martes, 16 de junio de 2015

AQUÍ NO HAY REDENCIÓN

El cura vivía junto a la iglesia, en una enorme casa de puertas de hierro forjado. Golpeó la puerta una, dos, tres veces, hasta que le dolió la mano, pero no recibió respuesta, apretó el timbre, un acto que pudiera parecer civilizado, pero que se convirtió en otra llamada violenta, presionó hasta que el timbre se fundió o se pudrió y se apagó en un graznido.

Miró a su izquierda, hacia arriba y observó las gárgolas de la iglesia, monstruosos vigilantes de la casa del prójimo, que custodian la entrada, no puede entrar cualquiera en la casa del señor, el amor no es para todos, el perdón no es para todos. ¿Dónde está su perdón?, ¿Dónde su redención? Cuándo abandonó la humedad de los callejones, cuando se arrancó como una costra la cerveza y la cocaína, le prometieron. Y una vez más lo habían defraudado. Su mujer había amanecido sobre un charco de vómito. Muerta. Tiesa como las gárgolas de piedra. Y ahora con seis latas de cerveza barata que ya se había desparramado por su gaznate y un gramo de anestesia blanca en polvo con el que había empapuzado su nariz golpeaba la puerta de los mentirosos.
Agarró las rejas de la iglesia, con ambas manos y las zarandeó, con fuerza, temblando verja y brazo, retumbando con el sonido del metal oxidado, eran las verjas o sus brazos, no lo sabía, pero gritaba, miró al cielo y gritó, la sombra de su barba, como la de las ilustraciones de lucifer, se alargaba en el pavimento, y siguió gritando. Escaló un metro, cayó al suelo, de espaldas, como un saco, como un corzo abatido por el disparo de un cazador, pero a diferencia del venado, él se levantó y volvió a trepar, para caer esta vez desde dos metros.
Cuando logró aterrizar del otro lado, tenía la espalda ensangrentada, la camiseta rasgada y las palmas de las manos le latían, como un corazón recién arrancado, aún vivo. Apretó los puños y volvió a gritar, un puñado de palomas enfermas salió volando de algún rincón de una de las torres de la iglesia, volando en círculos desesperados, sin rumbo. Él tenía rumbo, él tenía un objetivo, encontraría al mentiroso, lo encontraría y miraría a su dios, colgado de un madero y le pediría explicaciones. Posó las manos sobre la madera de la puerta principal, agujereada por la carcoma y empujó, apretó los dientes y volvió a empujar, enrojeció y volvió a empujar, sus huesos, sus músculos, sus muelas crujían junto con la madera, las bisagras empezaron a rechinar, la madera chilló, muerta y seca chilló, y como se esfuma con el viento la ceniza de un papel quemado se derrumbó bajo sus manos.
Su mirada atravesó el aire enrarecido, contaminado con la llama miedosa de las velas y el humo dulzón del incienso, atravesó ese aire encerrado entre gruesas paredes e impactó contra la sotana del cura que casi se tambaleó. Con la respiración alborotada, que le inflaba y desinflaba el pecho cruzó el umbral de la puerta, abriendo y cerrando los puños doloridos, con la piel tersa, roja y palpitante. El sacerdote miró a su alrededor, sabiendo que lo único que le protegía era la imagen tallada del hijo crucificado de un dios y se le antojó insuficiente. Con la boca entreabierta, la barba húmeda y el ceño fruncido, comenzó a correr hacia el púlpito, cruzando el pasillo central con grandes zancadas, los antebrazos tatuados se balanceaban hacia adelante y hacia atrás y el cuello se les estiraba como el de una tortuga. Saltó sobre el sacerdote, lo agarró de la sotana y ambos rodaron por el suelo, hasta que él quedo sobre el asustado religioso, le agarró la cara con ambas manos, apretándole los pómulos, metiéndole los dedos en ojos y boca y soltando chorros de baba sobre el rostro preso gritó:
¿Dónde está tu dios ahora?
El hombrecillo que ya se había orinado encima, no lograba articular palabra, con la boca llena de dedos sólo lograba salivar en exceso y este exceso empapaba las manos del captor y chorreaba por sus mejillas mezclándose con las lágrimas.
¿Dónde está tu dios asesino, el que ha matado a mi compañera?
Cómo si de un almohadón de plumas se tratase lo alzó sobre su cabeza y lo lanzó contra la pared, el cura cayó y se acurrucó en una esquina. Tiró cáliz, candelabros y biblia al suelo, giró sobre sí mismo, desgañitando su garganta con un alarido que poco tenía de humano y por fin posó de nuevo la mirada sobre el saco de temores vestido de cura.
Dejé la bebida, dejé la droga, olvidé para que usaba los puños y recibí a este trozo de madera con amor ­dijo señalando la estatua del hombre crucificado ¿Y así me lo pagas?
El sacerdote intentó levantarse, pero él mucho más calmado posó la suela de su bota en el hombro del cura.
No intentes levantarte, no intentes hablar, esto no será un juicio justo, aquí no hay redención, aquí no hay perdón, entre estos muros no hay misericordia, ahora lo sé, entre estas paredes no hay clemencia, tu dios no la reparte, tú no la repartes y yo no la repartiré.
La mandíbula golpeada por la bota sonó como suenan las ramas secas que se parten bajo una tormenta, se quebró y con ese chasquido se mezcló el grito doloroso del hombre golpeado. Cayó de nuevo sobre el hombre, como cae el águila sobre la liebre, y fijó la mirada en sus ojos, hasta que estuvo seguro que lo miraba y entonces cerró el puño y poco a poco lo introdujo en la boca desencajada del clérigo, fueron desapareciendo falanges en su interior y los ojos se le abrían cada vez más, desaparecieron entonces los nudillos y por fin desapareció el pulgar y el gorgoteo como el aire burbujeante que sale de un desagüe atascado, fue el estertor, fue el sonido final, el que le indicó que ya podía sacar puño y antebrazo de la garganta del hombre muerto.

Enmarcado en la puerta que dejaba entrar el sol de la mañana que se desparramaba sobre el suelo violado de la iglesia tomó un largo trago del vino de misa que había cogido de la sacristía, un largo trago, dos largos tragos y cuando la botella estuvo vacía la dejó con cuidado dentro de la pila del agua vendita, se mojó los dedos, se santiguó y desapareció en la luz blanquecina.

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