Arlecchino se tambaleó bruscamente sobre la
mesa de trabajo, la ventana se había abierto de par en par golpeada por una
ráfaga de viento, los papeles y las telas se movieron, arremolinándose por el
suelo. Logró descolgarse de la pared y cayó sobre el mostrador pesadamente, y
como él niño que aprende a caminar se arrastró hasta la ventana y realizando un
gran esfuerzo consiguió cerrarla devolviéndole a la habitación la calma que la
caracterizaba.
Miró primero a Colombina que yacía inmóvil en
un rincón del escritorio, con la cara a medio pintar, gritó sin emitir sonido,
su boca de madera no se abrió, grito de nuevo y lo único que se escuchó fue el
crujir y el chirriar de sus articulaciones metálicas, pero Colombina escuchó y
levantó la cabeza. Luego miró al hombre, y de nuevo a Colombina que ahora lo
observaba, y de nuevo al hombre, el pelo alborotado y blanco de la nuca una
hoja seca que se había enredado al entrar empujada por el aire, las manos
huesudas que aún sostenían un pincel con la punta manchada y seca. Colombina se
incorporó torpemente, sentada junto al hombre se tocó la cara a medio pintar
con la mano dura de palo. Y luego acercándose al hombre inmóvil le acarició el
nudillo, no podía sentir, pero sin embargo sintió, el frió de su piel, el frío
de una piel que ella jamás tendría.
Pantalone los había observado desde la
entrada, había logrado descolgarse en silencio de la alcayata que lo sostenía a
metro y medio del suelo y ahora observó a Alecchino que lo miró fijo y asintió,
Pantalone se cubrió la cara mofletuda con las manos e intentó llorar. Los tres
sin mirarse y sin poder gritar gritaron, Colombina golpeando el nudillo seco
del muerto, Arlecchino sujetándose en el quicio de la ventana para no
desplomarse y Pantalone arrancándose los cordeles de las manos y de la cabeza,
sonando estos como cuerdas de un violín que se desgarran.
Arlecchino y Colombina cesaron su llanto y
miraron al descontrolado Pantalone, que se retorcía en el suelo, arrancándose
ahora las cuerdas de los pies y corriendo libre, chocándose contra las patas de
las sillas y tropezando con trozos de madera. Ambos se miraron, hubiesen sonreído
si la sequedad de sus caras lo hubiese permitido.
Pantalone entendió las órdenes de Arlecchino,
y arrastró con todas sus fuerzas el carrete de cordel junto al anciano,
mientras Colombina mesclaba con grandes dificultades pintura sobre un plato de
metal y Arlecchino intentaba enderezar la cabeza del finado.
Les sorprendió que el sonido del clavo
atravesando la mano del hombre fuese tan parecido al sonido que hacia el hierro
al hincarse en la madera, seco, rugoso, como el rechinar de los dientes. El
clavo atravesó carne, venas, huesos y de los orificios no brotó una sola gota de
sangre. Los labios recobraban vida a cada pincelada de Colombina, el rojo
carmesí devolvía la savia que había pedido con los días de letargo. Arlecchino
se alejó de Pantalone, que anudaba ahora el cordel en la mano agujereada, e
hizo otro agujero en la mano contrapuesta, el mismo sonido de madera seca y
muerta y la misma escasez de sangre.
Los cordeles le colgaban de cabeza manos y
pies y los ojos pintados de un azul intenso parecían mirarlos fijamente, sonó
el silbido del viento en el exterior. Como tres actores en un teatro abarrotado
se cogieron de las manos y retrocedieron ante la atenta mirada de los falsos
ojos del anciano muerto, hincaron la rodilla en el suelo, inclinaron la cabeza
y de súbito se alzaron apuntando con manos y cabeza hacía el cielo y con ellos
el anciano que se alzó empujado por un resorte invisible.
Y bailaron y saltaron y rieron en su silencio
de madera, vieron como el anciano se
movía descompasado, como ellos cuando fueron creados, torpes e inanimados, pero
de apoco el hombre, el títere, comenzó a recobrar el ritmo y comenzó a
seguirlos por la estancia, alzando las piernas y moviendo los brazos de arriba abajo.
Pararon y observaron cómo bailaba solo, dando vueltas entorno a la mesa de
trabajo. Se abrazaron, juntando sus esqueletos de alambre y madera, llorando
sin el ruido del llanto, sin el ruido de las lágrimas y escucharon el peso
muerto, el peso de un gran títere al caer. Uno de los cordeles se había
enrollado en la alcayata de la que antes colgaba Pantalone y ahí había quedado,
suspendido en el aire, casi vivo, mirando hacia sus hijos que ahora, ahora
manejarían sus propios hilos.
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