La mecha se puede hacer con un trozo de tela. Se empapa con
el aceite de la lata excepto uno de sus extremos, la parte empapada se sumerge
en el aceite y el extremo seco se deja fuera, se le prende fuego y si bien no
es ni un foco ni un mechero bunsen sirve para alumbrar. Y con esa lumbre y un
paquete de chester me senté en la
celda o el chabolo como le llaman los más jóvenes a observar las sombras y las
siluetas que rellenaban la noche del módulo 2.
El Chino me sonrió desde la puerta, mostrando la oscuridad
de sus mellas que era más oscura que la oscuridad misma, mirándome con las
pupilas dilatadas y me fijé una vez más en el tatuaje en forma de lágrima que
tenía bajo el ojo derecho, “llorando por una sociedad corrupta” dijo una vez.
Me sonrió y señaló el paquete de cigarrillos, cogió uno y lo encendió con la
mecha de la lumbre improvisada:
—¿No
quieres salir a dar un voltio viejo? La noche es nuestra.
—Me
quedo aquí Chino, fumando tranquilo —dije
cogiendo mi pierna derecha para cruzarla sobre la izquierda.
“Tu verás” y desapareció de nuevo en la oscuridad. Eso no
terminaría en motín, supongo que alguien más que yo lo sabría, el otro viejo
del módulo quizá, don Sancho, como yo le llamaba o “La Diosa” como lo conocían
los demás reclusos, él seguro que lo sabría y seguro que al otro lado de la
galería, en su celda, actuaba igual que yo, fumando tranquilo, sin salir a ver
el percal. Eso no terminaría en motín, había vivido el motín del setenta y dos
y luego el del ochenta y nueve, y viviría esa noche a la que nunca llamarán
motín, sino la noche del apagón, sin más.
Cuando uno lleva más tiempo dentro que fuera, siente los
muros como parte de sí mismo, los nota latir, cruje una viga y cruje un hueso,
es lo mismo. Se camina lento por qué uno puede predecir los movimientos de los
demás, se aparta en el comedor antes de que el ofendido se sienta ofendido y se
levante para mostrarle lo duro que tiene los nudillos al ofensor.
Ahora en esa oscuridad, en la quietud de mi celda, donde
fumo y lo único que se mueve es el humo que escupe mi nariz y la sombra de mi
cabeza recortada sobre los pechos de Gina Lollobrigida en la pared, ya sé lo
que sucede. Lo sé incluso mejor que cuando hay luz, podría haber sacado el
cigarrillo antes de que apareciese el Chino, encenderlo y tenerlo preparado
para cuando llegase. Sé también, que los mulatos están apostados a la puerta de
su celda, temerosos, tienen miedo que el gitano Chico y sus dos primos
aparezcan en la oscuridad y les partan el alma, pero eso no sucederá por qué
Chico le habrá comprado unas micras a Marcelino y se estarán chutando en su
celda haciendo burbujear la droga en una cuchara. Sé que Marcelino pasea como
una rata junto a la pared del pasillo, introduciendo la cabeza en las celdas y
recordando que esa noche el mercado está abierto, lo sé antes de que pase
frente a la mía saludando con la cabeza sin ofrecerme nada. Lo sé todo, todo lo
que hace falta para vivir en la penumbra, hace cuarenta y tres años que
apagaron la luz y yo aprendí a caminar a tientas.
Y a veces, saber tanto, compartir los latidos con toda esa
gente, compartir el pulso con un edificio es agotador, cuando uno ha echado
raíces en una institución sólo hay una forma de salir, como hizo Popeye el
chavalín de mandíbula prominente que se colgó en la celda o reventando como una
castaña que ha estado demasiado tiempo al fuego. Y yo sé cómo va a terminar
ésta noche, ¿cómo no lo voy a saber?
Las colillas se han convertido en una especie de masa cruda
en la taza con agua que uso como cenicero y mientras enciendo otro chester con la colilla aún humeante del
anterior, Luisito el canario enjaulado me enseña por enésima vez la foto de su
tercera hija, me enseña la foto y el tatuaje de su panza, una obra de arte hecha
por el tatuador de la galería.
—Es
la tercera niña Viejo —me
dice mientras se acaricia la panza.
—Lo
sé, la tercera que tienes estando aquí dentro —sonríe
el fecundador— tienes
que portarte bien para salir.
—Cuándo
salga trabajaré en el bar de mi suegro, Viejo, y podré mantener a mis mujeres.
No sé mucho de lo que pasa fuera, pero el bar del suegro
está en Barbate y ese atún de panza tatuada servirá copas durante dos días y al
tercero amanecerá con una cadena de oro al cuello que apestará a chocolate. Eso
lo puedo jurar.
—Claro
que sí Luisito, claro que sí.
De nuevo en soledad arrugo el paquete vacío de cigarrillos y
meto la mano debajo del colchón para sacar otro, lo desprecinto y sigo con la
fumata. Cuando uno asume que su alma quedará atrapada en esos muros pierde
lastre, en realidad lo suelta, los sueños pesan, como le pesan los ladrillos al
que se hunde en el río, y sin ellos, sin los sueños, uno puede llegar a flotar.
Supe, no sé si demasiado temprano, que las puertas nunca se abrirían para mí,
que vería salir a los muchachos, y que yo permanecería ahí, igual que cuando me
quedo para ver los títulos de crédito de las películas que nos ponen, solo.
Oigo gritar a un par de guardias, ésta noche puede que muera
alguien en la cárcel pero que se relajen, no serán ellos. Ellos gritan, miedo,
gritan de miedo, como grita el cazador cuando hay demasiados jabalíes para una
sola escopeta, los oigo al fondo y luego las carcajadas de los valientes que
son valientes en grupo, que son valientes a oscuras, pero que son cobardes a la
luz del día y de uno en uno.
Seguiré fumando, sin soñar, sin imaginarme pastos verdes,
sin pensar en la arena blanca de alguna playa que nunca he conocido y que nunca
pisaré. Fumando en blanco, en blanco en la negrura del apagón que ha pintado de
negro el módulo 2 y los cigarros son mi cuenta atrás, el colchón está vacío, es
el último paquete y mis pulmones devoran la nicotina, mi lengua humedece filtro
tras filtro y me sale humo por todos los poros. Cómo un viejo que es tan viejo
como los muros, que es tan duro como los barrotes, que es tan culpable como una
rata que mata a otra rata, como un viejo como yo, de tatuaje de cinco puntos,
de pulmones de hollín sabe que cigarro tras cigarro llega el final.
El último cigarro, soy interrumpido, el Muecas entiende que
esa mirada, que esos ojos que centellean no son de charla, sabe por un momento
que algo está pasando en esa celda, que está más oscura, que las demás, que el
humo se acumula en el techo por algún motivo y grita, de pronto grita y yo
sostengo el último cigarro entre mis dedos amarillos, alargándose la ceniza,
vuelve a gritar, llama a la Diosa, a don Sancho, ¿A quién sino? Y el viejo, el
otro viejo, suspira y da dos, tres cuatro palmas y el silencio atraviesa el
pasillo y se arremolinan a las puertas de mi celda. Entra don Sancho que es una
diosa que es un dios, y me pone la palma de la mano en la frente y me cierra
los párpados. Y mi alma si es que tenemos de eso, se mezcla entre el humo que
se niega a dispersarse.
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