Así pues desaparecí de escena sorbiendo jugo de mandarina de
mi hermoso bigote, que como pude comprobar mirándome en el reflejo de un
escaparate, necesitaba urgentemente una puesta a punto.
Mi padre abandonó a mi madre por una exuberante modelo
brasileña, lamentablemente el tiempo puso a todo el mundo en su lugar y mi padre
no tuvo otro remedio que aceptar algo que casi todo el mundo sabía menos él, su
despampanante mujer carioca era en realidad un ex funcionario de correos
cordobés, la relación duró unos meses más pero Abella anteriormente conocida
como Jacinto, no soportó que mi padre le hubiese mentido con su edad y lo
abandonó. Justo antes de toda esta historia, cuando todavía mis padres
disfrutaban de un clásico matrimonio, cásico en lo de compartir mando a
distancia, mi progenitor me dio, el que probablemente ha sido el mejor consejo
que ha podido darme, un hombre jamás debe traicionar a su barbero.
No es habitual que un hijo siga los consejos de su padre,
pero para desmarcarme de la normalidad yo lo hice, y jamás he traicionado a Jeremías
mi octogenario peluquero de inquietante pulso. Más turbador es aún el cartel de
su peluquería que publicita la especialidad de la casa: “Jeremías, expertos en
corte a navaja”.
Entré en la peluquería y Jeremías me recibió como suele
hacerlo, desempolvando la capa de corte y mostrándome el camino hacía el sillón
con la mano extendida.
―Vaya bigote que me trae.
―Hoy más que nunca preciso de sus servicios Don Jeremías.
El barbero se colocó frente a mí y me miró, del mismo modo
que un pintor debe mirar el lienzo. Más tarde revisó el mostrador y eligió un
peine y una tijera, tan antiguos como el resto de elementos del local que estaba
formado por un sillón de skay, varios
espejos, dos butacas, algunos cuadros de señores, que probablemente ya están
muertos, con distintos cortes de pelo y poco más.
Más allá del riesgo asumido que corren los clientes de Jeremías
cuando aferra la navaja con pulso trémulo, el rato que uno pasa sentado en esa
butaca es el más relajante que un barón puede tener, alejado de cualquier
prejuicio, uno se deja hacer, deja que otro hombre le sobe la cara, le mese el
pelo y cuando se encuentra reclinado con
la talla húmedo reblandeciéndole la cara y abriendo sus poros, hay algunos, en
ese grupo me incluyo, que logra dormirse. Y eso es exactamente lo que sucedió
en esa ocasión, tras una noche en la que un incendio y un armenio orate no me
habían dejado descansar, los vapores eucalipticos de la toalla caliente se
convirtieron en el más potente de los somníferos.
No sé cuánto tiempo estuve danzando con Morfeo, pero
desperté súbitamente cuando en efecto me disponía a hacer aquello que se me
tenía prohibido, sodomizar a Levon. La toalla por entonces fría, indicativo de
que había dormido demasiado, me estremeció y la arranque de mi cara y la luz me
dañó los ojos, hasta que pude acostumbrarme a la luz, todo eran tinieblas e imágenes
deformes.
―¡Está vivo! ―gritó alguien.
Intenté ponerme de pie pero me lo
impidieron empujándome con las manos hacía el asiento.
―No se levante por favor, está
usted en estado de shock.
Por fin las tinieblas se disiparon
y pude ver por fin como dos hombres vestidos con chalecos fluorescentes intentaban
reanimar a Jeremías que estaba tendido en el suelo con los ojos abiertos y la
lengua fuera.
―No estoy en estado de shock,
estoy dormido, ¿Qué le ha pasado a mi peluquero?
―¿Se ha quedado dormido? ―Preguntó
el que me había empujado hacía el asiento.
―Lo último que recuerdo es que
Jeremías me ponía la toalla en la cara.
Por fin dejó que me levantara y
actué como lo habría hecho cualquiera en mi lugar, me acerqué al mostrador, cogí
un bol, apliqué un poco de crema de afeitar y batí con la brocha. Evidentemente
sin dejar de mirar la escena, que se me antojaba novedosa.
―¿Eso es un desfibrilador?
―¡Señor por favor, apártese!
Me aparté y me miré en el espejo,
comencé a aplicarme la espuma uniformemente por las mejillas, la barbilla y el
cuello.
―¿Qué edad tiene?
―Cincuenta, ¿Por?
―¡Cincuenta! Pues está muy
desmejorado. ¡Jeremías despierte!
Miré a través del espejo y llegué
a la conclusión de que no preguntaban por mi edad sino por la del inerte
barbero, lo dejé estar, con un pulso que Jeremías envidiaría comencé a rasurar
mi cara.
Fueron tres o cuatro descargas las
que aplicaron sobre el pecho del fígaro, y a cada una de ellas una convulsión,
pero nada de vida. Apliqué la loción sobre mi cara afeitada y miré de nuevo la
escena.
―¿Hora de la muerte? ―dijeron
justo cuando sacaba los billetes del bolsillo, que de forma automática
volvieron a su hogar.
―Señor, ¿Dónde va?
―Tengo una cita importante, si me
disculpan.
―Pero es usted amigo del finado…
―Hombre amigo… lo que se dice
amigo..
―¡Señor!
Salí del local de Jeremías, con
una extraña sensación, técnicamente no había traicionado al peluquero, el que
me había traicionado era él. Para poder morirse uno debe jubilarse, no se puede
morir uno dejando clientes a medias, eso no me lo había dicho mi padre, pero si
yo hubiese tenido un hijo se lo hubiese dicho.
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