martes, 11 de febrero de 2014

ASUNTOS PROPIOS VII: Un músculo de amor

Cuando fui investido presidente, en una sencilla ceremonia a la que sólo acudí yo y una botella de excelente orujo blanco, asumí además del respeto de mi vecinos (como ya se ha podido comprobar) alguna tarea un tanto desagradable, entre ellas reunirme periódicamente con el administrador de la finca para tratar temas tan anodinos como la reparación del cable del ascensor que había sido mordisqueado por una nueva raza de ratas mutantes capaces de lacerar el acero o el saneado del tejado, el mantenimiento del cual había sido inexistente desde la década de los treinta, consiguiendo así que el agua de la lluvia filtrase en el techo del vecino del ático creando una espesa capa de hongos y musgo en el techo de su vivienda.

Supe desde el principio que el administrador no era un tipo de fiar, los indicios que me habían llevado a tal conclusión eran varios, a saber: uno, su oficina se encontraba en el sótano de una sala recreativa; dos, su secretaria era una joven culturista de cien quilos que se pasaba el día haciendo abdominales en el suelo de la oficina; tres, a pesar de llamarse Ramírez el administrador se hacía llamar Schiaccianoci , Señor Schiaccianoci, que traducido a la lengua de Cervantes significa cascanueces. Espero que comprendan que ese nombre no es fruto de una secreta afición de nuestro administrador por el famoso compositor Chaikovski.
Llegué tarde a la reunión, asumo todas las culpas, al entrar en el garito de Ramírez, perdón de Schiaccianoci, observé a una ama de casa que sujetaba con una mano el mango del carrito de la compra y con la otra apretaba incesantemente los botones luminosos de la máquina tragaperras, observé también como se levantaba presurosa al darse cuenta de la hora que era, así que sospechando que había dejado la máquina, como se dice, calentita, aproveché para echarle un par de monedas para probar suerte, setenta  euros más tarde recordé la reunión y me encaminé hacía el fondo del local.
La amazona de músculos de hierro me sonrió, en realidad no era exactamente una sonrisa, me mostró los dientes mientras levantaba un par de mancuernas del tamaño de dos cabezas de cría de elefante, así que era más una mueca de dolor que una sonrisa.
—Le está esperando —dijo al mismo tiempo que soltaba las mancuernas y se limpiaba el sudor de las axilas con una toalla.
Me acerqué a la puerta del despachó e hice sonar mis nudillos contra ella y del interior una vocecilla me autorizó a pasar.
—Señor Schiaccianoci, tanto tiempo, ¿cómo le va?
—Siéntate Julius y déjate de mamonadas.
El cascanueces de Ramírez estaba tras una enorme mesa de madera oscura, sentado en una butaca de cuero estratégicamente más alta que los demás asientos, imaginaba como sus piernecitas colgarían sin llegar al suelo y sonreí.
—Ya tengo el presupuesto para la reparación del cable del ascensor, así que ya puedes informar a los vecinos que habrá una derrama.
—¿Y a cuánto asciende ese presupuesto?
—¿Cómo?
—¿Qué cuánto es?
Schiaccianoci se pasó la mano por el pelo grasiento y me miró con una teatral decepción.
—Julius… ¿qué he hecho yo para merecer esto?
—¿Cómo dice?
—¿Por qué desconfías de mí? ¿A caso os he fallado alguna vez? ¿Ha caso los operarios que he mandado no han sido de toda confianza?
—Con todos los respetos señor Schiaccianoci, tuvimos que pedir un crédito para pagar el pulido del mármol de la entrada, nos pareció un precio un poco excesivo…
—¡Respeto! ¿Tú me hablas de respeto?— dio un salto y bajó de su asiento, y con pasos pequeños pero rápidos rodeo la mesa y ahí lo pude ver en todo su esplendor, metro sesenta bigote finito y pies de geisha —Contrataste a un portero sin mi consentimiento, sin consultarme y parece ser que es un ruso de muy mal carácter, y para más inri, supongo que creías que no me iba a enterar, has quemado tu casa para cobrar el seguro.
—¿Cómo?
—No te hagas el loco, me han llamado los vecinos para advertirme, ya sabes que soy el corredor que lleva todas las pólizas del edificio, tarde o temprano me iba a enterar, eres un bicho Julius, un auténtico bicho.
Cobrar el seguro, maldita sea no se me había ocurrido, con semejante día no había tenido tiempo para pensar en ello, de todas formas la acusación de Schiaccianoci no dejaba de ser ofensiva. Quise levantarme pero el pequeño administrador mafioso saltó sobre mí como una comadreja y quedó parado sobre mis rodillas agarrándome las solapas de la gabardina.
—Hubo otro presidente, hace tiempo, tú no lo conociste, se llamaba Soriano. El tal Soriano era tan atrevido como tú y un día se presentó en mi despacho, como lo has hecho tú hoy, con acusaciones y con desprecios, ¿sabes lo que le sucedió?
—¿Se constipó y dijiste que habías sido tú?
