Ni siquiera cuando uno de los vigilantes me
limpiaba los testículos con una esponja húmeda le presté atención, sólo podía
pensar en mi garrafa. Mi garrafa, mi garrafa. Terminaron de acicalarme y me
vistieron con una túnica blanca.
—Ahora el maestro quiere hablar contigo,
deberás escuchar y sólo hablarás si él te pregunta algo.
Miré al personal que me custodiaba y asentí
hundiendo los hombros, me daba igual lo que ese señor tuviese que decirme, yo
lo que quería era joderlos vivos, y por la memoria de Jimmy Hendrix que lo
haría. Fui escoltado hasta el exterior del recinto, ya era de noche y los
jardines estaban iluminados por antorchas. Era como un documental de los Mayas,
cientos de fieles rendían pleitesía a un hombre que era una suerte de sumo
sacerdote, con una túnica más blanca que la de los demás y un sombrero
estrafalario que no era más que una gorra con plumas pegadas con cinta
aislante.
—Debes tomarte este primer baño como el que te
ha quitado la primera capa de suciedad…
—Lo que no entiendo es por qué tus secuaces se
han entretenido tanto en mis testículos, no seréis una secta gay, ¿no?
Dos hombres se acercaron a mí con ojos
iracundos, pero el que llamaban el Maestro, alzó la mano y los detuvo.
—Estoy siendo comprensivo, eres un recién llegado
y somos hospitalarios, pero debo advertirte que nos regimos por unas estrictas
normas de no agresión y de respecto.
—No me respetasteis demasiado al secuestrarme
en el bosque la verdad.
—Hablas con coherencia, tu cerebro está cada
vez más libre de los vapores.
Maldita sea, tenía razón, el rechoncho líder
tenía razón, ¿Ah que no lo he dicho? Pues sí, todos los ahí presentes eran
seres esqueléticos menos el líder que parecía una estatua de Botero con
obesidad, barba gris, mofletes rojos y una panza digna de un participante de un
concurso de comer pasteles. Y esa bola de sebo tenía razón, no había balbuceado
al decir eso, Hofmann me estaba abandonando y créanme cuando Hofmann ha estado
en uno es muy doloroso que se marche.
—¿Dónde está mi garrafa?
—Aún no hemos llegado a ese punto, cuando
llegue el momento deberás ver como la enviada del todopoderoso blanquita
destruye tu preciada garrafa —dijo levantándose y señalando a mis espaldas.
Todos nos giramos y pude observan una especie
de establo con una atalaya, en lo más alto estaba la garrafa y en la base de la
torreta la cabra, una cabra que no debe ser descrita como algo especial,
imagínense una cabra la cual ha sido bautizada como blanquita… ya está. Por un
momento, el tiempo se detuvo, los grillos que infestaban el bosque silenciaron,
las nubes se inmovilizaron y los acólitos del gordinflón dejaron de respirar,
sólo estábamos la cabra y yo, yo y la cabra, mirándonos fijamente a los ojos.
Ella me miraba altiva, crecida, conocedora de su poder; yo, iracundo, apreté los
puños y los dientes, odiaba más a la cabra que a todos los demás Tenía que
darle lo suyo, pero ¿Cómo? ¿Cómo hacerlo?
Sé que cenaron opíparamente, escuché ruido de
platos y risas, yo estaba encerrado en un cuarto oscuro y me dieron un chusco
de pan seco y un plato de sopa rancia, no comí. Sólo podía pensar en escaparme
de mi cárcel y encontrarme con blanquita. En eso y en arrebatarle mi garrafa,
el síndrome empezaba a recorrerme la espalda en forma de sudor frío, tenía que
librarme de él cuanto antes.
