martes, 21 de enero de 2014

ASUNTOS PROPIOS IV: El pulso de Fígaro

Así pues desaparecí de escena sorbiendo jugo de mandarina de mi hermoso bigote, que como pude comprobar mirándome en el reflejo de un escaparate, necesitaba urgentemente una puesta a punto.

Mi padre abandonó a mi madre por una exuberante modelo brasileña, lamentablemente el tiempo puso a todo el mundo en su lugar y mi padre no tuvo otro remedio que aceptar algo que casi todo el mundo sabía menos él, su despampanante mujer carioca era en realidad un ex funcionario de correos cordobés, la relación duró unos meses más pero Abella anteriormente conocida como Jacinto, no soportó que mi padre le hubiese mentido con su edad y lo abandonó. Justo antes de toda esta historia, cuando todavía mis padres disfrutaban de un clásico matrimonio, cásico en lo de compartir mando a distancia, mi progenitor me dio, el que probablemente ha sido el mejor consejo que ha podido darme, un hombre jamás debe traicionar a su barbero.
No es habitual que un hijo siga los consejos de su padre, pero para desmarcarme de la normalidad yo lo hice, y jamás he traicionado a Jeremías mi octogenario peluquero de inquietante pulso. Más turbador es aún el cartel de su peluquería que publicita la especialidad de la casa: “Jeremías, expertos en corte a navaja”.
Entré en la peluquería y Jeremías me recibió como suele hacerlo, desempolvando la capa de corte y mostrándome el camino hacía el sillón con la mano extendida.
―Vaya bigote que me trae.
―Hoy más que nunca preciso de sus servicios Don Jeremías.
El barbero se colocó frente a mí y me miró, del mismo modo que un pintor debe mirar el lienzo. Más tarde revisó el mostrador y eligió un peine y una tijera, tan antiguos como el resto de elementos del local que estaba formado por un sillón de skay, varios espejos, dos butacas, algunos cuadros de señores, que probablemente ya están muertos, con distintos cortes de pelo y poco más.
Más allá del riesgo asumido que corren los clientes de Jeremías cuando aferra la navaja con pulso trémulo, el rato que uno pasa sentado en esa butaca es el más relajante que un barón puede tener, alejado de cualquier prejuicio, uno se deja hacer, deja que otro hombre le sobe la cara, le mese el pelo y  cuando se encuentra reclinado con la talla húmedo reblandeciéndole la cara y abriendo sus poros, hay algunos, en ese grupo me incluyo, que logra dormirse. Y eso es exactamente lo que sucedió en esa ocasión, tras una noche en la que un incendio y un armenio orate no me habían dejado descansar, los vapores eucalipticos de la toalla caliente se convirtieron en el más potente de los somníferos.
No sé cuánto tiempo estuve danzando con Morfeo, pero desperté súbitamente cuando en efecto me disponía a hacer aquello que se me tenía prohibido, sodomizar a Levon. La toalla por entonces fría, indicativo de que había dormido demasiado, me estremeció y la arranque de mi cara y la luz me dañó los ojos, hasta que pude acostumbrarme a la luz, todo eran tinieblas e imágenes deformes.
―¡Está vivo! ―gritó alguien.
Intenté ponerme de pie pero me lo impidieron empujándome con las manos hacía el asiento.
―No se levante por favor, está usted en estado de shock.
Por fin las tinieblas se disiparon y pude ver por fin como dos hombres vestidos con chalecos fluorescentes intentaban reanimar a Jeremías que estaba tendido en el suelo con los ojos abiertos y la lengua fuera.
―No estoy en estado de shock, estoy dormido, ¿Qué le ha pasado a mi peluquero?
―¿Se ha quedado dormido? ―Preguntó el que me había empujado hacía el asiento.
―Lo último que recuerdo es que Jeremías me ponía la toalla en la cara.
Por fin dejó que me levantara y actué como lo habría hecho cualquiera en mi lugar, me acerqué al mostrador, cogí un bol, apliqué un poco de crema de afeitar y batí con la brocha. Evidentemente sin dejar de mirar la escena, que se me antojaba novedosa.
―¿Eso es un desfibrilador?
―¡Señor por favor, apártese!
Me aparté y me miré en el espejo, comencé a aplicarme la espuma uniformemente por las mejillas, la barbilla y el cuello.
―¿Qué edad tiene?
―Cincuenta, ¿Por?
―¡Cincuenta! Pues está muy desmejorado. ¡Jeremías despierte!
Miré a través del espejo y llegué a la conclusión de que no preguntaban por mi edad sino por la del inerte barbero, lo dejé estar, con un pulso que Jeremías envidiaría comencé a rasurar mi cara.
Fueron tres o cuatro descargas las que aplicaron sobre el pecho del fígaro, y a cada una de ellas una convulsión, pero nada de vida. Apliqué la loción sobre mi cara afeitada y miré de nuevo la escena.
―¿Hora de la muerte? ―dijeron justo cuando sacaba los billetes del bolsillo, que de forma automática volvieron a su hogar.
―Señor, ¿Dónde va?
―Tengo una cita importante, si me disculpan.
―Pero es usted amigo del finado…
―Hombre amigo… lo que se dice amigo..
―¡Señor!

Salí del local de Jeremías, con una extraña sensación, técnicamente no había traicionado al peluquero, el que me había traicionado era él. Para poder morirse uno debe jubilarse, no se puede morir uno dejando clientes a medias, eso no me lo había dicho mi padre, pero si yo hubiese tenido un hijo se lo hubiese dicho.

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