lunes, 19 de mayo de 2014

UNA MUERTE DIGNA

Hasta entonces no había tenido mucha experiencia con humanos, más bien una única experiencia. La resumiré: una mañana de cualquier mes, no me guío por el calendario de los hombres, rompí la cascara a picotazos y ahí estaba la que consideré mi madre, una luz roja que colgaba de un cordel. Patosa y redondita salí del cascarón y me reuní con mis hermanos que deambulaban desconcertados entre los huevos vacíos y la paja.
Al poco fuimos transportados en una caja  y separados, la caja se iba a abriendo y una enorme mano humana nos extraía y ese era nuestro fin, es decir, creíamos que era nuestro fin. Vi la cara de los dos humanos y comprendí de inmediato que eran padres primerizos. Él al principio me miró con ojos libidinosos, y no malinterpreten mis palabras, no eran ojos de lujuria sexual, algunas de mis hermanas y compañeras habrán sufrido esa suerte, pero no fue mi caso. Eran ojos de hambre, de imaginación culinaria. En cuanto a ella me miraba como si fuera un alma perdida, un polluelo sin hogar que ella se encargaría de alimentar y de cuidar.
El azar es caprichoso, abrieron la caja y no salí, ellos interpretaron mal mi acción, creían que no salía por miedosa, pero no salía por indignación, jamás habían visto semejante mamotreto. Era el peor gallinero que alguien podía imaginar, cuatro tablones de madera astillosos y torcidos, malla metálica a medio fijar y una caja más pequeña en su interior, que supongo que usaría para dormir y poner, a priori me negué a vivir en semejante tugurio, pero claro, no tuve más huevos, y nunca mejor dicho, el muchacho mucho más echado para adelante que ella me cogió sin miramientos y me lanzó dentro de mi nuevo hogar.
A partir de ahí empezó la rutina diaria, el joven salía todas las mañanas con una silla de madera y un libro, primero abría la puerta de lo que él llamaba gallinero y yo llamaba cuchitril, lo limpiaba bien limpio mientras yo observaba desde mi diminuta atalaya como acicalaba el lugar, y debo ser sincero los primeros días lo miraba con recelo, no me gustaba nada verlo hurgar entre mis cosas, pero hay que decir que el muchacho se esmeró y poco a poco se fue ganando mi confianza, así que le dejaba hacer pues sabía que al término de la limpieza siempre llegaba la manduca. Alguien le había dicho alguna vez que las gallinas comíamos grano y él ni corto ni perezoso cada día me daba una lata de maíz, oigan, ni tan mal eh!, tierno, jugoso, seguro que mis compañeras a las cuales oía en la lejanía de otras casas no comían tan bien como yo. Una vez terminado eso se sentaba en su silla, a la sombra de un árbol y se ponía a leer.
Tenían un gato, un gato gordo y risueño que pensó al principio que yo era un juguete más comprado por sus dueños, pero comprendió rápido que si se acercaba demasiado a mi casa le vaciaría los ojos a picotazos, era un gato de ciudad, un gordinflón inofensivo pero no por ello me iba a dejar amilanar.
La muchacha pasaba menos tiempo en casa, pero no por eso fue menos importante para mí, no intervenía demasiado en lo que a mi mantenimiento se refería, ella era más una especie de apoyo moral, como una consejera y amiga. Él era la mano que me daba de comer, el que limpiaba y recogía mis huevos, pero sabía que si dependiese de él, cuando terminase mi vida o dejase de ser ponedora, terminaría irremediablemente en una cazuela. Así que aprendí a ganarme a la muchacha, cada noche cuando llegaba se acercaba al gallinero y me llamaba para que me acercase, “Agustina, Agustina ven” me decía, nunca me importó que me llamase Agustina, en lugar de por mi auténtico nombre, Enriqueta, pero como iba a hacerle saber que erraba el nombre, además eso era indiferente, yo sacaba el pico por la reja y ella me acariciaba, al principio tenía miedo de que lo le picase, pero soy gallina y no imbécil y esa chica era mi salvoconducto a una muerte digna y a un entierro bajo algún árbol frutal del jardín.
El pasar de los años se convirtió en la incertidumbre, no crean que viví amargada, simplemente pensaba en cuál sería mi final, él me quería, de eso no tenía ninguna duda, me cuidaba más allá del mero interés pero de vez en cuando me decía eso de la gallina vieja y el buen caldo y yo… bueno no creo que a ustedes como humanos les hubiese gustado que una gallina gigante les diese de comer y mientras lo hiciese les recordase que cuando estuviesen a punto de estirar la pata hicieran un caldo con su pellejo. Ella por el contrario seguía con sus mimos, que a mí me gustaban mucho pero no hacían más que desconcertarme. Y no se pueden imaginar lo atolondrada que estaba yo cuando estaban los dos presentes, ella me tiraba pieles de fruta y yo picoteaba ante la atenta mirada de él, que estaba orgulloso de sí mismo viéndome tan lozana.
Siguieron pasando los años y bueno, llegó el momento, ustedes le llaman reloj biológico, yo le llame la maldita ley de vida. Estaba moribunda en un rincón de mi tugurio, al que le había cogido mucho cariño, pueden creerme, y ella apreció con lágrimas en los ojos, pude ver, casi decepcionada pero no sorprendida que él asomaba por la puerta con un cuchillo en la mano. Tenía pocas fuerzas y apenas podía  abrir los ojos pero vi la discusión, ella señalaba hacia el interior de la casa y el movía las manos teatralmente, en fin, debo decirles que pude morir tranquila, él desapareció para volver a aparecer con una pala, comenzó a cavar junto al árbol donde se ponía a leer todas las mañanas y compartía el desayuno conmigo. Ella abrió la puerta del gallinero y me cogió suavemente, me quedaban muy pocas fuerzas, notaba como me apagaba lentamente, hasta que….

Era nueva en el lugar, pero nosotras las gallinas, a pesar de lo que ustedes los humanos creen, tenemos más de un sentido, y uno que ustedes proclaman a los cuatro vientos y no tienen, el sexto sentido, y supe que ahí había vivido, comido y muerto una compañera, pero el ambiente, el aire me decía que no había existido violencia, al salir de la granja me advirtieron de mi fatal futuro, de mi muerte anunciada a manos de algún cocinillas, pero les puedo asegurar que esa pareja no era una asesina. Me llamo Lourdes , soy una gallina ponedora y homenajeare a Enriqueta, conocida por ustedes como Agustina, poniendo los mejores huevos que jamás hayan visto. 

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