Cuando fui
investido presidente, en una sencilla ceremonia a la que sólo acudí yo y una
botella de excelente orujo blanco, asumí además del respeto de mi vecinos (como
ya se ha podido comprobar) alguna tarea un tanto desagradable, entre ellas
reunirme periódicamente con el administrador de la finca para tratar temas tan
anodinos como la reparación del cable del ascensor que había sido mordisqueado
por una nueva raza de ratas mutantes capaces de lacerar el acero o el saneado
del tejado, el mantenimiento del cual había sido inexistente desde la década de
los treinta, consiguiendo así que el agua de la lluvia filtrase en el techo del
vecino del ático creando una espesa capa de hongos y musgo en el techo de su
vivienda.
Supe desde el
principio que el administrador no era un tipo de fiar, los indicios que me
habían llevado a tal conclusión eran varios, a saber: uno, su oficina se
encontraba en el sótano de una sala recreativa; dos, su secretaria era una
joven culturista de cien quilos que se pasaba el día haciendo abdominales en el
suelo de la oficina; tres, a pesar de llamarse Ramírez el administrador se
hacía llamar Schiaccianoci , Señor Schiaccianoci, que traducido a la lengua de
Cervantes significa cascanueces. Espero que comprendan que ese nombre no es fruto
de una secreta afición de nuestro administrador por el famoso compositor Chaikovski.
Llegué tarde a la
reunión, asumo todas las culpas, al entrar en el garito de Ramírez, perdón de Schiaccianoci,
observé a una ama de casa que sujetaba con una mano el mango del carrito de la
compra y con la otra apretaba incesantemente los botones luminosos de la
máquina tragaperras, observé también como se levantaba presurosa al darse
cuenta de la hora que era, así que sospechando que había dejado la máquina,
como se dice, calentita, aproveché para echarle un par de monedas para probar
suerte, setenta euros más tarde recordé
la reunión y me encaminé hacía el fondo del local.
La amazona de
músculos de hierro me sonrió, en realidad no era exactamente una sonrisa, me
mostró los dientes mientras levantaba un par de mancuernas del tamaño de dos
cabezas de cría de elefante, así que era más una mueca de dolor que una
sonrisa.
—Le está esperando
—dijo al mismo tiempo que soltaba las mancuernas y se limpiaba el sudor de las
axilas con una toalla.
Me acerqué a la
puerta del despachó e hice sonar mis nudillos contra ella y del interior una
vocecilla me autorizó a pasar.
—Señor Schiaccianoci,
tanto tiempo, ¿cómo le va?
—Siéntate Julius
y déjate de mamonadas.
El cascanueces de
Ramírez estaba tras una enorme mesa de madera oscura, sentado en una butaca de
cuero estratégicamente más alta que los demás asientos, imaginaba como sus
piernecitas colgarían sin llegar al suelo y sonreí.
—Ya tengo el
presupuesto para la reparación del cable del ascensor, así que ya puedes
informar a los vecinos que habrá una derrama.
—¿Y a cuánto
asciende ese presupuesto?
—¿Cómo?
—¿Qué cuánto es?
Schiaccianoci se
pasó la mano por el pelo grasiento y me miró con una teatral decepción.
—Julius… ¿qué he
hecho yo para merecer esto?
—¿Cómo dice?
—¿Por qué
desconfías de mí? ¿A caso os he fallado alguna vez? ¿Ha caso los operarios que
he mandado no han sido de toda confianza?
—Con todos los
respetos señor Schiaccianoci, tuvimos que pedir un crédito para pagar el pulido
del mármol de la entrada, nos pareció un precio un poco excesivo…
—¡Respeto! ¿Tú me
hablas de respeto?— dio un salto y bajó de su asiento, y con pasos pequeños pero
rápidos rodeo la mesa y ahí lo pude ver en todo su esplendor, metro sesenta
bigote finito y pies de geisha —Contrataste a un portero sin mi consentimiento,
sin consultarme y parece ser que es un ruso de muy mal carácter, y para más
inri, supongo que creías que no me iba a enterar, has quemado tu casa para
cobrar el seguro.
—¿Cómo?
—No te hagas el
loco, me han llamado los vecinos para advertirme, ya sabes que soy el corredor
que lleva todas las pólizas del edificio, tarde o temprano me iba a enterar,
eres un bicho Julius, un auténtico bicho.
Cobrar el seguro,
maldita sea no se me había ocurrido, con semejante día no había tenido tiempo
para pensar en ello, de todas formas la acusación de Schiaccianoci no dejaba de
ser ofensiva. Quise levantarme pero el pequeño administrador mafioso saltó
sobre mí como una comadreja y quedó parado sobre mis rodillas agarrándome las
solapas de la gabardina.
—Hubo otro
presidente, hace tiempo, tú no lo conociste, se llamaba Soriano. El tal Soriano
era tan atrevido como tú y un día se presentó en mi despacho, como lo has hecho
tú hoy, con acusaciones y con desprecios, ¿sabes lo que le sucedió?
—¿Se constipó y
dijiste que habías sido tú?
Sucede a menudo
que los matones son matones por que los demás quieren que sean matones, es
decir, que nadie les ha plantado cara jamás y que gracias a eso se convierten
en lo que son, pero no por méritos propios, ese era el caso de Schiaccianoci,
un tipejo al que jamás nadie le había subido el tono y así se quedó cuando
recibió mi impertinencia, con la boca abierta y los ojos llenos de ira, levantó
la mano derecha, abrió la palma de la
mano y me propinó tremenda bofetada, automáticamente me levanté, el perdió el equilibrio
y cayó al suelo.
