A diferencia de los paramecios
que comparten mi lugar de trabajo, ellos prefieren que les llame compañeros, yo
no me siento indispensable. Conozco cual es mi tarea, y por ello soy consciente
que si me ausento un día de mi puesto, la empresa no se vendrá abajo.
Mi jefe, al que tampoco llamo mi jefe sino ameba reina, por eso de que
tampoco es mi compañero y tampoco lo tengo en gran consideración, opina que
aunque mi tarea puede quedar pausada durante un día, no tiene por qué permitirlo, así que me miró fijamente e intentó esbozar
una sonrisa, no le salió.
―Hombre Julius, comprenderá que
en estas fechas… Es complicado, el cierre, el equipo directivo entiende que los
trabajadores deben hacer un último esfuerzo, el año inglés…
Seré sincero, no estaba
escuchando, ese ser tiene algo que me obnubila, no es su personalidad que es
tan apasionante como una nuez, extraña comparación que sólo podrían comprender
si conociesen a la ameba reina. No es eso, no es su personalidad, es su cara,
su cuerpo, me atrae igual que un mosquito es atraído por una luz, ojos
diminutos, nariz puntiaguda, piel color ceniza, labios húmedos y manos frías,
como un no muerto o un no vivo, no sabría decir. Así que no escuchaba su
retahíla de tecnicismos, simplemente intentaba ver, concentrándome mucho, como
le corría la sangre por la vena palpitante de su sien.
―¿Me está escuchando Julius?
Lo miré y supe que se dirigía a
mí, porque me había nombrado y porque no había nadie más en su despacho.
―Gracias señor, intentaré traerle
los justificantes, aunque usted me cree a pies juntillas pues es un jefe
extraordinario y la persona que tiene el corazón más grande del edificio.
Quedó con el brazo suspendido en
el aire, con el índice en forma de gancho, la boca abierta y media lengua
fuera, sonó el teléfono y se dio por vencido. Salí del despacho, tal y como
entré, con la convicción que al día siguiente no iría a trabajar, tenía que
tomarme un día para asuntos propios.
La jornada había terminado, había
esperado hasta el último momento para reunirme con Amoeba Queen, a veces también lo llamó así, a él le gustan muchos
las palabras en inglés así que, para hacerlo feliz… Recogí mis bártulos que no
eran más que una gabardina y un par de mandarinas que no me había comido y salí
de la oficina. Me despedí de la secretaria que también hacía de recepcionista,
una muchacha que a pesar de su estatus de paramecio dividido por dos era bastante
simpática. Supongo que no podía ser otra cosa, hay personas que por su
condición no son capaces de ser simpáticos y antipáticos, felices o tristes,
tienen que elegir ser una, y esta era simpática y triste, y esa es una cualidad
maravillosa. Le saluda a uno amablemente con una terrible cara de desconsuelo,
y esas ambigüedades me fascinan. Así que
me despedí de ella y salí de la oficina.
Yo no le gusto al paquistaní y él
no me gusta a mí, es una extraña relación, la que mantengo con el viejo Saleem,
que se perdurará hasta que uno de los dos muera o uno de los dos mate al otro.
Yo no compro en otro sitio, mi despensa que no sería la más surtida del mundo,
sólo se nutre de productos de esa tienda. Entré y me miró como si fuese un
adolescente que sólo entra a robar chucherías, y probablemente yo sea su mejor
cliente, la única persona del mundo que hace su compra al completo en una
tienda de esa índole. Compré una lata de lentejas y una botella de whisky de
marca desconocida, barato a más no poder y de un color sospechosamente
adulterado, pero para el uso que tenía que darle era más que suficiente. Y como
siempre comenzó la lucha, me dobló el precio, yo golpeé el mostrador con la mano
y a él se le infló la papada y los mofletes como un pez globo que se hincha
ante el peligro. Regateé como un salvaje y él sudaba como el condenado a muerte,
finalmente logré una descuento del treinta por ciento y él tuvo que echar mano
a la sal de frutas, que dicho sea de paso yo mismo le compro y le llevo todos
los viernes. Huí de ahí antes de que como había sucedido alguna vez advirtiera
que le había robado una bolsa de pistachos, al fin y al cabo ¿quién no lleva un
adolescente dentro?
