martes, 14 de enero de 2014

ASUNTOS PROPIOS II: Dulces sueños y feliz amanecer

Contraté a Levon por varios motivos, pero el principal era que me amenazó de muerte si intentaba violarlo. Había sido funcionario de prisiones en su Armenia natal y había visto muchas cosas, tenía claro que no iba a permitir que otro burócrata, se refería a mí, le jodiese la existencia. Y ahora cito textualmente: “Si usted o alguno de los vecinos intenta sodomizarme, les abriré el estómago y me orinaré dentro”. Esa fue sin duda la frase que me cautivó, yo no tenía ninguna intención de sodomizar a nadie pero no podía poner la mano en el fuego por ninguno de los habitantes del edificio, así que era un riesgo que me apetecía correr.

―Ha llegado el momento que le rinda pleitesía a su presidente ―repetí.
Se apartó para dejarme paso y señaló el sofá. La casa, en realidad un diminuto, casi ridículo apartamento, olía a sopa caliente, a naftalina y a humedad. Más tarde descubrí que era la propia sopa la que olía a naftalina y humedad.
―Se ha quemado mi casa.
―Lo sé ―respondió.
Vestía su uniforme, era un hecho curioso, yo le había propuesto comprarle algún tipo de atuendo, un guardapolvo o algo por el estilo, pero me indicó que él sólo vestía un único uniforme, el de las fuerzas armadas de la República Socialista Soviética de Armenia. Y así era, nunca lo había visto vestir de otra forma, nunca de paisano, como si el secretario de los estados soviéticos se dedicase a barrer el portal de mi edificio.
―¿Lo sabe? No lo he visto.
―No he ido.
―Entiendo, confiaba en que estuviera muerto, ¿no?
―Un poco de fuego no terminaría con usted, estaba tranquilo.
―Necesito un lugar donde dormir.
Sin mediar palabra se acercó a un armario y sacó una manta verde, evidentemente de herencia militar, y la dejó caer en el suelo.
―Dormirá en el suelo, yo también duermo en el suelo, no sé dormir en una cama, no tengo cama.
Se acercó, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su guerrera y me lo ofreció.
―Tabaco Armenio, es mucho mejor que la basura que fuman aquí. Armenia es el tercer país en el mundo por muertes por tabaco. Tabaco de verdad.
Arquee la ceja y cogí un cigarrillo, nunca me habían ofrecido un cigarrillo asegurándome que ese mataba más que cualquier otro, había fumado tabaco de importación china, falsificaciones de tabaco americano, puro benceno, pero ese tabaco, el Grand Tobacco como rezaba el paquete era azufre, auténtico azufre, la garganta me quemó como había quemado mi microondas, pero no tosí, cualquier cosa menos mostrar debilidad ante Levon.
―Ahora a dormir. Y recuerde si intenta sodomizarme…
―Si lo sé, rajado y meado, lo recuerdo.
Asintió sonriente y desapareció dentro de una habitación.
Extendí la frazada en el suelo y sin quitarme siquiera los zapatos me tumbé en ella. Quedé como un cadáver boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos abiertos. Miré a mí alrededor y lo que Levon llamaba hogar, no era más que un sótano inmundo, un cubículo mohoso donde apenas se podía respirar. Pasaron las horas y no conseguía dormir, no era el sobresalto que podía causar sobre cualquier persona el saberse desahuciado por las llamas, era ese insoportable ruido, esa respiración de moribundo que procedía de la habitación del Armenio. Una mezcla entre ronquido y estertor atravesaban las paredes para rodearme como un fantasma, chasqueé la lengua contra el paladar en un intento de que los sonidos cesaran. Y cesaron. Por fin pude cerrar los ojos.
―¡En pie! ―Y un pisotón me hizo doblar sobre mí mismo ―En pie cerdo capitalista.
Levon estaba en calzoncillos, con la guerrera puesta y abierta de par en par mostrando un torso peludo, desnudo y plagado de tatuajes. Estaba sudoroso, con los ojos en blanco y sosteniendo un revólver.
―¿Pero qué…?
―En pie te digo, maldita sanguijuela. ―Y me agarró del cuello de la gabardina para hacerme incorporar.
―Se lo que has hecho, pero eso no es suficiente, cantarás como un pajarito, cantarás como una soprano.
Ahora, con las luces prendidas pude ver mejor a Levon, en efecto estaba como loco, pero un loco dormido, las comisuras de la boca estaban enmarcadas por espumarajos resecos, los ojos totalmente en blanco pestañeaban y cimbreaban intermitentemente, en cuanto al pulso, nada, firme como un roble, empuñaba el arma y me apuntaba a la cabeza. Empezaba a arrepentirme de acudir a él, pero ahora, maldita sea ahora era demasiado tarde, probablemente terminaría destripado y orinado y por alguna razón sólo pensaba en mi análisis de sangre.
―Tenemos informes sobre ti. Sabemos que has traicionado a tu patria. ¿Y por qué? Por un puñado de dólares, por el dinero del diablo.
―Levon, estás cometiendo…
―¡Silencio! Pústula, ni se te ocurra tutearme, ni se te ocurra hablar si no es para responder a nuestras preguntas. Alek trae los alicates, haremos hablar a esté traidor.
Ambos quedamos en silencio, yo miré a mi alrededor, la perorata había sido tan convincente que creí por un momento que el tal Alek, saldría de cualquier rincón blandiendo unos alicates para hacerme vete a saber qué. Pero evidentemente Alek no estaba, estaba sólo en la mente sonámbula del psicópata de Levon.
―¿Quieres dinero? ―Se me ocurrió que quizá era una buena solución, que quizá un par de euros calmarían la sed de venganza del sádico.
