Mi abuela hacía dos cosas con las gallinas,
dos cosas dignas de ser recordadas. La primera, que es la más curiosa, la menos
habitual o por lo menos nadie me contó jamás una anécdota similar, era que introducía
el dedo índice por el ano del animal y gritaba: “¡huevo viene!” anunciando,
evidentemente, la llegada de un nuevo huevo. La segunda, más ordinaria, era
matar a la gallina, agarrándola por el cuello y retorciéndoselo hasta que el
animal moría. Y esta última acción es exactamente lo que yo hubiese hecho con
ese anormal, retorcerle el pescuezo, con ambas manos, apretarle la nuez con mis
pulgares, convertirlo en un globo rojo y morado y arrancarle la vida.
Una muchacha joven, de pelo rubio recogido en
un moño que se agarraba como una araña sobre su nuca, me daba de comer. Con la
coronilla apuntando hacia el sur, la barbilla hacía el norte y la boca torcida
con la comisura derecha en dirección sureste y la izquierda señalando al
noroeste, miraba a la muchacha que con poca pasión pero con cuidado introducía
la papilla de frutas en mi boca y esperaba pacientemente mientras yo deglutía.
Abriéndose paso con el cubierto de plástico me separaba los labios, casi
muertos, e introducía el alimento tras mis encías libres de dientes, sacaba la
cuchara y como se hace con los bebés repasaba el contorno de mi boca en busca
de restos de comida y evitar así que cayeran sobre el babero. La acción se
repetía quince o veinte veces, intercalada por pequeños sorbos que le daba a un
botellín de agua mediante la succión de una cañita de plástico.
Sólo sonreían sus ojos, marrones, grandes, por
eso quise matarlo. Revolcarme por el suelo cogiendo su gaznate y hundirle la
nuez con los pulgares, el bocado de Adán, arrancárselo de un bocado, redundante
quizá, pero los deseos pueden ser redundantes. Observar cómo se le inflaba la
cabeza y como terminaba por explotar como un globo con exceso de aire. Si sus
ojos en lugar de sonreír me hubiesen pedido compasión, ¿se la habría dado? Supongo
que ya era demasiado tarde, muy tarde, cuando los barrotes se cerraron ya era
demasiado tarde, cuando pedí auxilio y nadie me escuchó ya era demasiado tarde,
cuando me miraban como a uno más ya era demasiado tarde.
La muchacha dejaba los cubiertos y la
servilleta en una bandeja y planchándose la falda blanca me sonreía, una
sonrisa burocrática, cumplidora, una sonrisa por la que cobraba cada final de
mes. De pronto, como siempre, pero no por ello menos aterrador, la silla de
ruedas empezaba a alejarse de la ventana, y los árboles y las flores
empequeñecían y por algún motivo que desconozco me conducían frente al
televisor, clac- clac, los frenos de la silla se clavaban en
el suelo y junto a una anciana que movía su tronco incesantemente hacía
adelante y hacía atrás miraba poco interesado las imágenes que salían del
aparato.
El tiempo sin acción tiene un compañero
inseparable, un compañero que convierte ese tiempo en condena, el pensamiento, como
desearía no pensar, como desearía poder mantener las veinticuatro horas del día
mi cerebro parado como una vieja locomotora oxidada en una vía muerta. ¡Párate
cerebro! Pero impertinente y pertinaz sigue dándole manija a sus engranajes,
pensando, pensando, pensando… Si pudiese detener los mecanismos de mi cerebro no
pensaría en el amor, en cómo odio el amor. El amor que damos desinteresadamente
y que vuelve como un bumerang de cuchillas afiladas para descabezarnos, en el
amor compasivo que es el peor de todos, en las caricias misericordiosas que no
son amor, que son lástima, que son pena, que son compasión. Que no son amor. Si
mi cerebro se parase, si se secase como una cucaracha muerta al sol, dejaría de
pensar en el amor que le di a ese bastardo, un amor que no le pertenecía, un
amor que sólo era para su padre y que por lealtad a un viejo amigo le ofrecí y
él malgastó, él malvendió, me estafó con mi propio amor. Por eso quiero dejar
de pensar en que odio el amor, lo odio hoy, lo odiaré mañana y por toda la
eternidad. ¿Amén?