Sucede a menudo que los matones son matones por que los demás quieren que sean matones, es decir, que nadie les ha plantado cara jamás y que gracias a eso se convierten en lo que son, pero no por méritos propios, ese era el caso de Schiaccianoci, un tipejo al que jamás nadie le había subido el tono y así se quedó cuando recibió mi impertinencia, con la boca abierta y los ojos llenos de ira, levantó la mano derecha,  abrió la palma de la mano y me propinó tremenda bofetada, automáticamente me levanté, el perdió el equilibrio y cayó al suelo.
—Mira renacuajo —dije acercándome a él— a mí que intentes timar a la gente me trae sin cuidado, lo que me jode es que intentes timarme a mí. Yo no soy un tipo al que puedas ningunear, acabo de batirme en duelo con mi padre con espadas, ¿entiendes? Me importa un carajo lo que le pasó al tal Soriano, así que ahora mismo me vas a enseñar el presupuesto del ascensor y yo te diré si está bien o está mal.
—¡Lolaaaaaaaa!
Lola, evidentemente era la amazona de la recepción que entró como un miura en el despacho del gánster liliputiense dispuesta a comerse cualquier ser vivo que interceptase en su camino, exceptuando, claro está, al propio Schiaccianoci, así pues eso me convertía en el único blanco de su ira.
El día me había acostumbrado a los combates cuerpo a cuerpo así que en lugar de huir, como hubiese sido la opción más lógica, esperé la embestida de la guerrera y fue tal y como lo describo, una embestida. Arremetió contra mí con hombro y cabeza, aplastándome contra el escritorio, solté un bufido y golpeé repetidamente la espalda de la mujer con ambos puños, como un martillo, pero ni se inmutó. Aferrándome con los dos brazos, que no era brazos sino tenazas me apretó la cintura y me levantó del suelo, y apretó y apretó y yo cada vez podía respirar con más dificultad.
—¿Lo ves Julius? A qué hora te imaginas más o menos lo que le sucedió a Soriano —A penas podía respirar así que no pude responder a Schiaccianoci.
—Contra la pared  Lola —Y Lola obediente me aplastó contra la pared —Te diré lo que sucederá ahora mequetrefe, pueden suceder dos cosas, la primera es que Lola te parta en dos como una rama seca, y la segunda es que te calles la boca y aceptes las condiciones de nuestro contrato, es decir, tu sonríes y yo cobro.
Comprendí que estaba perdido, mi honor, por llamarlo de alguna forma, no me permitiría aceptar el trato abusivo del retaco que me señalaba con el dedo, pero por el contrario la culturista me miraba con ojos brillantes y no me quitaba las manos de encima y comprendí que sólo había una cosa que yo pudiera hacer al respecto. Miré a la mujer directamente a los ojos…
—Espero una respuesta Julius.
… Ella me miró y por un segundo el brillo de los ojos de la mujer desapareció, en realidad no despareció sino que cambió, se hizo más vidrioso, más humano, así que rodeé su cara con mis manos y la besé. Al principio mi lengua bailaba sola por su boca, solitaria como una anguila en un barreño, se removía entre sus labios sin respuesta, pero a los pocos segundos, noté como sus brazos languidecían y a medida que estos perdían fuerza su lengua se hinchaba y se llenaba de vida.
—¿Pero qué haces mamón? ¡Suelta a Lola! Y tú Lola acaba con esta rata.
Lola no escuchaba, ahora me apretaba contra la pared, pero era pura pasión, recorría mi cuerpo con sus manazas y su lengua enfervorecida buscaba anudarse con la mía en un baile casi epiléptico, la tenía, ya era mía.
—Maldita sea, furcia barata, ramera de tres al cuarto, acaba con él o yo acabaré contigo —gritaba Ramírez el Cascanueces.
Si hay alguna fuerza superior que regenta la vida sobre la tierra podrá saber que no soy un tipo sentimental, que cuando me hicieron la fimosis de pequeño me extirparon esa clase de sentimientos, pero les puedo asegurar, que hacía rato que me estaba dejando llevar y eso señores, eso que había en ese despacho era pura fogosidad. Yo estaba preso (y quería estar preso) de los brazos de esa mujer que me envolvía y que me buscaba, que me daba todo lo que podía darme y yo… yo supe que eso no era lo que había sido, una simple estratagema para librarme del dolor.
—¡Puta, zorra, saco de músculos purulentos!
Lola separó sus labios de los míos, lentamente, estaban hinchados y brillantes, sus ojos, de un color miel que hasta ese momento no había observado me miraban sin un ápice de odio, simplemente me miraban como si nunca me hubiesen visto.
—¿Me llamarás? —dijo.
Con la respiración entrecortada la miré y miré al enano.
—¿Qué hacemos con él?
—De él me ocupo yo, ¿Me llamarás?
—Tengo que comprar un árbol de navidad para la comunidad. Pero vendré a buscarte, espérame aquí.

Sí, yo había dicho eso, Julius, el del bigotazo y la gabardina manchada tras un duro día, había dicho que sí a la amazona. Me miró desde la puerta yo la miré, apoyado en una máquina tragaperras, me lanzó un beso que yo recogí del aire y me guardé en el bolsillo. Antes de cerrar la puerta, pude ver la mirada de Schiaccianoci, una mirada de niño perdido, de perro abandonado y la puerta se cerró y escuché sus llantos, que fueron como las trompetas del amor, como el canto de una sirena, como… me voy, un árbol me espera y luego, luego un músculo de amor.

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