Espero que
comprendan, no diré nombres, todos los nombres que aparecen en este relato son
falsos, por motivos evidentes me resulta imposible revelar identidades,
principalmente por qué yo soy uno de los principales implicados en el embrollo.
A principios de
mil novecientos, ahora ya saben más o menos en que época está ubicada la
historia, la heroína era la droga de moda, artistas, políticos y gente pública
la consumía que daba gusto verlos y digo que daba gusto verlos por qué yo era
lo que más tarde se conocería como camello o dealer, pero en esa época no existía aún un nombre para lo que yo
hacía, así que simplemente la gente decía: “Contacta con Julius”.
Adelbert
Leuenberger no era más que un gordo repugnante, íntimo amigo mío, pero a la
postre un gordo repugnante, vicioso como ninguno. Yo tenía en nómina a un
huérfano húngaro llamado Andris, que vivía en una pensión inmunda de Heidelberg,
muy cerca de la Universidad, ¿y por qué tenía apostado ahí a ese muchacho? El
bueno de Adelbert, salía pitando de la universidad, tras dar su última clase
para encontrarse con Andris que le entregaría puntualmente su dosis de heroína.
Luego Leuenberger correría a su apartamento para endulzarse la tarde hasta
quedar totalmente grogui sobre el sofá.
Les explicaré que
Adelbert Leuenberger era una verdadera eminencia en ciencias económicas, hordas
de estudiantes venían de todas partes de Alemania y de Europa para presenciar
una de sus cátedras, una celebridad en lo suyo vamos. Y además de todo eso era
un auténtico adicto, no había tarde que faltase a su cita con Andris, el
huérfano le daba el paquetito, él el dinero y ahí terminaba todo, a casa a
ajumarse.
Ese era el
contexto. Recibí un buen día un telegrama que no esperaba recibir. Mi relación
con Adelbert era escasa, teníamos una dilatada amistad, pero si no recibía
noticias suyas significaba que todo andaba bien, que Andris hacía las entregas
y que él era feliz, recibí un telegrama la mañana del uno de diciembre de… la
mañana del uno de diciembre a secas, era de Leuenberger y no traía buenas
noticias:
Arnold. STOP. Adris desaparecido. STOP. Síndrome. STOP. Mucho síndrome. STOP. Quiero matar. STOP.
Hice un par de
averiguaciones, en nuestro mundillo la gente se conoce y no es difícil indagar el
paradero de alguien. Adris, el muy…, había huido con una sirvienta Polaca.
Además el cretino había dejado todo el dinero en la pensión, así que a pesar de
ser un memo era buena persona, supuse que era verdadero amor y que no me había
estafado. Pero el verdadero problema era que uno de mis mejores clientes estaba
excretando ríos de sudor semidesnudo en un rincón de su apartamento de Heidelberg.
Un hombre de mi posición, una muy alta posición en los bajos fondos de
Frankfurt no puede abandonar la ciudad sin arreglar ciertos asuntos, así que
dejé a cargo de mi oficina, y ahí deben leer sótano insalubre, a mi secretaria,
barra amante, barra criada, barra adicta, Erika y a su hermano Ritter un adicto,
esta vez sin barra. Les entregué la lista de clientes, las dosis separadas y
deposité en ellos la esperanza de que no terminasen con la heroína antes de
venderla.
Llegué a Heidelberg
la mañana del ocho de diciembre, un frío atroz, nieve y viento y tres cuartos
de hora esperando en la puerta de Adelbert. Por fin abrió. Me abrazó, me beso y
me lamió la cara, como un enorme dogo, como un sudoroso, rabioso y famélico
dogo alemán. El apartamento estaba destruido, las sillas rotas, el papel de las
paredes arrancado, libros y documentos esparcidos por el suelo como las hojas
secas de un parque y Leuenberger en calzones, con la tripa brillante de sudor y
unas ojeras que le colgaban hasta la mitad de la cara.
No podía ni
cocinar, así que aparté los restos de salchichas de la mesa camilla y con
cuidado hice la mezcla en una cuchara y le preparé la dosis. Quiso otra, había
pagado, ya estaba más tranquilo y pudo preparársela él. Caminé por el
apartamento para terminar en la cocina, me serví una copa de vino y me encendí
un cigarrillo, sabía que un adicto necesitaba intimidad y más intimidad después
de haberlo pasado tan mal por culpa del enamoradizo de Andris. Sonó el timbre
de la puerta, pasaron varios minutos y entendí que Leuenberger no estaba en
condiciones de atender, así que salí para ver quién era.
—¿Adelbert Leuenberger?
—¿Quién pregunta?
—Dije observando a los dos hombres vestidos de negro y con un acento sueco que
echaba para atrás.
—Él es Alfred Axelsson
y yo soy Erling Olofsson, nos envían para llevar al señor Leuenberger a la
entrega de premios.
—¿Premios?
—Los Nobel señor…
Cerré la puerta y
dejé a los suecos en el rellano. Me pasé la mano por la frente y entré en el
salón, fuese cual fuese el estado del gordo Adelbert tenía que despertarlo y ….
La lengua como la de una vaca colgaba de su boca, los ojos de tan hinchados
parecían huevos pasados por agua y la tonalidad violácea de su rostro me dijo
que Leuenberger estaba disfrutando de su última dosis con los dioses. Que
estaba muerto vamos. Miré a mí alrededor y vi su abrigo, su sombrero y su
bastón. A regañadientes me vestí con las prendas de Adelbert y volví a abrir la puerta.
—¿Señor, qué ha
sucedido?
—Los nervios, ya
saben.
—¿Usted es…?
—El mismo…
¿Vamos?
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