jueves, 8 de enero de 2015

DE NUEVO FRIDA Y AHORA CHAVELA

Antes de empezar quisiera decir que este texto ha sido autorizado por la máxima autoridad de mi casa: mi gata sénior, Frida, ha levantado el veto que sobre mis letras había recaído y me ha permitido que vuelva a escribir sobre ella.
Dicho lo cual… hay veces que uno debe estar orgulloso de sí mismo. Sin altanería, sin prepotencia. Orgulloso. Tomé las riendas de una situación que se antojaba de antemano desbocada y que podía terminar de forma dramática.
—¡Chavela se ha caído por el balcón!

El lector sabrá darle la entonación precisa a esta frase, dramática, desesperada, entre sollozos; Gal·la se agarraba el pecho y lloraba mientras decía estas palabras. Pero ¿quién es Chavela? Chavela es la segunda de a bordo, el segundo cuadrúpedo de la casa, una nueva inquilina que vino del frío, como ese espía, apareció en un descampado y terminó en un sofá mullido y rasgado por Frida. Salvándola de gatos asesinos, de ratas como perros y de gaviotas que sobrevuelan los solares como los cazas yanquis lo hacen con Siria. Y ahora había desaparecido, al parecer descolgándose por el balcón. El síndrome del gato paracaidista, lo llaman.
Se vaciaron armarios, se dieron la vuelta a sillas y mesas, volcamos librerías, y la pequeña felina no aparecía.
—¿Se ha caído por el balcón? —insistía Gal·la.
Me asomé; estaba oscuro, no se veía un carajo del patio inferior, el patio de un parvulario que atormenta mis oídos cada mañana cuando la piara de renacuajos sale a gritarle al sol. Nada, usamos una diminuta linterna pero nada. Así que seguí con las riendas y salí de casa, fui llamando a los timbres de los vecinos del primer piso con la intención de otear a través de sus balcones; no obtuve respuesta, tan solo me abrió el presidente de la comunidad, un gordo infecto (ojo, no es lo mismo gordo que gordo infecto; yo soy gordo y él es gordo infecto, otro día contaré la diferencia exacta) que me miró con la panza como barrera y comiendo patatas fritas, como quien mira a un gusano. A regañadientes me dejó pasar, pero no logré ver nada. Según Gal·la, Chavela se había hecho mierda contra el suelo y no había ningún rastro; aun así, insistí, desde el balcón del paquidermo no tenía un ángulo demasiado bueno, así que subí un piso y llamé a otro timbre.
Me abrió una mujer. ¡Qué cosa tan extraña! Me encanta entrar en casa de desconocidos, ¿a ustedes no? Meterme de golpe en su intimidad, ver las migas de pan sobre la mesa, percibir a qué huele su cotidianidad, las revistas que lee, el polvo que no limpia, el pijama que usa en su hogar y que no le muestra a nadie. La mujer se desvivió, sacó linternas y lámparas al balcón, ojeamos juntos el patio infantil, husmeamos con unos prismáticos entre las plantas, pero sin suerte, la gata paracaidista seguía sin aparecer.  Le di las gracias, y la mujer, apesadumbrada por la poca suerte, se despidió. Subí las escaleras cabizbajo, una mezcla extraña, la pérdida de Chavela, la nueva compañera de Frida, y el desconsuelo de Gal·la. Entré en casa, ya no me sentía tan orgulloso, me sentía como nada, como una alfombra vieja enrollada junto a un contenedor.
Entré en casa sin decir nada; Gal·la no estaba: drama, dramón al canto, solo faltaba que hubiese huido ante la desesperación. Atravesé el comedor para ir al dormitorio en busca de mi teléfono y llamar, pero me detuve en seco, retrocedí sin girarme, simplemente rebobinando, caminando hacia atrás, y volví a girar la cabeza hacia el sofá. Dos gatas, lamiéndose la una a la otra, enroscadas sobre una manta como un solo mamífero. Y apareció Gal·la.
—Ya está —dijo, tan liviana como un niño que ha terminado de hacer pis, «ya está».
Decidí no usar palabras, sonreí como un tarado y extendí los brazos con las palmas hacia arriba, intentando transmitir la necesidad de una explicación; no fui comprendido, recibí un abrazo de agradecimiento.
Más tarde descubrí que Chavela, en su afán explorador, se había metido detrás de la nevera y ella, que no es como yo y no puede rebobinar, no pudo retroceder y se quedó ahí; lo curioso es que Frida lo supo en todo momento, pues fue ella la que informó a Gal·la, que lloraba en el sofá, maulló e insistió con el maullido hasta que por fin fue comprendida y seguida hasta la cocina, y ahí pudo observar la cola colorada de Chavela asomada tras la nevera.

Me dijo (Frida, no Gal·la) que estaba perdonado, que esa había sido mi penitencia; alguna vez se le había ocurrido desparecer, pero le pareció mucho más dramático hacer desaparecer a un bebé. No juzgué su malicia, son gatos, por el amor de dios, cariñosos y mezquinos, zalameros y solitarios, humanos y animales. Me perdonó, se humedeció una pata y se lavó tras una oreja: «Ya puedes volver a escribir sobre mí, y creo que también puedes hacerlo sobre la taradita de la nevera».

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