martes, 6 de mayo de 2014

VAPORES DE ÉTER (SEGUNDA PARTE DE DOS)

Ni siquiera cuando uno de los vigilantes me limpiaba los testículos con una esponja húmeda le presté atención, sólo podía pensar en mi garrafa. Mi garrafa, mi garrafa. Terminaron de acicalarme y me vistieron con una túnica blanca.

—Ahora el maestro quiere hablar contigo, deberás escuchar y sólo hablarás si él te pregunta algo.
Miré al personal que me custodiaba y asentí hundiendo los hombros, me daba igual lo que ese señor tuviese que decirme, yo lo que quería era joderlos vivos, y por la memoria de Jimmy Hendrix que lo haría. Fui escoltado hasta el exterior del recinto, ya era de noche y los jardines estaban iluminados por antorchas. Era como un documental de los Mayas, cientos de fieles rendían pleitesía a un hombre que era una suerte de sumo sacerdote, con una túnica más blanca que la de los demás y un sombrero estrafalario que no era más que una gorra con plumas pegadas con cinta aislante.
—Debes tomarte este primer baño como el que te ha quitado la primera capa de suciedad…
—Lo que no entiendo es por qué tus secuaces se han entretenido tanto en mis testículos, no seréis una secta gay, ¿no?
Dos hombres se acercaron a mí con ojos iracundos, pero el que llamaban el Maestro, alzó la mano y los detuvo.
—Estoy siendo comprensivo, eres un recién llegado y somos hospitalarios, pero debo advertirte que nos regimos por unas estrictas normas de no agresión y de respecto.
—No me respetasteis demasiado al secuestrarme en el bosque la verdad.
—Hablas con coherencia, tu cerebro está cada vez más libre de los vapores.
Maldita sea, tenía razón, el rechoncho líder tenía razón, ¿Ah que no lo he dicho? Pues sí, todos los ahí presentes eran seres esqueléticos menos el líder que parecía una estatua de Botero con obesidad, barba gris, mofletes rojos y una panza digna de un participante de un concurso de comer pasteles. Y esa bola de sebo tenía razón, no había balbuceado al decir eso, Hofmann me estaba abandonando y créanme cuando Hofmann ha estado en uno es muy doloroso que se marche.
—¿Dónde está mi garrafa?
—Aún no hemos llegado a ese punto, cuando llegue el momento deberás ver como la enviada del todopoderoso blanquita destruye tu preciada garrafa —dijo levantándose y señalando a mis espaldas.
Todos nos giramos y pude observan una especie de establo con una atalaya, en lo más alto estaba la garrafa y en la base de la torreta la cabra, una cabra que no debe ser descrita como algo especial, imagínense una cabra la cual ha sido bautizada como blanquita… ya está. Por un momento, el tiempo se detuvo, los grillos que infestaban el bosque silenciaron, las nubes se inmovilizaron y los acólitos del gordinflón dejaron de respirar, sólo estábamos la cabra y yo, yo y la cabra, mirándonos fijamente a los ojos. Ella me miraba altiva, crecida, conocedora de su poder; yo, iracundo, apreté los puños y los dientes, odiaba más a la cabra que a todos los demás Tenía que darle lo suyo, pero ¿Cómo? ¿Cómo hacerlo?
Sé que cenaron opíparamente, escuché ruido de platos y risas, yo estaba encerrado en un cuarto oscuro y me dieron un chusco de pan seco y un plato de sopa rancia, no comí. Sólo podía pensar en escaparme de mi cárcel y encontrarme con blanquita. En eso y en arrebatarle mi garrafa, el síndrome empezaba a recorrerme la espalda en forma de sudor frío, tenía que librarme de él cuanto antes.