―Sobornooooooooo. ―Y ahí se detuvo, con la o de soborno flotando en el ambiente, no era un grito, simplemente sonaba como un globo al deshincharse, un largo suspiro y después ruiditos de gorgoteo, de ahogado.
Lo miré por última vez desde la puerta, seguía de pie apuntando con el revolver a la nada, tembloroso y cogiendo un paquete de Grand Tobacco que encontré sobre la mesa, di por zanjada mi velada con Levon y salía a la calle.
Eran las seis y media, tenía hora para los análisis a las ocho, así que encendí uno de los palitos de la muerte armenio y comencé a caminar por las heladas y solitarias calles. Llegué, como era de esperar, muy temprano al centro de salud, estaba hambriento, un hambre voraz hacía que mis tripas rugieran como los engranajes oxidados de una locomotora, pero sabía que tenía que aguantar. Había dos motivos, el primero la ya nombrada promesa que le hice a la enfermera y en segundo lugar la posibilidad que la ingesta de alimentos alterase mis análisis. Sentado en un banco, frente al centro, comencé a pensar detenidamente en estos dos motivos, ¿era posible que comer un cruasán y tomar un café con leche quince minutos antes de los análisis alterase los resultados? Lo más probable era que no, así que con la fuerza pavorosa que tiene la sugestión me convencí que la única razón que tenía para no comer era la promesa. ¿Pero en esta sociedad podrida, en esta urbe de gente solitaria, de números sin cara, quién cumple sus promesas? Uno puede cumplir una promesa ante un amigo, ante un familiar querido, es cierto, pero ¿quién demonios es esa enfermera? Una mujer a punto de jubilarse, muy malhumorada cierto, pero al fin y al cabo, nadie importante.
Disimulé el eructo apretando los labios y el gas me salió por la nariz, me limpié los labios con una servilleta y la dejé en el plato que minutos antes había albergado un pepito de ternera con pimientos fritos, me tomé el café de un sorbo y le pagué al camarero. En efecto, mi moral estaba tan corrupta como yo esperaba, no tenía ni un ápice de remordimientos, me sentí orgulloso de mi mismo.
El centro ya estaba abierto, así que entré, camine por un largo pasillo y llegué a la sala de espera. Informé de mí llegada a la recepcionista que soñolienta me miró y señaló la fila de asientos, haciéndome comprender que debía esperar mi turno, a poder ser calladito. El centro comenzó a llenarse de ancianos, ese es su hábitat natural, van llegando y se van preguntando “¿A qué hora tiene usted?”, “¿Han salido ya a pedir los nombres?”, “Siempre se retrasan, fíjese que el otro día..” es un mero entretenimiento.
Le enfermera hizo acto de presencia, y como si de una famosa cantante se tratara, los ancianos se arremolinaron a su alrededor, blandiendo tarjetas sanitarias, recetas y papeles con las citas.
―Capdevila. ―Dijo mirando entre los ancianos.
Me acerqué a ella y sonreí. Los ancianos, me miraban, iracundos, a pesar de que uno lleva esperando en la puerta desde antes que el centro abra, ellos por el simple hecho de tener treinta años más que uno, opinan que deberían pasar antes. Moralmente yo tengo más derecho que ellos, soy más joven, me queda más que vivir, debo ser curado antes, ellos por el contrario ya están entre los noventa y la muerte, ¿qué más les da?
Como ya sabía de qué iba el paño, no fue preciso que la enfermera, con su cardado portentoso, su bata impoluta, me diese ninguna indicación, simplemente me senté, me arremangué y esperé el pinchazo.
―Ha comido.
La miré como hay que mirar en estos casos, ofendido.
―¿Pero cómo dice eso? Yo le hice una promesa y la he cumplido.
―Usted ha comido.
―Mire si vamos a seguir por este camino… ―ofendido, muy ofendido.
―Lo he visto en el bar zampándose un bocadillo ―pillado, muy pilado― pero no se preocupe, no sé que tiene usted con el doctor, pero le da igual.
Abrió la puerta del despachito y chistó, como si llamase a un perro, una muchacha de aspecto fantasmagórico se acercó.
―Marisa, sácale sangre al señor.
―¿Pero y usted?
―Yo ya no saco sangre, hay que dejar paso a la sangre nueva. ¿Lo pilla?
Era probablemente una mezcla de varias cosas lo que no me gustó de la muchacha, la ortodoncia, las legañas, su labio leporino y por supuesto el pulso tembloroso. Me ató la goma, golpeó mi antebrazo y esperó a encontrar la vena. Eso era fácil, hasta yo podía hacer eso, actuar por repetición, no era el primer análisis que me hacía, pero lo de encontrar la vena eso ya era harina de otro costal, no sólo para mí, también para la joven Marisa.
Es más que probable que el enjambre de ancianos que esperaba en la sala disfrutase con mis gritos y que se mirasen los unos a los otros y asegurasen que lo que tendría que haber pasado es una guerra. Probablemente, no soy hijo de una guerra, pero eso no me hace merecedor de semejante martirio, fueron dieciséis las estocadas que me asestó la inútil de Marisa, y evidentemente al final la encontró, no porque finalmente fuera  un pinchazo certero, sino porque no había otro lugar donde pinchar, en todos los demás no había vena, en ese, que era el último rincón de mi brazo tenía que existir una maldita vena.

―Ahora ya se puede tomar un café y un cruasán, para no marearse. ―Dijo sonriendo la enfermera jefa ―¡Siguiente!

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