—Mira renacuajo
—dije acercándome a él— a mí que intentes timar a la gente me trae sin cuidado,
lo que me jode es que intentes timarme a mí. Yo no soy un tipo al que puedas
ningunear, acabo de batirme en duelo con mi padre con espadas, ¿entiendes? Me
importa un carajo lo que le pasó al tal Soriano, así que ahora mismo me vas a
enseñar el presupuesto del ascensor y yo te diré si está bien o está mal.
—¡Lolaaaaaaaa!
Lola,
evidentemente era la amazona de la recepción que entró como un miura en el
despacho del gánster liliputiense dispuesta a comerse cualquier ser vivo que
interceptase en su camino, exceptuando, claro está, al propio Schiaccianoci,
así pues eso me convertía en el único blanco de su ira.
El día me había
acostumbrado a los combates cuerpo a cuerpo así que en lugar de huir, como
hubiese sido la opción más lógica, esperé la embestida de la guerrera y fue tal
y como lo describo, una embestida. Arremetió contra mí con hombro y cabeza, aplastándome
contra el escritorio, solté un bufido y golpeé repetidamente la espalda de la
mujer con ambos puños, como un martillo, pero ni se inmutó. Aferrándome con los
dos brazos, que no era brazos sino tenazas me apretó la cintura y me levantó
del suelo, y apretó y apretó y yo cada vez podía respirar con más dificultad.
—¿Lo ves Julius?
A qué hora te imaginas más o menos lo que le sucedió a Soriano —A penas podía
respirar así que no pude responder a Schiaccianoci.
—Contra la
pared Lola —Y Lola obediente me aplastó
contra la pared —Te diré lo que sucederá ahora mequetrefe, pueden suceder dos
cosas, la primera es que Lola te parta en dos como una rama seca, y la segunda
es que te calles la boca y aceptes las condiciones de nuestro contrato, es
decir, tu sonríes y yo cobro.
Comprendí que estaba
perdido, mi honor, por llamarlo de alguna forma, no me permitiría aceptar el
trato abusivo del retaco que me señalaba con el dedo, pero por el contrario la
culturista me miraba con ojos brillantes y no me quitaba las manos de encima y
comprendí que sólo había una cosa que yo pudiera hacer al respecto. Miré a la
mujer directamente a los ojos…
—Espero una
respuesta Julius.
… Ella me miró y
por un segundo el brillo de los ojos de la mujer desapareció, en realidad no
despareció sino que cambió, se hizo más vidrioso, más humano, así que rodeé su
cara con mis manos y la besé. Al principio mi lengua bailaba sola por su boca,
solitaria como una anguila en un barreño, se removía entre sus labios sin
respuesta, pero a los pocos segundos, noté como sus brazos languidecían y a
medida que estos perdían fuerza su lengua se hinchaba y se llenaba de vida.
—¿Pero qué haces
mamón? ¡Suelta a Lola! Y tú Lola acaba con esta rata.
Lola no
escuchaba, ahora me apretaba contra la pared, pero era pura pasión, recorría mi
cuerpo con sus manazas y su lengua enfervorecida buscaba anudarse con la mía en
un baile casi epiléptico, la tenía, ya era mía.
—Maldita sea,
furcia barata, ramera de tres al cuarto, acaba con él o yo acabaré contigo —gritaba
Ramírez el Cascanueces.
Si hay alguna
fuerza superior que regenta la vida sobre la tierra podrá saber que no soy un
tipo sentimental, que cuando me hicieron la fimosis de pequeño me extirparon
esa clase de sentimientos, pero les puedo asegurar, que hacía rato que me
estaba dejando llevar y eso señores, eso que había en ese despacho era pura fogosidad.
Yo estaba preso (y quería estar preso) de los brazos de esa mujer que me
envolvía y que me buscaba, que me daba todo lo que podía darme y yo… yo supe
que eso no era lo que había sido, una simple estratagema para librarme del
dolor.
—¡Puta, zorra,
saco de músculos purulentos!
Lola separó sus
labios de los míos, lentamente, estaban hinchados y brillantes, sus ojos, de un
color miel que hasta ese momento no había observado me miraban sin un ápice de
odio, simplemente me miraban como si nunca me hubiesen visto.
—¿Me llamarás?
—dijo.
Con la
respiración entrecortada la miré y miré al enano.
—¿Qué hacemos con
él?
—De él me ocupo
yo, ¿Me llamarás?
—Tengo que
comprar un árbol de navidad para la comunidad. Pero vendré a buscarte, espérame
aquí.
Sí, yo había
dicho eso, Julius, el del bigotazo y la gabardina manchada tras un duro día,
había dicho que sí a la amazona. Me miró desde la puerta yo la miré, apoyado en
una máquina tragaperras, me lanzó un beso que yo recogí del aire y me guardé en
el bolsillo. Antes de cerrar la puerta, pude ver la mirada de Schiaccianoci,
una mirada de niño perdido, de perro abandonado y la puerta se cerró y escuché
sus llantos, que fueron como las trompetas del amor, como el canto de una
sirena, como… me voy, un árbol me espera y luego, luego un músculo de amor.
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