El brazo me palpitaba como un segundo corazón, me miré en el
espejo del ascensor y tenía la frente perlada de sudor, grandes ojeras y un
rictus de dolor parecido al de un conejo muerto. Había sobrevivido al atentado
sonámbulo de un Armenio psicópata pero casi termina conmigo una enfermera
púber, se me llevaban los demonios.
En el primer piso, recorrí otra sala atestada de ancianos
deseosos de su chequeo semanal y llegué a la consulta de mi doctor, el doctor
Carbonell. Como era costumbre, entré sin llamar, el doctor y yo tenemos una
antigua amistad y me consiente cosas que a otros pacientes no. Cuando entré un
hombre de unos ciento cincuenta quilos en calzoncillos torturaba a la báscula y
el doctor lo miraba aburrido.
―Muy bien Jesualdo, ha perdido trescientos gramos. Se nota
que está haciendo usted…
―¡Pero oiga! ―El abuelo se tapó el ombligo como su parte más
íntima ―Salga inmediatamente.
El doctor, cogió la ropa del hombre que colgaba de una
silla, se la lanzó al pecho y prácticamente a empellones lo sacó de la
consulta.
―Pero doctor ―protestaba el indefenso paciente.
―Es usted el vivo ejemplo de la fuerza de voluntad Jesualdo,
siga usted así, camine mucho y beba mucha agua, nos vemos la semana que viene
―Y cerró con un portazo ―¿Lo trae?
Metí la mano en el bolsillo de la gabardina y saqué la
botella de whisky.
―Gracias a dios ―suspiró el galeno arrebatándome la botella
de la mano.
Hombre de corta estatura, más bien ridícula, cabeza redonda
como una bola de billar, pelo rizado, nariz amoratada y venosa, el bueno del
doctor Carbonell tenía un problema, y les sacaré de dudas, no es el alcohol, es la falta de alcohol. Su
mujer, por referencias una arpía de padre y muy señor mío, le tenía vetado
cualquier tipo de alcohol, había llegado a prohibirle usar colonia y por
supuesto nada de alcohol en las heridas. Uno pensaría que era tan sencillo como
comprar el alcohol y beberlo fuera de casa, sería sencillo si la arpía, no
acompañase al doctor Carbonell a todas partes, lo acompañaba a la consulta por
las mañanas, venía a comer con él todos los días y al terminar la jornada, como
un espectro, lo esperaba en la puerta del centro médico.
―Estaba a punto de perder la cabeza.
―Beba tranquilo doctor ―dije observando como bebía el
sucedáneo de whisky que vendía Saleem ―tiene que durarle toda la semana.
―Me voy a largar Julius, lo juro, no aguanto más. No soporto
a mi mujer, a mi hija que se ha convertido en una imitación de su madre y no me
deja ni a sol ni a sombra, a mi suegra que llama cada dos por tres para saber
si estoy o no borracho. ¿Es que un hombre no tiene derecho a tomarse una copita
de vez en cuando?
Lo miré y con la palma de la mano golpeé suavemente la
camilla, se levantó con la botella en la mano y se tumbó, ahí empezaba su
sesión semanal.
Les contaré como llegamos a esa situación. Hace ya tres o
cuatro años, pasé por la consulta del doctor, nuevo en la zona, yo venía de la
compra, había comprado cuatro cosas en la tienda de Saleem y llevaba una bolsa
de plástico verde por donde asomaba el cuello de una botella de vino. El doctor
me prestó poca atención mientras le hablaba de mis mareos y mis vómitos, sólo
miraba el cuello de la botella que asomaba, y a cada segundo que pasaba los
ojos le brillaban más y los labios se le humedecían. Cuatro copas de vino más tarde me confesó lo
de la férrea ley seca que había instaurado su mujer en casa y de cómo sufría.
Hablamos de su vida, de sus amigos, de su familia y no tardé en comprender, que
la amistad de ese buen hombre me podría traer algún que otro beneficio. Me comprometí
a traerle semanalmente una remesa de alcohol si conseguía sus favores, aceptó.
