Hasta entonces no había tenido mucha experiencia
con humanos, más bien una única experiencia. La resumiré: una mañana de
cualquier mes, no me guío por el calendario de los hombres, rompí la cascara a
picotazos y ahí estaba la que consideré mi madre, una luz roja que colgaba de
un cordel. Patosa y redondita salí del cascarón y me reuní con mis hermanos que
deambulaban desconcertados entre los huevos vacíos y la paja.
El azar es caprichoso, abrieron la caja y no
salí, ellos interpretaron mal mi acción, creían que no salía por miedosa, pero
no salía por indignación, jamás habían visto semejante mamotreto. Era el peor
gallinero que alguien podía imaginar, cuatro tablones de madera astillosos y
torcidos, malla metálica a medio fijar y una caja más pequeña en su interior,
que supongo que usaría para dormir y poner, a priori me negué a vivir en
semejante tugurio, pero claro, no tuve más huevos, y nunca mejor dicho, el
muchacho mucho más echado para adelante que ella me cogió sin miramientos y me
lanzó dentro de mi nuevo hogar.
A partir de ahí empezó la rutina diaria, el joven
salía todas las mañanas con una silla de madera y un libro, primero abría la
puerta de lo que él llamaba gallinero y yo llamaba cuchitril, lo limpiaba bien
limpio mientras yo observaba desde mi diminuta atalaya como acicalaba el lugar,
y debo ser sincero los primeros días lo miraba con recelo, no me gustaba nada
verlo hurgar entre mis cosas, pero hay que decir que el muchacho se esmeró y
poco a poco se fue ganando mi confianza, así que le dejaba hacer pues sabía que
al término de la limpieza siempre llegaba la manduca. Alguien le había dicho
alguna vez que las gallinas comíamos grano y él ni corto ni perezoso cada día
me daba una lata de maíz, oigan, ni tan mal eh!, tierno, jugoso, seguro que mis
compañeras a las cuales oía en la lejanía de otras casas no comían tan bien
como yo. Una vez terminado eso se sentaba en su silla, a la sombra de un árbol
y se ponía a leer.
Tenían un gato, un gato gordo y risueño que
pensó al principio que yo era un juguete más comprado por sus dueños, pero
comprendió rápido que si se acercaba demasiado a mi casa le vaciaría los ojos a
picotazos, era un gato de ciudad, un gordinflón inofensivo pero no por ello me
iba a dejar amilanar.
La muchacha pasaba menos tiempo en casa, pero
no por eso fue menos importante para mí, no intervenía demasiado en lo que a mi
mantenimiento se refería, ella era más una especie de apoyo moral, como una
consejera y amiga. Él era la mano que me daba de comer, el que limpiaba y
recogía mis huevos, pero sabía que si dependiese de él, cuando terminase mi
vida o dejase de ser ponedora, terminaría irremediablemente en una cazuela. Así
que aprendí a ganarme a la muchacha, cada noche cuando llegaba se acercaba al
gallinero y me llamaba para que me acercase, “Agustina, Agustina ven” me decía,
nunca me importó que me llamase Agustina, en lugar de por mi auténtico nombre,
Enriqueta, pero como iba a hacerle saber que erraba el nombre, además eso era
indiferente, yo sacaba el pico por la reja y ella me acariciaba, al principio
tenía miedo de que lo le picase, pero soy gallina y no imbécil y esa chica era
mi salvoconducto a una muerte digna y a un entierro bajo algún árbol frutal del
jardín.
El pasar de los años se convirtió en la
incertidumbre, no crean que viví amargada, simplemente pensaba en cuál sería mi
final, él me quería, de eso no tenía ninguna duda, me cuidaba más allá del mero
interés pero de vez en cuando me decía eso de la gallina vieja y el buen caldo
y yo… bueno no creo que a ustedes como humanos les hubiese gustado que una
gallina gigante les diese de comer y mientras lo hiciese les recordase que
cuando estuviesen a punto de estirar la pata hicieran un caldo con su pellejo.
Ella por el contrario seguía con sus mimos, que a mí me gustaban mucho pero no
hacían más que desconcertarme. Y no se pueden imaginar lo atolondrada que
estaba yo cuando estaban los dos presentes, ella me tiraba pieles de fruta y yo
picoteaba ante la atenta mirada de él, que estaba orgulloso de sí mismo
viéndome tan lozana.
Siguieron pasando los años y bueno, llegó el
momento, ustedes le llaman reloj biológico, yo le llame la maldita ley de vida.
Estaba moribunda en un rincón de mi tugurio, al que le había cogido mucho
cariño, pueden creerme, y ella apreció con lágrimas en los ojos, pude ver, casi
decepcionada pero no sorprendida que él asomaba por la puerta con un cuchillo
en la mano. Tenía pocas fuerzas y apenas podía abrir los ojos pero vi la discusión, ella
señalaba hacia el interior de la casa y el movía las manos teatralmente, en
fin, debo decirles que pude morir tranquila, él desapareció para volver a
aparecer con una pala, comenzó a cavar junto al árbol donde se ponía a leer
todas las mañanas y compartía el desayuno conmigo. Ella abrió la puerta del
gallinero y me cogió suavemente, me quedaban muy pocas fuerzas, notaba como me
apagaba lentamente, hasta que….
Era nueva en el lugar, pero nosotras las
gallinas, a pesar de lo que ustedes los humanos creen, tenemos más de un
sentido, y uno que ustedes proclaman a los cuatro vientos y no tienen, el sexto
sentido, y supe que ahí había vivido, comido y muerto una compañera, pero el
ambiente, el aire me decía que no había existido violencia, al salir de la
granja me advirtieron de mi fatal futuro, de mi muerte anunciada a manos de algún
cocinillas, pero les puedo asegurar que esa pareja no era una asesina. Me llamo
Lourdes , soy una gallina ponedora y homenajeare a Enriqueta, conocida por
ustedes como Agustina, poniendo los mejores huevos que jamás hayan visto.
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