El silencio reinó, la noche estaba en su apogeo y todo el mundo dormía, yo recorrí a cuatro patas la húmeda oscuridad de la habitación intentando encontrar algo, no sé el qué, encontrar algo que me ayudase a huir, me levanté y palpé todas las paredes, tablones de madera podridos, ¿Qué clase de cárcel chapucera era esa? Llegué hasta la puerta, a través de una rendija pude ver el interior de la sala donde había estado el principio. Lamento lo que estoy a punto de relatarles, que no sea nada más espectacular pero les juro que es tal como sucedió, la puerta estaba abierta. Si alguna vez deciden crear una secta con acólitos y secuaces recuerden que los politoxicómanos no somos demasiado concienzudos en nuestro trabajo, somos olvidadizos y descuidados, así pues me enceraron y no cerraron la puerta. Con un leve chirrido las bisagras de abrieron y con ellas la puerta. Asome la cabeza con una evidente sorpresa y no había yonquis en la costa, en realidad había un guarda, pero ese ser que roncaba a pierna suelta junto a la puerta no supondría un peligro, ni para mí ni para nadie.  Aun así decidí inutilizarlo más de lo que estaba por si las moscas, así que recordando las clases de karate que di cuando era niño le di tremenda patada en la sien haciendo que cayese al suelo como un saco de patatas.
Salí al exterior, las antorchas estaban apagadas pero la luna llena iluminaba el jardín. Pude verla, sus ojos brillaban, daba vueltas alrededor de la atalaya, se detuvo al verme. No pude creerlo, reconocí esos ojos inyectados en sangre, los había visto en el espejo de mi cuarto de baño, eran los ojos del síndrome. ¡La cabra tenía un monazo increíble! Me acerqué a la cerca y la miré.
—¿Te muerdes de ganas de hincarle el diente a mi garrafa eh? Hija de puta…
Salté la valla, ella retrocedió unos pasos, con la mandíbula en péndulo y la mirada perdida.
—La garrafa es mía dromedario de mierda.
No sé exactamente lo que la ofendió si lo de la garrafa o lo de dromedario, la cuestión es que atacó, yo me arremangué la falda y al más puro estilo Hulk Hogan la agarré el cuello inmovilizando, entonces gritó, baló y pataleó. Hicieron falta un par de minutos para tener a todo el público presente, zombis y maestro, toda la tribu al completo.
—Como os acerquéis, mataré a la cabra, lo juro.
—Tranquilo muchacho, no cometas una locura, el síndrome te ciega….
—¡Cállate gordo! —Dije mientras me ponía de pie sujetando a la cabra entre mis brazos —dile a uno de tus putitas que me baje la garrafa o le parto el cuello al bicho.
El asintió cabizbajo y uno de sus hombres se subió a la atalaya y depositó la garrafa en el suelo. Y a continuación… dios mío mi profesor de gimnasia hubiese estado orgulloso, orgullosísimo. Sin mirar atrás agarré la garrafa sin soltar al mamífero, salté la valla y comencé a correr como si me persiguieran cientos de yonquis iracundos, que era exactamente lo que sucedía. Descalzo, vestido con una túnica sujetando una cabra y una garrafa me adentré en el bosque. Tuve que golpear a algún zombi con la garrafa a otro lo tumbé con un certero golpe de cabra, pero poco a poco los fui dejando atrás.
Me detuve en un claro del bosque y controlé mi respiración para escuchar. Se oyó un aullido, era el gordo, el maestro.
—Blanquitaaaaaaaaa — Gritó a lo lejos.
Destapé la garrafa le di un profundo trago y luego invité a la cabra que lo recibió como pura ambrosía.
—Ahora lárgate cabra inmunda. —Y seguí corriendo, seguí hasta desaparecer del bosque, hasta dejar atrás a los yonquis y al maestro, dejar atrás a los monstruos que querían librarme de Hoffman.
Llegué a una parada de autobús y este no tardó en aparecer, la puerta se abrió y el conductor me miró.
—Me da igual de que religión seas, pero la cabra no sube a mi autobús.
—¿Qué ca…? —La cabra me miraba, y parecía que sonreía, me miraba a mí y a la garrafa y maldita sea sonreía. El autobús arrancó y me dejó atrás.

—Espero que mi casero pueda comprender —comenzamos a caminar por la carretera en dirección a la civilización— espero que comprenda que clase de animal eres. ¿Quieres un traguito?
Fin.

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