―Por supuesto que tiene derecho a tomarse una copita
Carbonell.
―¿Y entonces por qué este sin vivir?
―Probablemente su mujer sospecha que es usted un borracho.
―¡Qué coño va a sospechar!
―Le recuerdo que en la despedida de su yerno terminó usted
en el barrio chino vestido de Lagarterana. Fue ahí cuando su mujer empezó a
sospechar.
―¿Y qué me recomienda?
Cuando todo esto empezó, durante aproximadamente unos seis
segundos pensé en darle el teléfono de alcohólicos anónimos o el de un buen
siquiatra, pero más tarde recordé para que estaba yo ahí, para sacar tajada,
así que extirpando cualquier tipo de remordimiento de mi conciencia le aconseje
lo que le sigo aconsejando.
―Beba usted a escondidas y cómprese un espray para el
aliento. Siempre podrá contar con mis suministros, ya lo sabe.
―¿Qué haría yo sin usted Julius?
―Probablemente hurgaría en el bolso de sus pacientes para
robarle el agua del Carmen, yo le ahorro ese trámite. No quiero ser indiscreto
pero en media hora tengo cita en…
―Por supuesto –Se levantó de la camilla y abrió un cajón de
su escritorio y sacó una carpeta―Veamos primero lo primero, esta es la renta,
te ha quedado redonda, la verdad que mi yerno es un gilipollas, pero lo de
sisar al estado se le da de muerte.
―Estupendo ―Cogí los papeles les eché un vistazo por mero
trámite, eran tan incomprensibles para mí como el primer manuscrito del
sánscrito.
―Y en segundo lugar tus recetas. Dos de clorotiacida, dos de
indapamida, dos de metolazona, un par más de furosemida y ahí viene lo gordo,
diez de fluoxetina, diez más de escitalopram y los diez último de sertralina.
Con las recetas bien guardadas y la carpeta con una declaración
de la renta, que parecía un relato de ficción, bajo el brazo dejé a Carbonell,
tumbado en la camilla castigando a la botella con ruidosos sorbos ansiosos.
Esta vez bajé por las escaleras, localicé a tiempo al horondo paciente que
Carbonell había echado de la consulta, y parecía sediento de venganza, así que
lo esquivé y me escabullí escalera abajo.
Tras atravesar media ciudad bajo tierra, por los túneles del
metropolitano infestados de cucarachas encorbatadas como yo, aparecí en la
puerta un edificio que se me antojaba tan o más lúgubre que el castillo del
conde Drácula. Donde sin duda estaban dispuestos a chuparme la sangre si no
fuese por la magnífica obra de ingeniería de la picaresca del yerno del doctor
que incluía en mí declaración, hijos que no tenía, manutenciones y cargas del
todo inexistentes. Dicho sea de paso y a nivel poético, tampoco hubiesen
encontrado mucha sangre en mis venas después de sufrir la inexperiencia de la
tal Marisa, rebautizada como la vampiresa miope.
Pasé el control y el digamos vago escrutinio del guardia
civil de turno y me dirigí a una enorme sala rodeada de ventanillas. Tiré del
papelito rosado que colgaba de la máquina expendedora de números, y
evidentemente en mi mano aparecía un número alto y en la pantalla un número
bajo, en efecto eso se traduce en una larga espera.
Cuando uno no tiene más que entregar unos papeles sin
realizar ningún otro trámite desespera al ver que delante de él hay por lo
menos setenta personas. Desespera uno aún más cuando por motivos azarosos se
sienta junto a un individuo parlanchín.
―Caballero, entiendo su situación, pero si de algo puede
usted estar seguro, es que no tengo ningún tipo de intención de darle
conversación.
Cerró la boca mostrándome un enorme labio inferior, rosado y
bulboso. Me miró extrañado, intentando comprender o digerir la frase con la que
acababa de apuñalarlo. Ojos aumentados por unas gafas de culo de baso, pelo grasiento
peinado con la raya en medio, el pintoresco personaje no se dio por vencido.
