martes, 18 de febrero de 2014

SACAR LA BASURA

La pequeña Gal·la se entretenía con una cocinita de juguete y su abuela la miraba sentada en la mecedora mientras zurcía unos calcetines.
—¿Qué quieres que te haga para comer yaya?
—Una sopita bien calentita.
Cogió una diminuta cazuela y comenzó a introducir verduras de plástico, un tomate, una zanahoria, un trozo de brócoli… Y simulando encender el fuego empezó a remover con una cuchara de madera.

—Será una sopa buenísima. ¿Quieres que te haga croquetas?
—Uy no, mucha comida, la sopa es suficiente.
Su abuela miraba intermitentemente a través de la ventana que daba al recibidor, un recibidor que relucía, decía la abuela que si una se descuidaba se le podían ver las bragas de lo limpio que tenía el suelo. Cada mañana limpiaba los cristales, cada mañana, no soportaba ver las marcas de los dedos en la puerta, “Estos follaos no utilizan el pomo ni que los maten, empujan directamente el cristal” y echaba limpiacristales sobre las manchas grasientas del cristal.
La portería estaba al fondo de la entrada, una puerta de cobre, un recibidor con suelos de mármol y una diminuta puerta junto a una ventana en forma de mostrador coronada por el cartel que indicaba que en efecto, eso era lo que parecía, la portería.
Doña Pitusa, de esa forma la conocía todo el vecindario, entró en el portal cargando a su diminuta perra Brigitte, de morro apretado, igual que su dueña; ojos saltones, igual que su dueña y pelo blanco y lacio, igual que su dueña.
—María, ¿Has barrido la calle? Está llena de hojas secas y casi me caigo al pisarlas.
—Esta mañana temprano doña Pitusa —Dijo la abuela de Gal·la levantándose y dejando sus labores sobre el mostrador. —¿Quiere que la barra de nuevo?
—Sí, y friégala con lejía, que huela a limpio cuando uno salga de aquí.
—Si señora.
Doña Pitusa, comenzó a subir las escaleras, ya con Brigitte a sus pies, se detuvo y desde el zaguán del primer piso gritó:
—María.
La anciana asomó la cabeza por la ventana y miró hacia arriba.
—Dígame doña Pitusa.
—Dentro de un rato sube que dejaré la basura fuera y si la dejas hasta la noche huele a rayos que ayer cenamos rape —doña pitusa desapreció escaleras arriba.
Cuando llegaba al último piso, María, tenía que hacer fuerza apoyando la mano derecha en la rodilla para subir las escaleras, mientras la izquierda se aferraba a la barandilla. Jadeante cogió la bolsa de basura que colgaba del picaporte y cuando se disponía a comenzar el descenso la puerta se abrió.
—Ten María —dijo doña Pitusa— te he guardado unas revistas viejas, que sé que a ti te gustan muchos los chismes —¡Hay que ver como sois las porteras eh! Siempre con los chismes.
—Si Doña Pitusa —Con las revistas bajo el brazo y la bolsa de basura empezó a bajar las basuras.
—María.
—Dígame doña Pitusa —respondió sin aminorar el paso.
—Dile a tu nieta que no alborote que voy a dormir la siesta.
—Ya se ha ido a casa doña Pitusa.
La respuesta fue un portazo.
Dicen todos los hombres de la familia que nunca nadie ha podido igualar las croquetas de María. La abuela de Gal·la bordaba las croquetas, y ninguna de sus ocho hijas ha sido capaz de copiarle la receta, ni siquiera con la auténtica receta, un viejo papel escrito a mano por Gal·la, que la abuela le dictó mientras veía a Paquirri torear en la plaza de Pozoblanco. Era domingo, hoy tocaban croquetas. Y como cada domingo, Gal·la corrió por la calle, observada por su madre que se asomaba a la ventana, para buscar a su abuela.
Al girar la esquina, se quedó parada, una ambulancia con las luces encendidas estaba aparcada junto al portal. Su abuela de pie, junto a la puerta abierta, sostenía a Brigitte la perra de doña Pitusa, que no paraba de ladrar. Del interior salieron dos hombres con chalecos amarillos empujando una camilla con un bulto tapado por una sábana. Por fin María se percató de la presencia de Gal·la.
—Chiquilla pasa pa’ dentro. —Gal·la se sobresaltó y corrió hacia el interior del portal.
La ambulancia desapareció y María entró en el portal.
—¿Qué ha pasado yaya?
—Nada hija. ¿Vamos a comer?
—Sí, ¿no tienes que sacar la basura?
María abrió la puerta de la portería y soltó a Brigitte que se quedó acurrucada en un rincón. Se agachó y cogió en bazos a la pequeña Gal·la.

—No cariño, ya no hay basura.

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