La rutina los tranquiliza, eso le he escuchado
decir al galeno, de grandes bigotes y grandes cejas, como un Stalin panzudo,
con las manos en los bolsillos de la bata, “La rutina es lo único que tienen
señorita” le dice prepotente a la enfermera, “No rompa nunca su rutina,
horarios, juegos, comidas, es muy importante, su mundo se desmoronaría”. ¡Dios,
rompan mi rutina! ¡Por favor, sáquenme de aquí, déjenme en el jardín, quiero
aire, quiero el ruido del motor de un coche, quiero que una mosca se pose en mi
nariz! O mátenme, colóquenme en una cama, y con ambas manos tapen mi cabeza con
una almohada, no me moveré no lucharé, ¿Es que no lo ven?
La rutina, la rutina, no tardarán en llegar,
lo sé por qué ya he visto a la hija de la abuela pendular, que viene y le lee
una revista del corazón, ¿Por qué nosotros estamos encerrados y esta necia que
tortura a su madre con la vida de alguna folclórica sigue libre paseando por
las calles? Llegarán tarde o temprano, ¿Por qué no me dejan? Vendrán ella, mi
hija a la que un día quise y ahora detesto, vendrá él… él… él, que apareció de
la nada para quedarse, con sus ojos sonrientes y también estará ese nieto que
me han dado, ese forúnculo insoportable fruto de las entrañas de mi hija y del
esperma putrefacto de ese demonio.
Quiero matarlo por qué no pude matarlo, los
deseos son acciones incumplidas, por eso son deseos. Lo tuve tan cerca, ahora sin poder moverme, frente al televisor,
junto a la anciana y a su hija que vomita información y secretos de alcoba de
una tonadillera, recuerdo, puedo recordar cómo lo roce con mis dedos, sin
lastimarlo, muy a mi pesar, rocé su cuello con las yemas y eso fue todo. En esa
misma sala, hace veinte años, él estaba sentado junto a la ventana y yo era el
que rompía su rutina, esa rutina tan necesaria según el doctor, el que apareció
para salvarlo. ¿Cómo no iba a acogerlo? Era mi ahijado, ¿Cómo no iba a darle de
comer? Era mi ahijado, ¿Cómo no iba a prestarle dinero? Es mi ahijado… ¿Cómo no
iba a seguirlo hasta un manicomio? ¿Un manicomio? Del todo insuficiente, él
necesita una mazmorra húmeda y poblada de ratas, necesita una gruesa puerta de
acero cerrada con una llave que no debería ser arrojada al mar, como relatan
los cuentos populares, debería ser derretida en las ascuas del averno.
Recibí la llamada, una llamada de madrugada.
Claro que iría a buscarlo, al fin y al cabo es otro de los muchos líos en los
que se metió, pero será el último, juré, el último del que yo le sacaría,
inmundo saco de problemas, vete con tu padre, mi amigo, mi viejo amigo, que me
mandó desde ultramar a ese disgusto con patas, a ese drogadicto, a ese ladrón,
a ese mentiroso, lo iría a buscar y juré por dios que lo meterá en un avión,
aunque tuviese que despedazarlo y meterlo en una maleta para mandarlo de nuevo
con su padre y con su madre. Me hice un café antes de irme, me senté en la
cocina y fumé un cigarrillo. ¡Cómo me gustaría pedirle un cigarrillo al bedel!
Que pasa frente a mi oliendo a nicotina, oliendo a esos cigarrillos fumados con
prisa, a esos cigarrillos que se fuman con medio cuerpo dentro y la cabeza y la
mano asomando por la puerta, apurando la brasa, quemado el filtro. Llegué al
manicomio, y una enfermera me condujo hasta el doctor, el bigotudo engolado, el
mismo que hoy defiende mi rutina, y me dijo que teníamos un problema. ¿Teníamos?