Cuando lo veo aparecer me siento
la persona más desgraciada del mundo, debe ser el único autobusero agradable de
la ciudad y es el conductor del autobús que me lleva hasta casa. Lo normal es
que una persona agradable salude al conductor y este harto de dar los buenos días,
calle y mire arqueando una ceja, pero este, saluda, maldita sea, saluda con una
enorme sonrisa y pregunta por tu estado, por la familia y charla sobre el
tiempo o el tráfico. Si algo bueno tiene un conductor de autobús que le va la
charleta es que es un tipo despistado y cuando se engancha con algún otro
pasajero yo puedo escurrirme hasta el fondo del vehículo sin pagar mi billete,
llevo doce años sin pagarle a ese pobre infeliz feliz. Me senté junto a la
ventanilla y abrí la bolsa de pistachos hurtada a mi archienemigo paquistaní y
comencé a degustar los frutos secos bajo la atenta mirada de una anciana, y sospeché
que tarde o temprano esta me recriminaría que tirar las cáscaras al suelo era
de mala educación, así que las recogí y cuando las tuve todas en la mano se las
lance a la cara como acción preventiva, haciendo que la abuela huyese entre
gritos y lamentos, mientras el bonachón y odioso conductor me amonestaba con
una sonrisa a través del espejo retrovisor como a un niño travieso. Le mostré
los dientes caricaturizando una sonrisa y saque mi lista del bolsillo, mi lista
para mi día de asuntos propios.
Me llamo Ramón Jacobo Capdevila y
Carretero, pero me hago llamar Julius. El deseo de mis padres de ponerme el
nombre de mis dos abuelos nunca me gustó, así que desde pequeño no respondo a otro
nombre que no sea Julius, un capricho como cualquier otro. Tengo cincuenta
años, trabajo de administrativo en una empresa de material de oficina, peso
sesenta y dos quilos, mido uno metro con sesenta centímetros y luzco un hermoso
bigote envidia de morsas y dictadores comunistas. Con esta escueta definición
deberían tener suficiente para hacerse una idea de con quien tratan, y si no…
en fin únanse a mis paramecios.
La lista estaba escrita en una
libreta, que por supuesto formaba parte de la escandalosa (para algunos, no
para mí) colección de material de oficina que tomaba prestada para siempre
de mi departamento. Tras el último
recuento: Catorce cajas de folios, dos cajas de libretas anilladas, seis de
bolígrafos negros, seis de azulees y dos de rojos, veintiséis grapadoras y una
docena de cajas de grapas y clips. Tenía intención de aumentarlo, pero con el
tema del cierre de números que la ameba reina no paraba de pregonar por la
oficina no había tenido tiempo. Releí la lista y me pareció que estaba
completa, había utilizado mi hora de comida y media hora encerrado en el retrete para elaborarla detenidamente.
Me pareció que aunque eran asuntos propios, el hecho de estar utilizando
material de oficina para redactarla la convertía en una lista prácticamente
laboral. Tenía un día bastante completo y la organización era algo primordial.
A primera hora de la mañana, y eso significa a las ocho en punto, tenía hora para
hacerme análisis de sangre, después de los análisis tenía cita con el médico de
cabecera para tratar diversos temas. Terminada mi reunión con el galeno debía
acudir al banco a luchar encarnizadamente con el cajero de turno por temas que
ya serán vistos. Cuando logre salir de la entidad bancaria debo acudir raudo y
veloz al ministerio de hacienda a llevar unos papeles, luego he llamado a mi
peluquero para que me haga una puesta a punto tanto de mi cabeza como de mi
bigote. Saldré del barbero y tendré que visitar a mi madre que pasa sus últimos
días (que se están convirtiendo en últimos años) en una magnifica residencia low cost, para arreglar unos apliques
que se niega a que repare el de mantenimiento por el motivo que sea. Huiré
cuando antes del ambiente añejo del geriátrico y acudiré a ver a mi padre que
goza de una segunda juventud en su apartamento, un anciano divorciado que se
empeña en jugar una partida con su hijo y a la que no puedo negarme ante la
amenaza de un acción terrorífica que me dejaría sin herencia. Sin comentarle
que he visto a su ex mujer saldré del apartamento para acudir a una reunión con
el administrador de la finca donde vivo y de donde soy presidente muy a mi
pesar. Cuando termine con la sanguijuela debo conseguir un árbol de navidad, a
poder ser ya adornado para que los rizópodos amargados de mi vecindad no se me
echen encima al ver que en estas entrañables fechas navideñas el portal del
edificio aún no está adornado. Y se acabó.
