martes, 28 de enero de 2014

ASUNTOS PROPIOS V: Tendrá que servirme.

La joven administrativa tenía menos luces que un cayuco y fue gracias a ella que conseguí la plaza en ese centro. Drogué a mi madre con un buen somnífero lo suficiente para no matarla y para mantenerla más o menos despierta, babeante e ida.  El resto fue bastante fácil, un carné de familia numerosa conseguido por el yerno del doctor Carbonell , una historia triste, un par de cientos que había sacado de la cartilla de mamá y voilà una habitación doble con vistas al jardín. Nada es demasiado para mi querida herencia octogenaria.

Entré en el geriátrico con la gabardina arrugada pero con un bigote impoluto, no hay nada mejor para la autoestima de un hombre que tener un bigote acicalado, uno puede pasar la noche entre llamas y armenios majaretas, y pelearse con un extremeño experto en lucha grecorromana pero si logra mantener su bigote a salvo y darle un repaso en una buena barbería (resquiescat in pace Jeremías) está todo hecho. En mi caso todo, lo que se dice todo no, no era más de media mañana y aún tenía todo un día por delante y quizá lo que se me presentaba era una de las partes más difíciles, la visita a mi madre.
Lo consiguió en vida, me refiero a su vida familiar, y lo ha logrado en su vida asilar. Es la dueña y ama del lugar, y para el que quiera saber cómo se logra eso, se lo explicaré, la única forma de gobernar un lugar con mano férrea es dominar la información y si hay dios, él sabe que mamá domina la información, es el centro neurálgico de la información. Mamá se ha convertida en la administradora de las habladurías y en una especie de mercachifles geriátrico.
Me asomé a la habitación de mi madre y ahí estaba, sentada en su butaca, la misma que tenía en casa y la que se hizo traer, junto con el viejo televisor de tubo y la alfombra persa, frente a ella, sentado en un taburete que lo colocaba estratégicamente por debajo de su mirada un anciano le agarraba la mano.
­—No se preocupe Domingo, su nieto vendrá a verle. ¿Pero dígame cuanto hace que no lo ve?
—Casi diez años doña.
—Delo por hecho.
El anciano de rodillas besaba la mano de mamá como los chupacirios babean los anillos de los obispos, y entonces escuché lo último que me faltaba por escuchar.
—Pero recuerde, un día, y puede que ese día no llegue, acudiré a usted, y tendrá que servirme… pero hasta entonces… acepte mi ayuda en recuerdo de nuestra amistad.
Tócate los cojones María Antonieta, había pasado a un nivel superior, se había convertido en el Padrino, mejor dicho la Madrina del geriátrico. El tal domingo abandonó la habitación, y yo observaba la escena, mi madre sentada en el sofá, Lourdes, otra anciana de imposible cardado y a todas luces su consigliere, se acercó a ella.
—Ahora estoy contigo —dijo sin mirarme— Que se ocupe de esto el actor que viene por Navidad, Domingo no sabe dónde está y no se dará cuenta.
—¿Y si se niega?
—No creo que ocurra, pero si a ese titiritero de tres al cuarto se le ocurre faltarme el respeto de esa forma, recuérdale como manoseaba con sus pezuñas a la enfermera Marisa, él comprenderá la situación.
—Hola mamá —interrumpí.
—Los mayores están hablando, y a los mayores no se les interrumpe.
—Hola Lourdes, ¿Cómo estás?
—Hola chiquitín, que hermoso bigote traes hoy.
—Gracias Lourdes.
—Os dejaré solos para que habléis tranquilos.
Siempre, en todas la visitas que realizo al geriátrico, hay unos minutos en los que mi madre y yo nos quedamos callados, yo pienso en lo que me gustaría decirle y no diré y ella piensa en lo que le gustaría decirme e indudablemente me dirá.
—Estás más gordo.
—No creo.
—Saliste de mis entrañas, puedo notar a distancia si te has engordado o no, y te digo que estás más gordo.
“Saliste de mis entrañas” esa frase ha sobrevolado mi infancia y mi madurez desde que tengo recuerdo, siempre que mamá tiene algo que decirme, algo que recriminarme me recuerda que yo salí de sus entrañas y que por ese motivo le debo respeto y probablemente pleitesía.
—¿Cómo estás mamá?
—Cansada de vivir, encerrada por mi propio hijo y harta de tu bigote.
—Me encanta mi bigote, no estás encerrada y para el cansancio de vida tengo la solución.
—¿Me has traído lo que te pedí?
Nunca le he preguntado a mamá que es lo que hace con todas las recetas, pero imagino que mercadea con ellas, no la juzgo, cada uno tiene sus aficiones y reconozco que al estar encerrada en un lugar como ese (en efecto está encerrada, mamá no puede andar suelta por la calle, es una chiflada, no por anciana sino por condición) una debe tener sus aficiones.
—No me hagas poner las gafas, ¿Qué me traes?
—Un poco de todo indapamida, metolazona, sertralina… lo habitual.
—No esperes que te de las gracias, es lo menos que puedes hacer por tu madre, ya que la tienes encerrada en esta cárcel, en este cementerio de elefantes.
—Mamá…
Lo que voy a relatar ahora, no es más que otro de los episodios que mi madre, sabiendo que tiene entre sus huesudos dedos mi futuro y mis criadillas, me hace vivir. Ya he hablado de mi herencia, y esa herencia sólo se conseguirá si uno no hace enfadar a esa mujer. Y la única forma que existe para no hacerla enfadar es, obedeciendo.
