viernes, 21 de febrero de 2014

EL COLLAR DE COJONES

Maldijo para sus adentros, maldijo una y mil veces las manos heladas de ese doctor. Maldijo otras mil veces más su ridícula situación, sus pantalones bajados, los calzoncillos por las rodillas, los testículos al aire y las heladas manos del  urólogo.

Sostenía un orquidómetro de Prader con la mano izquierda, ese artefacto de bisutería barata que los simples mortales conocen como collar de cojones, y con la derecha como sujetando un huevo duro, en realidad era un huevo duro, manoseaba uno de sus testículos.
—Así que… se acuesta con mujeres casadas.
Ya había vivido esa situación, un marido le había perseguido escaleras abajo, desde su casa hasta la calle, había llegado temprano del trabajo y había descubierto a su mujer disfrutando de algo que no era él. Corrió escaleras abajo con los calzoncillos en la mano y sus virtudes en péndulo, escapó. La situación era la misma, un marido y sus testículos colgando.
—En realidad yo… —intentó ganar tiempo.
Aun estando sentado en un diminuto taburete, muy por debajo de él, el galeno parecía estar apostado en una atalaya, lo miró de abajo arriba, tenía todo lo que él más quería en sus manos, el futuro en sus manos, el poder en sus manos. Con dedo índice y pulgar presionó ligeramente su dídimo y él apretó al mismo tiempo ano y dientes. Era lo único que pasaba por su cabeza, ano, testículo y dientes; testículo, dientes y ano, dolor, presión, ano, dientes y testículo.
—Debe ser culpa mía, no me habré expresado correctamente, ¿Ha sonado como una pregunta? No lo era, era una afirmación. Señor, usted se acuesta con mujeres casadas, no espero una respuesta de negativa o afirmativa, en realidad no espero nada de usted. Bueno, sólo deseo que no me tome por imbécil y que no intente negármelo, eso si se lo agradecería.
—Yo… —titubeó.
Liberó su testículo izquierdo y se entretuvo con el derecho, girándolo hacía un lado y hacía otro, haciendo correr por la otra mano las cuentas de madera del orquidómetro. Apretó y de nuevo lo mismo, ano, dientes y testículo.
—¿Le duele esto?
Lo miró a los ojos, con los labios entreabiertos mostrando los dientes, dolor.
—Es una pregunta caballero, ¿Le duele esto?
—No es exactamente dolor —atinó a decir.
—¿Es miedo?
—Sí, se parece más a eso.
Carraspeó y apretó un poco más mi criadilla.
—¿Ahora si verdad?, Ahora se aleja del miedo y empieza a parecerse más al dolor. ¿No es cierto?
Supuso que sonrió, o una mueca en su cara reflejó una sonrisa, que no quería serlo. Dejó junto a él el collar de madera y sujetó el testículo izquierdo con su mano derecha, ahora, tenía ambos huevos sujetos, uno en cada mano.
—Por favor… —suplicó.
—No sea ridículo, no es clemencia lo que quiero. ¿Le duele ahora?
Su cerebro estaba totalmente bloqueado, sólo podía pensar en una cosa, ¿Quién era la mujer del doctor? La pelirroja de la panadería, la morena del autobús, quizá la bajita vecina de su madre, no les había preguntado a que se dedicaban sus maridos, estaban casadas, eso lo sabía, pero no sabía con quién.
—Lo que viene a continuación son preguntas, esté atento por favor.
Sudaba, su espalda estaba empapada, lo miraba pero no lo veía, estaba frío como un témpano.
—Concéntrese caballero —apretó—concéntrese y escuche —volvió a apretar— son preguntas, respóndalas.
—Sí…
—¿Se acuesta con mujeres casadas?
—Sí.
Notaba los dedos fríos a través de los guantes de látex sobre sus testículos ardientes, era la primera vez que ardían por ese motivo, un ardor doloroso, raro y punzante.
—¿Por qué lo hace?
¿Por qué no le daba una patada en la boca, se subía los pantalones y salía de esa sala de torturas?
—Caballero —apretó y relajó los dedos— atienda.
—¡Sí, sí!
—Eso ha sonado un poco a gozo, ¿está gozando? ¿Es esto lo que les pide a las mujeres con las que se acuesta?
—No yo… ¿qué?
—Relájese, ¿Por qué se acuesta con mujeres casadas? Preferiría una respuesta que no sea un monosílabo, esmérese.
—Yo..
—Usted…
—No… yo no quería…
—Siga.
—Es una enfermedad.
—Acabáramos. ¿Es usted un enfermo?
—Supongo.
Suspiró, se echó hacia atrás soltó los testículos y él también suspiró, pero el alivio fue momentáneo, de pronto los sujetó con la mano derecha, como ese artilugio de relajación chino, las bolas metálicas que se hacen girar en la palma de la mano y en con dedo índice apretó en la base casi llegando al ano y de pronto, inoportuna como un eructo en una iglesia apareció, una enorme y lustrosa erección.
—Le funciona bien, de ahí su éxito.
—Por favor…
—¿Considera que es usted un enfermo?
Miraba su pene erecto que apuntaba como uno de los cañones de navarone a la cabeza del médico y lo miraba a él, que no le quitaba los ojos de encima.
—¿Cómo?
—¿Se acuesta usted con mujeres por qué está enfermo, necesita terapia?
—Sí, sí, por favor, terapia.
De pronto, soltó la mano y con un rápido movimiento golpeó el prepucio con la palma de la mano y le dejó espacio para que se retorciese en la camilla. Los párpados no podían abrirse más, se sujetó los testículos doloridos y el pene palpitante, cayó sobre la litera y dejó ir un suspiro, una especie de estertor. El doctor se acercó a su escritorio y descolgó el teléfono.
—Siendo ese el caso, yo no puedo hacer nada por usted, sus testículos están aparentemente bien, así que deberá visitar a otro especialista, quinta planta puerta doce, yo le pido hora, acuda ahora mismo.
—¿Cómo?
— Súbase los pantalones haga el favor. Quinta planta puerta doce, ahí le atenderán.
Con los pantalones subidos pero desabrochados y sujetos con ambas manos salió de la consulta, como un perro apaleado, humillado y lagrimoso cerró la puerta educadamente.

—Hola, sí, soy yo, ahí te lo mando, está un poco dolorido, sí, todo tuyo… claro, tengo libre en un par de horas, vuélvemelo a mandar, si todo va bien, le haremos un tacto rectal…

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