Que el muchacho era adicto, que el muchacho tenía un brote, y que debería
quedarse encerrado. “¿Estos son sus documentos?” Miré las tarjetas de que el
doctor dejó sobre la mesa y saqué la cartera del bolsillo, mi carné, mis
tarjetas de crédito. “Estaba durmiendo en un hotel de cinco estrellas y
tuvieron que llamar a la policía por un altercado”. Ladrón, ladrón de mierda,
¿Qué le he hecho yo a mi amigo para que me mande las siete plagas juntas
metidas en este bubón?
Ahí están, soy un cuerpo de alambre pero aún
los veo, reflejados en el televisor. “Buenos días”, “Buenos días”, “Buenos
días”, se saludan con la hija de la anciana. “¡Abuelo!” ¡No me toques bastardo!
¿Podrán ver el odio en mis ojos? Yo vi la sonrisa socarrona en los suyos,
tienen que poder ver mi odio. Que alguien aleje al pequeño chimpancé de mi
pierna, que no me toque, todos me tocan, mi hija, no me toques la mano, estás
sucia, lo has tocado a él, haces el amor con él. Párate cerebro, cierro los
ojos, aprieto fuerte, noto su mano, la mano del monstruo que se posa en mi
hombro. ¡Quiero gritar! Gritar, y lo intento, lo intento, pero sólo se oye un
ahogado ruido que sale de mi estómago, ni abrir la boca puedo, mi bigote y mi
barbilla se tensan en el intento. Vamos a hacernos daño, abro los ojos y lo
veo, en realidad primero veo al niño que me mira con los mismos ojos de su
padre, pero más imbécil, más anodino, y luego lo veo a él, que me mira, tierno,
compasivo, cariñoso, falso, mentiroso, hipócrita, y su mano en mi hombro y en
su muñeca mi reloj, el reloj que me dieron en la empresa por mi jubilación, un
reloj carísimo, de oro, y que luce en su muñeca, como botín de guerra.
“No tienes por qué darme las gracias, soy tu
amigo, tu hermano, si tu hijo necesita ayuda, en mi casa la encontrará” Le dije
a mi viejo amigo que me daba las gracias por teléfono.
Recogí mis tarjetas y mi documentación.
Ladrón, embustero. “La chica está sedada, en un cuarto, no tiene nada grave,
simplemente estaba muy nerviosa y cuando despierte podrá marcharse” ¿Chica? ¿Qué
chica? Se me alborotó el ano, un retortijón me atravesó el estómago como un
rayo, como una flecha ensartada en una manzana y corrí hacia la papelera del
despacho del médico y vomité. MI hija, mi hija con ese malnacido, en un hotel,
agarraba la papelera con ambas manos, clavando las uñas en la bolsa,
desgarrándola y arqueando el lomo como un gato que vomita bolas de pelo, yo
vomitaba pura bilis, puro odio. “Lléveme con él”.
Me dejan a solas con él. Mi hija, la que
traicionó su feminidad encamándose con el diablo, marcha agarrando la mano del
niño y yo me quedo con él. Destápate cabrón, abre esa bocaza, habla ahora que
puedes. Pero no dice nada, ni siquiera ese placer me da, ni si quiera el placer
de odiarlo más al oír su voz. Se calla, se sienta en el brazo de una butaca
cercana y sin quitarme la zarpa de encima me mira. Y yo le miro, directo a los
ojos, y él no se amilana y me mira y por un instante, sólo por un instante
sonríe. ¡Gracias dios mío! Gracias por darme este placer, se puede odiar más,
se puede odiar más de lo que ya odio, una simple mueca de sus labios y el
recipiente de rencor en el que me he convertido se llena un poco más. Mueve
lentamente su mano, recorre mi hombro hasta llegar a mi cuello desnudo. Puerco.
Y me pellizca, lo noto, fuerte, presiona mi carne con sus dedos y veo sus
mejillas moverse, aprieta los dientes y aprieta mi carne. Como nos odiamos.