—En la planta de arriba, al final del pasillo de la izquierda, está la habitación trescientos nueve, en ella vive Pascual. Pascual, tiene varias características, la primera es que es un ex boxeador, pero muy ex, tiene casi noventa años y la segunda es que es un auténtico ludópata. Esta última es la que le ha llevado a deberme un anillo de oro que apostó en el bingo y que no ha querido pagar.
—¿Pero qué dices mamá?
—Lo que digo es que subirás a la habitación trescientos nueve y le quitarás el anillo a Pascual y se lo traerás a tu madre.
Me levanté airado, en otras circunstancias no me hubiese molestado robarle un anillo a un anciano moribundo, yo soy de los que creo que los jóvenes debemos aprovechar las oportunidades que nos da la vida, pero ser cómplice de un delito de una anciana loca me repateaba la quijada.  Evidentemente, mamá me convenció. Se levantó y señaló con sus largas uñas nacaradas y alzó la ceja pintada para decirme:
—Te parí con dolor, nueve horas de parto, nueve horas de agonía, pensé que eso terminaría pero me sigues causando el mismo dolor. Saliste de mis entrañas para no darme más que disgustos. Obedecerás a tu madre o sufrirás las consecuencias.
El azar de la teatralidad quiso que la luz se apagase y que mamá quedase entre tinieblas, con el brazo extendido y la barbilla alta, como una bruja en un aquelarre, ahí al dejé, sola guardando mi herencia y me dirigí a la habitación del tal Pascual.
Uno debe saber cuando sorprenderse y cuando no, así que decidí no sorprenderme cuando compartí ascensor con una anciana que empujaba una silla de ruedas ocupada por una enfermera inconsciente. Aun así, la gente incluso los ancianos, tienden a querer dar explicaciones cuando se encuentran en una situación como esa, así que mientras subíamos en el ascensor la anciana me miró atravesando el grueso cristal de sus gafas y dijo:
—Le quiso hacer una lavativa a la doña.
Me límite a abrir bien los ojos, a dibujar una sardónica sonrisa bajo mi mostacho y a asentir como un autómata. La anciana pareció quedar satisfecha con mi reacción y despareció por un pasillo cuando se abrieron las puertas del elevador.
La puerta estaba cerrada, pensé en llamar a la puerta, pero caí en la cuenta de que me disponía a cometer un delito así que opté por el sigilo. Giré el picaporte que chirrió como cien grillos epilépticos e intenté atenuar el sonido como lo hacemos los humanos encogiéndonos de hombros, apretando los dientes y cerrando los ojos, no funcionó, pero abrí la puerta sin respuesta del interior. Con un rápido movimiento felino me introduje en el dormitorio de Pascual y cerré la puerta. La habitación estaba a oscuras, tardé un par de minutos en acostumbrarse a la oscuridad, cuando lo hice, cuando mis pupilas se dilataron los suficiente pude observar a un hombre durmiendo en la cama, modo faraón, con las manos cruzadas sobre el pecho y la respiración pesada.
Calva reluciente, ojos cerrados, pecho abultado y unas manos de labriego que antaño habrían repartido ostias como panes. Pude ver, no era demasiado complicado por el tamaño, un enorme anillo de oro en el dedo anular de la mano derecha. Suele suceder, que si uno no se saca el anillo en cincuenta años este se va adaptando al dedo y por consiguiente la parte superior se hincha y suele ser imposible sacarlo sin cortar el apéndice, no es necesario indicar que me encontraba en esa situación.
Tosí fuertemente apropósito y me escondí debajo de la cama, no hubo respuesta, quise afianzar mi situación y desde mi escondite golpeé con el puño la parte baja de la cama, sin respuesta, por suerte mi víctima tenía el sueño profundo, así que salí de nuevo a la oscura superficie del dormitorio y me arremangué para proceder con la sustracción de la joya.
Pasaron varios minutos y comprendí que no era un sueño profundo lo que tenía el ex boxeador, era una muerte en vida. Terminé sentado a horcajadas sobre su pecho intentando arrancar el anillo, imposible. Retorcí la joya hasta convertir el dedo en una morcilla violácea sin ningún resultado. Así que, sólo me quedaba una opción, cerré los ojos, abrí la boca e introduje el dedo del anciano. Mientras aplicaba mi saliva en el dedo, pensé en mamá y en cómo, en contra de todo pronóstico, podía odiarla aún más. Aferré el anillo con mis dientes y tiré, tiré de él con todas mis fuerzas y empezó a deslizarse dedo arriba, tiré más fuerte aún y por fin el anillo salió como el corcho de una botella de champán, y yo caí al suelo jadeante con la boca llena de oro.
La anciana seguía paseando el cuerpo inerte de la enfermera, la saludé amablemente y ella me respondió con una sonrisa. Cogí el ascensor y desparecí de la escena del crimen.
—¿Cómo has tardado tanto? He conseguido que hoy sirvan puré de zanahoria para comer, casi no te espero.
Puse el anillo sobre la cama. Y giré sobre mí mismo para huir de mi madre.
—Alto ahí. Hoy estoy un poco orgullosa de ti, has obedecido casi sin rechistar a tu madre. Eso algún día te será recompensado, puede que ese día no llegue nunca…
—Adiós mamá.

Oí su voz mientas se cerraba la puerta del ascensor, decía algo de sus entrañas, de esas entrañas que escondían mi herencia, que ahora había aumentado con un anillo de oro…

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