
dice Tino mi burdel del amor a quemarropa, sea lo que sea eso.
Tras visitar varios y diversos palomares y tugurios, mis
huesos han caído derrotados en mi nueva morada, un estudio que soñaría
parisino, pero que sin embargo y quizá por suerte está en mi viejo y amado
barrio.
La tercera o cuarta noche, estaba sentado en mi nuevo sofá
alquilado, leyendo y mirando a la pared donde algún día habrá un televisor,
cuando de pronto sin previo aviso, como suelen darse estas situaciones, una
dama de edad indeterminada empezó a gemir. No muy lejos, oía su respiración entrecortada
y sus jadeos como si en cualquier momento pudiera salir de dentro de la nevera que
se aposta en medio del salón, sus resuellos eran tan claros que podría estar
perfectamente tras del sofá.
Puse el punto del libro en la página donde el fulgor sexual
de la desconocida me había interrumpido y como un lebrel olisqueé el ambiente
con la intención de localizar el olor almizcleño del sexo. Mi trompa se detuvo
en la puerta, curioseé a través de la mirilla con la intención de encontrarme
una escena tórrida en el rellano, pero no hubo suerte.
Y una vez más sin avisar, el gemido se interrumpió, para reaparecer
de nuevo, pero mis oídos me indicaban que algo no cuadraba, no era el mismo
jadeo, ¡Era otra mujer! Con un simple ¡La madre que me parió! Dejé bien claro
lo sorprendido que estaba tenía un vecino que, como se dice en mi ambiente,
estaba dando Camboya a dos muchachas.
¿He dicho dos? Hasta siete gemidos distintos escuché, ¡eso
era Camboya, Vietnam y la guerra de las Galias todas juntas! Recorría mi
cubículo con las manos en la cabeza, incrédulo de mí, no vivía en un edificio
normal, estaba en un “burdelaco” y yo lo único que tenía era un paquete de
incienso erótico, que de erótico tiene la muchacha semidesnuda en la publicidad
y ya.
Salí al balcón y ojeé lo que en el campo debía ser una noche
estrellada pero en mi ciudad, en mi barrio era oscuridad como sobaco de mono,
seguía escuchando los bufidos, recorrí por última vez mi apartamento y por fin
cesó, pero cuál fue mi sorpresa al descubrir que la última muchacha que disfrutaba de los
vapores del sexo se había convertido de súbito en un señor, que a juzgar por su
voz rondaba los cincuenta y éste no gemía, por el contrario comentaba la última
derrota del Real Madrid indicando que si somos lo que comemos en se momento
Iker Casillas era un gol.
¡Porno! ¡Maldita sea, era porno! Mi vecino debe ser la
única persona entre los ríos Besós y Llobregat que paga por el porno, canales y
canales de pornografía, nada de esperar a que se cargue el vídeo, un clic y una
orgía, otro clic y un bukake. ¡Ese es
mi vecino! El mismo que tras aliviarse, tras pasear su mente por la cama de
siete damas y por la mesa de un comentarista
deportivo se puso a roncar como un bendito, como un tocino empapuzado. Y
vive dios que esa noche, en ese recóndito edificio había dos hombres aliviados.
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