Cuando levanté la vista, el
sonriente y pedorro conductor me señalaba que ya había llegado a mi parada y lo
dejé en su asiento despidiéndose amorosamente y caminé algunos metros hasta que
dejé de oír su vocecilla de duende caramelizado.
Entré en mi apartamento raudo,
debía calentar y comerme las lentejas antes de veinte minutos, de lo contrario
traicionaría la extraña promesa que le hice a la enfermera jefa del centro de
salud de ir en ayunas a los análisis. Así que vertí el bloque gelatinoso de
lentejas caseras, eso dice el envase, en un plato y lo metí en el microondas.
No me pregunten por qué, pero vi
sus ojos en la llamarada. Eran como los ojos de la diosa Hera en las plumas de
un pavo real, los diminutos luceros de la ameba reina se me antojaron presentes
en las chispas y la llamarada que inundaba mi cocina. La campana extractora,
los muebles altos, el techo de pladur y por supuesto el microondas eran una
sola cosa, una enorme e incandescente bola de fuego. Y al ver sus ojos en ese
fuego, me quedé como me quedo cuando estoy ante él, patidifuso, me había
encendido un cigarrillo aún con la gabardina puesta y miraba arder mi cocina,
pasó un rato cuando un enorme tipo vestido de bombero pasó junto a mí mirándome
como si estuviera loco, tampoco pareció gustarle que fumase, pero estaba en mi
casa y las normas son las normas. Los bomberos acudieron tras el aviso de
algunos vecinos que se alarmaron al observar como la ventana de mi cocina
escupía lenguas de fuego hacia el patio de luces. Un grupo de cucarachas
vecinales se agrupaban en la puerta de mi apartamento, por supuesto nadie se
atrevía a entrar, mi bigote estalinista no era lo único que tenía mal carácter
y en mi reinado habían aprendido a respetarme. Los bomberos abandonaron la
escena, tras convertir, lo que en un principio había sido mi cocina, luego se
trasformó en lo que denominaríamos como el ojete del mismísimo lucifer, en un
lago de agua, espuma y cenizas. Por supuesto antes de marcharse precintaron la
puerta y me advirtieron que bajo ningún concepto podía dormir en mi casa.
Me quedé con la colilla apagada
bajo el bigote y rodeado por la vecindad. Los miré, supongo que alguno atinó a
pensar que mi mirada esperaba una invitación a sus casas, para poder pasar esa
noche. Puede ser, no mentiré al respecto el hecho de que mi casa se hubiese
convertido en una cueva de suciedad calcinada me había turbado un poco, pero
ese lema que había esgrimido en mi mandato de presidente: “Prefiero que me
teman a que me amen” no acrecentaba la caridad de mis vecinos.
―Confiábamos en que hubiese
muerto ―dijo la siempre adorable doña Encarnación, la nonagenaria vecina del
séptimo, a la que siempre la amé por su sinceridad.
―Yo he sobrevivido al fuego doña
Encarnación, ¿podrá usted superar otra noche con noventa años? Las apneas son
muy peligrosas a su edad.
Evidentemente fui reprochado y
los que aún estaban en el rellano desaparecieron felices de verme ante esa
situación. Me quedé unos instantes sólo en el descansillo, me metí las manos en
los bolsillos de la gabardina y palpé la libreta y la botella de whisky. En
efecto, un día de asuntos personales es al fin y al cabo un día de asuntos
personales, así que el tema del incendio…
Al diablo, nunca mejor dicho.
Soy un hombre de recursos, tengo
las cosas claras y no me ando con rodeos, si bien no había cenado tenía que
dormir y por supuesto lo haría bajo techo. Llamé al timbre insistentemente, la
luz se encendió, sonaron unos pasos y la puerta se abrió.
―Ha llegado el momento que le
rinda pleitesía a su presidente.
Continuará…
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