La
pequeña Gal·la se entretenía con una cocinita de juguete y su abuela la miraba
sentada en la mecedora mientras zurcía unos calcetines.
—¿Qué
quieres que te haga para comer yaya?
—Una
sopita bien calentita.
Cogió
una diminuta cazuela y comenzó a introducir verduras de plástico, un tomate,
una zanahoria, un trozo de brócoli… Y simulando encender el fuego empezó a
remover con una cuchara de madera.
—Será
una sopa buenísima. ¿Quieres que te haga croquetas?
—Uy
no, mucha comida, la sopa es suficiente.
Su
abuela miraba intermitentemente a través de la ventana que daba al recibidor,
un recibidor que relucía, decía la abuela que si una se descuidaba se le podían
ver las bragas de lo limpio que tenía el suelo. Cada mañana limpiaba los
cristales, cada mañana, no soportaba ver las marcas de los dedos en la puerta,
“Estos follaos no utilizan el pomo ni
que los maten, empujan directamente el cristal” y echaba limpiacristales sobre
las manchas grasientas del cristal.
La
portería estaba al fondo de la entrada, una puerta de cobre, un recibidor con
suelos de mármol y una diminuta puerta junto a una ventana en forma de
mostrador coronada por el cartel que indicaba que en efecto, eso era lo que
parecía, la portería.
Doña
Pitusa, de esa forma la conocía todo el vecindario, entró en el portal cargando
a su diminuta perra Brigitte, de morro apretado, igual que su dueña; ojos
saltones, igual que su dueña y pelo blanco y lacio, igual que su dueña.
—María,
¿Has barrido la calle? Está llena de hojas secas y casi me caigo al pisarlas.
—Esta
mañana temprano doña Pitusa —Dijo la abuela de Gal·la levantándose y dejando
sus labores sobre el mostrador. —¿Quiere que la barra de nuevo?
—Sí,
y friégala con lejía, que huela a limpio cuando uno salga de aquí.
—Si
señora.
Doña
Pitusa, comenzó a subir las escaleras, ya con Brigitte a sus pies, se detuvo y
desde el zaguán del primer piso gritó:
—María.
La
anciana asomó la cabeza por la ventana y miró hacia arriba.
—Dígame
doña Pitusa.
—Dentro
de un rato sube que dejaré la basura fuera y si la dejas hasta la noche huele a
rayos que ayer cenamos rape —doña pitusa desapreció escaleras arriba.
Cuando
llegaba al último piso, María, tenía que hacer fuerza apoyando la mano derecha
en la rodilla para subir las escaleras, mientras la izquierda se aferraba a la
barandilla. Jadeante cogió la bolsa de basura que colgaba del picaporte y
cuando se disponía a comenzar el descenso la puerta se abrió.
—Ten
María —dijo doña Pitusa— te he guardado unas revistas viejas, que sé que a ti
te gustan muchos los chismes —¡Hay que ver como sois las porteras eh! Siempre
con los chismes.
—Si
Doña Pitusa —Con las revistas bajo el brazo y la bolsa de basura empezó a bajar
las basuras.
—María.
—Dígame
doña Pitusa —respondió sin aminorar el paso.
—Dile
a tu nieta que no alborote que voy a dormir la siesta.
—Ya
se ha ido a casa doña Pitusa.
La
respuesta fue un portazo.
Dicen
todos los hombres de la familia que nunca nadie ha podido igualar las croquetas
de María. La abuela de Gal·la bordaba las croquetas, y ninguna de sus ocho
hijas ha sido capaz de copiarle la receta, ni siquiera con la auténtica receta,
un viejo papel escrito a mano por Gal·la, que la abuela le dictó mientras veía
a Paquirri torear en la plaza de
Pozoblanco. Era domingo, hoy tocaban croquetas. Y como cada domingo, Gal·la
corrió por la calle, observada por su madre que se asomaba a la ventana, para
buscar a su abuela.
Al
girar la esquina, se quedó parada, una ambulancia con las luces encendidas
estaba aparcada junto al portal. Su abuela de pie, junto a la puerta abierta,
sostenía a Brigitte la perra de doña Pitusa, que no paraba de ladrar. Del
interior salieron dos hombres con chalecos amarillos empujando una camilla con
un bulto tapado por una sábana. Por fin María se percató de la presencia de
Gal·la.
—Chiquilla
pasa pa’ dentro. —Gal·la se
sobresaltó y corrió hacia el interior del portal.
La
ambulancia desapareció y María entró en el portal.
—¿Qué
ha pasado yaya?
—Nada
hija. ¿Vamos a comer?
—Sí,
¿no tienes que sacar la basura?
María
abrió la puerta de la portería y soltó a Brigitte que se quedó acurrucada en un
rincón. Se agachó y cogió en bazos a la pequeña Gal·la.
—No
cariño, ya no hay basura.
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