Antes de empezar quisiera decir que
este texto ha sido autorizado por la máxima autoridad de mi casa: mi gata sénior,
Frida, ha levantado el veto que sobre mis letras había recaído y me ha permitido
que vuelva a escribir sobre ella.
Dicho lo cual…
hay veces que uno debe estar orgulloso de sí mismo. Sin altanería, sin
prepotencia. Orgulloso. Tomé las riendas de una situación que se antojaba de
antemano desbocada y que podía terminar de forma dramática.
—¡Chavela se ha
caído por el balcón!
El lector sabrá
darle la entonación precisa a esta frase, dramática, desesperada, entre
sollozos; Gal·la se agarraba el pecho y lloraba mientras decía estas palabras. Pero
¿quién es Chavela? Chavela es la segunda de a bordo, el segundo cuadrúpedo de
la casa, una nueva inquilina que vino del frío, como ese espía, apareció en un
descampado y terminó en un sofá mullido y rasgado por Frida. Salvándola de
gatos asesinos, de ratas como perros y de gaviotas que sobrevuelan los solares
como los cazas yanquis lo hacen con Siria. Y ahora había desaparecido, al
parecer descolgándose por el balcón. El síndrome del gato paracaidista, lo
llaman.
Se vaciaron
armarios, se dieron la vuelta a sillas y mesas, volcamos librerías, y la
pequeña felina no aparecía.
—¿Se ha caído
por el balcón? —insistía Gal·la.
Me asomé;
estaba oscuro, no se veía un carajo del patio inferior, el patio de un
parvulario que atormenta mis oídos cada mañana cuando la piara de renacuajos
sale a gritarle al sol. Nada, usamos una diminuta linterna pero nada. Así que
seguí con las riendas y salí de casa, fui llamando a los timbres de los vecinos
del primer piso con la intención de otear a través de sus balcones; no obtuve
respuesta, tan solo me abrió el presidente de la comunidad, un gordo infecto (ojo,
no es lo mismo gordo que gordo infecto; yo soy gordo y él es gordo infecto,
otro día contaré la diferencia exacta) que me miró con la panza como barrera y
comiendo patatas fritas, como quien mira a un gusano. A regañadientes me dejó
pasar, pero no logré ver nada. Según Gal·la, Chavela se había hecho mierda
contra el suelo y no había ningún rastro; aun así, insistí, desde el balcón del
paquidermo no tenía un ángulo demasiado bueno, así que subí un piso y llamé a
otro timbre.
Me abrió una
mujer. ¡Qué cosa tan extraña! Me encanta entrar en casa de desconocidos, ¿a
ustedes no? Meterme de golpe en su intimidad, ver las migas de pan sobre la
mesa, percibir a qué huele su cotidianidad, las revistas que lee, el polvo que
no limpia, el pijama que usa en su hogar y que no le muestra a nadie. La mujer
se desvivió, sacó linternas y lámparas al balcón, ojeamos juntos el patio
infantil, husmeamos con unos prismáticos entre las plantas, pero sin suerte, la
gata paracaidista seguía sin aparecer. Le di las gracias, y la mujer,
apesadumbrada por la poca suerte, se despidió. Subí las escaleras cabizbajo,
una mezcla extraña, la pérdida de Chavela, la nueva compañera de Frida, y el
desconsuelo de Gal·la. Entré en casa, ya no me sentía tan orgulloso, me sentía
como nada, como una alfombra vieja enrollada junto a un contenedor.
Entré en casa
sin decir nada; Gal·la no estaba: drama, dramón al canto, solo faltaba que
hubiese huido ante la desesperación. Atravesé el comedor para ir al dormitorio
en busca de mi teléfono y llamar, pero me detuve en seco, retrocedí sin
girarme, simplemente rebobinando, caminando hacia atrás, y volví a girar la
cabeza hacia el sofá. Dos gatas, lamiéndose la una a la otra, enroscadas sobre
una manta como un solo mamífero. Y apareció Gal·la.
—Ya está —dijo,
tan liviana como un niño que ha terminado de hacer pis, «ya está».
Decidí no usar
palabras, sonreí como un tarado y extendí los brazos con las palmas hacia
arriba, intentando transmitir la necesidad de una explicación; no fui
comprendido, recibí un abrazo de agradecimiento.
Más tarde
descubrí que Chavela, en su afán explorador, se había metido detrás de la
nevera y ella, que no es como yo y no puede rebobinar, no pudo retroceder y se
quedó ahí; lo curioso es que Frida lo supo en todo momento, pues fue ella la
que informó a Gal·la, que lloraba en el sofá, maulló e insistió con el maullido
hasta que por fin fue comprendida y seguida hasta la cocina, y ahí pudo
observar la cola colorada de Chavela asomada tras la nevera.
Me dijo (Frida,
no Gal·la) que estaba perdonado, que esa había sido mi penitencia; alguna vez
se le había ocurrido desparecer, pero le pareció mucho más dramático hacer
desaparecer a un bebé. No juzgué su malicia, son gatos, por el amor de dios,
cariñosos y mezquinos, zalameros y solitarios, humanos y animales. Me perdonó,
se humedeció una pata y se lavó tras una oreja: «Ya puedes volver a escribir
sobre mí, y creo que también puedes hacerlo sobre la taradita de la nevera».
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