El cura vivía junto a la iglesia, en una enorme casa de
puertas de hierro forjado. Golpeó la puerta una, dos, tres veces, hasta que le
dolió la mano, pero no recibió respuesta, apretó el timbre, un acto que pudiera
parecer civilizado, pero que se convirtió en otra llamada violenta, presionó
hasta que el timbre se fundió o se pudrió y se apagó en un graznido.
Miró a su izquierda, hacia arriba y observó las gárgolas de
la iglesia, monstruosos vigilantes de la casa del prójimo, que custodian la
entrada, no puede entrar cualquiera en la casa del señor, el amor no es para
todos, el perdón no es para todos. ¿Dónde está su perdón?, ¿Dónde su redención?
Cuándo abandonó la humedad de los callejones, cuando se arrancó como una costra
la cerveza y la cocaína, le prometieron. Y una vez más lo habían defraudado. Su
mujer había amanecido sobre un charco de vómito. Muerta. Tiesa como las
gárgolas de piedra. Y ahora con seis latas de cerveza barata que ya se había
desparramado por su gaznate y un gramo de anestesia blanca en polvo con el que
había empapuzado su nariz golpeaba la puerta de los mentirosos.
Agarró las rejas de la iglesia, con ambas manos y las
zarandeó, con fuerza, temblando verja y brazo, retumbando con el sonido del
metal oxidado, eran las verjas o sus brazos, no lo sabía, pero gritaba, miró al
cielo y gritó, la sombra de su barba, como la de las ilustraciones de lucifer,
se alargaba en el pavimento, y siguió gritando. Escaló un metro, cayó al suelo,
de espaldas, como un saco, como un corzo abatido por el disparo de un cazador,
pero a diferencia del venado, él se levantó y volvió a trepar, para caer esta
vez desde dos metros.
Cuando logró aterrizar del otro lado, tenía la espalda
ensangrentada, la camiseta rasgada y las palmas de las manos le latían, como un
corazón recién arrancado, aún vivo. Apretó los puños y volvió a gritar, un
puñado de palomas enfermas salió volando de algún rincón de una de las torres
de la iglesia, volando en círculos desesperados, sin rumbo. Él tenía rumbo, él
tenía un objetivo, encontraría al mentiroso, lo encontraría y miraría a su
dios, colgado de un madero y le pediría explicaciones. Posó las manos sobre la madera
de la puerta principal, agujereada por la carcoma y empujó, apretó los dientes
y volvió a empujar, enrojeció y volvió a empujar, sus huesos, sus músculos, sus
muelas crujían junto con la madera, las bisagras empezaron a rechinar, la
madera chilló, muerta y seca chilló, y como se esfuma con el viento la ceniza
de un papel quemado se derrumbó bajo sus manos.
Su mirada atravesó el aire enrarecido, contaminado con la
llama miedosa de las velas y el humo dulzón del incienso, atravesó ese aire
encerrado entre gruesas paredes e impactó contra la sotana del cura que casi se
tambaleó. Con la respiración alborotada, que le inflaba y desinflaba el pecho
cruzó el umbral de la puerta, abriendo y cerrando los puños doloridos, con la
piel tersa, roja y palpitante. El sacerdote miró a su alrededor, sabiendo que
lo único que le protegía era la imagen tallada del hijo crucificado de un dios
y se le antojó insuficiente. Con la boca entreabierta, la barba húmeda y el
ceño fruncido, comenzó a correr hacia el púlpito, cruzando el pasillo central
con grandes zancadas, los antebrazos tatuados se balanceaban hacia adelante y
hacia atrás y el cuello se les estiraba como el de una tortuga. Saltó sobre el
sacerdote, lo agarró de la sotana y ambos rodaron por el suelo, hasta que él
quedo sobre el asustado religioso, le agarró la cara con ambas manos,
apretándole los pómulos, metiéndole los dedos en ojos y boca y soltando chorros
de baba sobre el rostro preso gritó:
—¿Dónde
está tu dios ahora?
El hombrecillo que ya se había orinado encima, no lograba
articular palabra, con la boca llena de dedos sólo lograba salivar en exceso y
este exceso empapaba las manos del captor y chorreaba por sus mejillas
mezclándose con las lágrimas.
—¿Dónde
está tu dios asesino, el que ha matado a mi compañera?
Cómo si de un almohadón de plumas se tratase lo alzó sobre
su cabeza y lo lanzó contra la pared, el cura cayó y se acurrucó en una
esquina. Tiró cáliz, candelabros y biblia al suelo, giró sobre sí mismo, desgañitando
su garganta con un alarido que poco tenía de humano y por fin posó de nuevo la
mirada sobre el saco de temores vestido de cura.
—Dejé
la bebida, dejé la droga, olvidé para que usaba los puños y recibí a este trozo
de madera con amor —dijo
señalando la estatua del hombre crucificado—
¿Y así me lo pagas?
El sacerdote intentó levantarse, pero él mucho más calmado
posó la suela de su bota en el hombro del cura.
—No
intentes levantarte, no intentes hablar, esto no será un juicio justo, aquí no
hay redención, aquí no hay perdón, entre estos muros no hay misericordia, ahora
lo sé, entre estas paredes no hay clemencia, tu dios no la reparte, tú no la
repartes y yo no la repartiré.
La mandíbula golpeada por la bota sonó como suenan las ramas
secas que se parten bajo una tormenta, se quebró y con ese chasquido se mezcló
el grito doloroso del hombre golpeado. Cayó de nuevo sobre el hombre, como cae
el águila sobre la liebre, y fijó la mirada en sus ojos, hasta que estuvo
seguro que lo miraba y entonces cerró el puño y poco a poco lo introdujo en la
boca desencajada del clérigo, fueron desapareciendo falanges en su interior y
los ojos se le abrían cada vez más, desaparecieron entonces los nudillos y por
fin desapareció el pulgar y el gorgoteo como el aire burbujeante que sale de un
desagüe atascado, fue el estertor, fue el sonido final, el que le indicó que ya
podía sacar puño y antebrazo de la garganta del hombre muerto.
Enmarcado en la puerta que dejaba entrar el sol de la mañana
que se desparramaba sobre el suelo violado de la iglesia tomó un largo trago
del vino de misa que había cogido de la sacristía, un largo trago, dos largos
tragos y cuando la botella estuvo vacía la dejó con cuidado dentro de la pila
del agua vendita, se mojó los dedos, se santiguó y desapareció en la luz
blanquecina.
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