―Si me hacen pagar un solo céntimo vendré con la escopeta y
a estos los lleno de buracos, asín ―Se levantó y asió una escopeta
imaginaria y comenzó a acribillar al respetable― Bum, bum, bum―y alúu a
casa.
Lo miré mientras mondaba una mandarina que había redescubierto
en el bolsillo, y no pude más que decirle:
―No me diga más, Armenio, ¿verdad?
―No señor, Codoserano, ¿conoce usted? Un pueblo de la mi
Extremadura…
―Perdón ―interrumpí― error mío, le he dado a entender que
quería hablar, léame usted los labios caballero, me importa un carajo.
De nuevo cerró la boca subrayada por el pepino rosáceo que
le hacía de labio y me miró a través de los lentes.
―Pues a usted no le voy a disparar, a usted le voy a mordihcal la camolla.
Recordé que con la anciana del autobús había funcionado, así
que con el rictus de un lord inglés le lancé la piel de la mandarina a la cara
que teatralmente quedó colgando de su belfo inferior.
Conseguí saltarme la cola gracias a este dulce carácter
sociable que mis padres forjaron en mí. Me explicaré, cuando el Codoserano que
amenazaba con aparecer por las oficinas del fisco con una escopeta al más puro
estilo Colombine, se vio ofendido por mi ataque frutal, se lanzó sobre mí como
un gato sobre un ratón, con la bota abierta y las manos en posición garra
felina. Rodamos por el suelo varios metros arrasando con todo lo que
encontramos a nuestro paso, sillas, mesas y sobretodo personas, que caían junto
a nosotros gritando y pataleando. El hombre, que había perdido las gafas en la reyerta
me miraba con los ojos inyectados en sangre, yo le sujetaba las manos que
intentaban aferrarme el cuello, sin ninguna otra intención que retorcérmelo,
así que ahí estábamos Codoserano y yo, hechos uno en el suelo, él babeando como
un perro rabioso y yo soltando espumarajos debido a que no había tenido tiempo
de masticar y tragar los tres últimos gajos de mandarina.
Fueron dos los guardiaciviles que nos interceptaron y que
nos separaron. Quedamos el uno frente al otro, perros de presa enfrentados,
esperando a que nos soltasen para hincarnos el diente en el primer palmo de
carne que encontrásemos.
―¿Lanú?
Esa situación, que ahora describiré, como casi todas, podía
tener dos vertientes, la que yo salía beneficiado o la que me hacía terminar en
un calabozo. El picoleto que me sujetaba, conocía a mi contrincante. Lo supe
cuando lo llamó por su nombre y lo confirmé luego cuando se fundieron en un
abrazo fraternal. Yo quedé ahí, de pie, sin saber exactamente cómo reaccionar.
Miré como se llenaban de besos, como se preguntaban por tíos, tías y parientes,
que si lo gordo que estaba uno, que si no veas como se había puesto fulanita.
Pueden creerlo, el albur había juntado a dos Codoseranos en la misma sala. De
más está decir, que me alegré mucho por ese encuentro amistoso, pues me dio la oportunidad
de acercarme al mostrador mientras todo el mundo estaba pendiente de los gritos
y abrazos de agresor y guardia civil y entregar mi declaración, la funcionaria
ni rechistó, bien por la conmoción del espectáculo, bien por las babas y hebras
blancas, restos de la mandarina, que colgaban de mi hermoso bigote o bien porque
realmente le importaba un carajo el orden de la cola. Así que, entregué los
papeles, y sin mirar atrás dejé a funcionario y público observando como los
amigos reencontrados se hacían fotografiar por el tercer guardia.
―!Vamos Caganío! ―Le gritaban al unísono. Decidí no buscar
traducción en mi diccionario mental, acepté definitivamente, que somos un país
grande y hermoso lleno de gente horrible, y lo pensé recordando al Codoserano.
Aunque bien pensado cuando él terminase de besuquearse pensaría exactamente lo
mismo y por supuesto la gente horrible no sería él.
Continuará..
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