Por aquel entonces estaba leyendo el lector de
Bernhard Schlink. Pensé en una mujer madura y calenturienta mientras estaba
suspendido en el aire. Uno aprende a leer tarde, en realidad yo aprendí a leer
tarde y cuando digo leer quiero decir comprender todos los colores de una
lectura, entiéndanme. Así que mientras
estaba suspendido en el aire, sólo tenía un color en mente, una mujer madura y
calenturienta. Lo siento.
Nunca podré escribir mi biografía, soy incapaz
de recordar fechas, recuerdo anécdotas pero por mucho que me esfuerzo no logro
ubicarlas en el tiempo. Así que lo más que puedo decir para situarme en el
tiempo es que mis gafas eran de pasta azul y que era virgen. Escaso para
ustedes, suficiente para mí.
Había seguido mi rutinario camino, la rutina
que me permitían mis padres en una ciudad extraña y en un país extraño donde
sucedía algo curioso, los habitantes no hablaban mi idioma y no al revés, es
decir, yo no hablaba el suyo. No tenía
ni idea de francés, sigo sin tener ni idea, además se había inculcado en mí una
idea fija, como muchas, externa, los franceses son desagradables y sino hablas
a la perfección su idioma no querrán entenderte. Con esa máxima aprendida
intentaba hablar lo menos posible. Sonreía, asentía pero intentaba mantener los
verbos encerrados.
Así en quieto, suspendido, inmóvil en el aire
caliente del verano francés, pensaba intermitentemente, en la mujer madura, en
la rueda trabada en el riel del tranvía, en mi virginidad y en que no sabía
hablar francés.
Al volver del parque, me había desviado,
reconozco que fue un error, entendí que si volvía por la calle paralela
llegaría igual a la casa de mis primos, efectivamente fue así, pero para llegar
hasta el punto de partida debía descender por una empinada cuesta. Clavé los
frenos de mi bicicleta de mujer, había
descubierto ese verano que existían bicicletas para ambos sexos, y miré la
pendiente. Había dos formas de descender, o bien me apeaba de la bicicleta y
bajaba con ella a mi vera o le echaba valor y pedaleaba para sentir la
adrenalina de lo que se me antojaba deporte de riesgo. Pensé que aunque no
había nadie conocido, el hecho de bajar agarrado a una bicicleta de mujer era
humillante, así que la segunda opción me pareció la acertada.
Sin saber francés descendí a toda velocidad. A
un lado una diminuta plaza donde de vez en cuando le daba de comer a las
palomas, al otro el edificio de apartamentos donde vivían mis primos, frente a
mí una ciudad y en la retaguardia una bicicleta de mujer con la rueda encajada
en una vía.
¿Cómo pediré ayuda? Evidentemente me haré
mucho daño, estoy flotando en el aire, y puedo ver el asfalto, gris y
presumiblemente cruel. Mi primo un fanático del ciclismo me había dejado unos
pantalones de ciclista, fue ahí arriba, en el aire de aquella ciudad francesa
que me di cuenta que era absurdo vestir de esa forma si no se utilizaba una
bicicleta de carreras. Y para más inri, insisto, no sabía francés. Me llenaría
la boca de planeta tierra y lloraría, inevitablemente me rasparía las rodillas
y con casi total seguridad la palma de las manos.
Un coche frenó junto a mí, era ella, en
realidad no ella, era una, pero en ese momento me pareció justo ser dueño de
mis pensamientos y quise que fuera ella. Una mujer madura, era mi Hanna
Schmitz. La miré a través de los cristales de mis gafas de pasta azul y con mi
virginidad intacta y pensé en lo que no iba a suceder. Justo lo que quería que
sucediera.
―Biem êtes-vous garçon?
―Io sono
Spagnolo.
No sabía francés, mis gafas eran de pasta
azul, era virgen y aunque ella no era Hann Schmitz, se marchó.
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