El silencio reinó, la noche estaba en su
apogeo y todo el mundo dormía, yo recorrí a cuatro patas la húmeda oscuridad de
la habitación intentando encontrar algo, no sé el qué, encontrar algo que me
ayudase a huir, me levanté y palpé todas las paredes, tablones de madera
podridos, ¿Qué clase de cárcel chapucera era esa? Llegué hasta la puerta, a
través de una rendija pude ver el interior de la sala donde había estado el
principio. Lamento lo que estoy a punto de relatarles, que no sea nada más
espectacular pero les juro que es tal como sucedió, la puerta estaba abierta. Si
alguna vez deciden crear una secta con acólitos y secuaces recuerden que los
politoxicómanos no somos demasiado concienzudos en nuestro trabajo, somos
olvidadizos y descuidados, así pues me enceraron y no cerraron la puerta. Con
un leve chirrido las bisagras de abrieron y con ellas la puerta. Asome la cabeza
con una evidente sorpresa y no había yonquis en la costa, en realidad había un
guarda, pero ese ser que roncaba a pierna suelta junto a la puerta no supondría
un peligro, ni para mí ni para nadie.
Aun así decidí inutilizarlo más de lo que estaba por si las moscas, así
que recordando las clases de karate que di cuando era niño le di tremenda
patada en la sien haciendo que cayese al suelo como un saco de patatas.
Salí al exterior, las antorchas estaban
apagadas pero la luna llena iluminaba el jardín. Pude verla, sus ojos
brillaban, daba vueltas alrededor de la atalaya, se detuvo al verme. No pude
creerlo, reconocí esos ojos inyectados en sangre, los había visto en el espejo
de mi cuarto de baño, eran los ojos del síndrome. ¡La cabra tenía un monazo increíble! Me acerqué a la cerca
y la miré.
—¿Te muerdes de ganas de hincarle el diente a
mi garrafa eh? Hija de puta…
Salté la valla, ella retrocedió unos pasos,
con la mandíbula en péndulo y la mirada perdida.
—La garrafa es mía dromedario de mierda.
No sé exactamente lo que la ofendió si lo de
la garrafa o lo de dromedario, la cuestión es que atacó, yo me arremangué la
falda y al más puro estilo Hulk Hogan la agarré el cuello inmovilizando,
entonces gritó, baló y pataleó. Hicieron falta un par de minutos para tener a
todo el público presente, zombis y maestro, toda la tribu al completo.
—Como os acerquéis, mataré a la cabra, lo
juro.
—Tranquilo muchacho, no cometas una locura, el
síndrome te ciega….
—¡Cállate gordo! —Dije mientras me ponía de
pie sujetando a la cabra entre mis brazos —dile a uno de tus putitas que me
baje la garrafa o le parto el cuello al bicho.
El asintió cabizbajo y uno de sus hombres se
subió a la atalaya y depositó la garrafa en el suelo. Y a continuación… dios
mío mi profesor de gimnasia hubiese estado orgulloso, orgullosísimo. Sin mirar
atrás agarré la garrafa sin soltar al mamífero, salté la valla y comencé a
correr como si me persiguieran cientos de yonquis iracundos, que era exactamente
lo que sucedía. Descalzo, vestido con una túnica sujetando una cabra y una
garrafa me adentré en el bosque. Tuve que golpear a algún zombi con la garrafa
a otro lo tumbé con un certero golpe de cabra, pero poco a poco los fui dejando
atrás.
Me detuve en un claro del bosque y controlé mi
respiración para escuchar. Se oyó un aullido, era el gordo, el maestro.
—Blanquitaaaaaaaaa — Gritó a lo lejos.
Destapé la garrafa le di un profundo trago y
luego invité a la cabra que lo recibió como pura ambrosía.
—Ahora lárgate cabra inmunda. —Y seguí
corriendo, seguí hasta desaparecer del bosque, hasta dejar atrás a los yonquis
y al maestro, dejar atrás a los monstruos que querían librarme de Hoffman.
Llegué a una parada de autobús y este no tardó
en aparecer, la puerta se abrió y el conductor me miró.
—Me da igual de que religión seas, pero la
cabra no sube a mi autobús.
—¿Qué ca…? —La cabra me miraba, y parecía que
sonreía, me miraba a mí y a la garrafa y maldita sea sonreía. El autobús
arrancó y me dejó atrás.
—Espero que mi casero pueda comprender
—comenzamos a caminar por la carretera en dirección a la civilización— espero
que comprenda que clase de animal eres. ¿Quieres un traguito?
Fin.
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