Sigo al doctor, que camina frente a mí con las
manos en los bolsillos. Paseo mi lengua entre mis dientes y saboreo la bilis.
No quiero ver a mi hija, ya la veré, ya lavaré sus pecados con salfuman, quiero verlo a él. Quiero
verlo por última vez, lo agarraré y lo mandaré al agujero de donde nunca debió
salir. Será su última jugarreta, la última vez que lo vea. El corazón me
palpita en las sienes y en el estómago, lo noto, noto su bombeo constante, como
se abren y cierran las válvulas, comienzo a transpirar, un riachuelo de sudor
me recorre la espalda, por encima de la columna. Siento las manos húmedas y
empiezo a jadear, en silencio, sin que el doctor que me marca el camino note
nada, jadeo como un perro amarrado con una cadena a un árbol y corre sin
moverse hacia un intruso. Los dientes me castañean, eso debe ser el odio. Los
fogonazos rebotan en mi cabeza, flashes de recuerdos recientes de todas las
vilezas y trampas a las que he sido sometido por el intruso, por el hijo de mi
amigo, por mi ahijado. Robos, mentiras, embustes. Odio mi amor. El doctor se
aparta y señala el fondo de la sala. La ventana. “No es hora de visitas, pero
supongo que podemos hacer una excepción, no esté más de diez minutos por favor”
Asiento sin mirarlo, “Me bastará”, a lo lejos me nota pues gira la cabeza y me
mira. ¡Ahí está la sonrisa! La boca ni se inmuta, son sus ojos, sus ojos de
rata los que brillan, los que gozan, los que sonríen. Doy el primer paso, debo
contenerme, hay un bedel que me observa y mira al doctor, éste le da a entender
que mi presencia está permitida. Otro paso y luego otro, crujen mis zapatos en
las baldosas negras y blancas como el tablero de ajedrez. Me acercó cada vez
más, cada vez más rápido, me precipito, no puedo aguantarme, grito, grito, él
no se mueve, sentado en la silla junto a la venta, ni se inmuta, me sonríe con
la mirada y me lanzo sobre él, mis pies abandonan el suelo y me lanzo sobre él,
lo toco, lo noto en la punta de los dedos, un leve contacto y él ni siquiera se
ha movido. Interceptado, como un pájaro atrapado por una red invisible, me
detienen, el bedel me agarra por la cintura y yo me retuerzo, ¿de dolor? Sí, de
dolor y de odio, grito, chillo, los demás pacientes me miran. Noto como las
venas de mi cuello se hinchan, como el brazo izquierdo me tiembla, convulsiono,
la rodilla del bedel sobre mi pecho, el médico me agarra la cabeza y formo un
puente con mi cuerpo, combando mi espalda hacia atrás sosteniéndome sólo por el
contacto de mis pies y mi cabeza contra el suelo, lo veo, boca abajo, la
barbilla y la boca inertes, la nariz respirando pausadamente y por fin sus
ojos. Me estremezo y mi mandíbula inferior desobedeciendo cualquier orden
lógica de mí cerebro golpea a la superior violentamente, nubes de espuma brotan
de mi boca, el doctor, me sujeta, me introducen un palo de goma en la boca,
aparece otro enfermero que me sujeta las piernas. Miro los tubos fluorescentes
del techo, uno se apaga y se enciende, no es el tubo, es mi ojo izquierdo
parpadea incontrolado, la luz, la luz se intensifica, la luz, el odio, sus
ojos.
Se van, el niño me vuelve a tocar la pierna.
El bedel me coloca de espaldas al televisor para que el niño pueda despedirse
desde la puerta agitando la mano como un idiota, la chica que fue mi hija
desaparece con el que nunca será mi nieto. Y el que fue mi enemigo y lo será
siempre, permanece escasos segundos en el quicio de la puerta, mirándome hasta
la próxima, el tiempo justo para reafirmarme, para rezar de nuevo que odio mi
amor, lo odio hoy, lo odiaré mañana y por toda la eternidad. ¿Amén? Amén.
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