Maldijo para sus
adentros, maldijo una y mil veces las manos heladas de ese doctor. Maldijo
otras mil veces más su ridícula situación, sus pantalones bajados, los calzoncillos
por las rodillas, los testículos al aire y las heladas manos del urólogo.
Sostenía un
orquidómetro de Prader con la mano izquierda, ese artefacto de bisutería barata
que los simples mortales conocen como collar de cojones, y con la derecha como sujetando
un huevo duro, en realidad era un huevo duro, manoseaba uno de sus testículos.
—Así que… se
acuesta con mujeres casadas.
Ya había vivido
esa situación, un marido le había perseguido escaleras abajo, desde su casa
hasta la calle, había llegado temprano del trabajo y había descubierto a su
mujer disfrutando de algo que no era él. Corrió escaleras abajo con los
calzoncillos en la mano y sus virtudes en péndulo, escapó. La situación era la
misma, un marido y sus testículos colgando.
—En realidad yo…
—intentó ganar tiempo.
Aun estando
sentado en un diminuto taburete, muy por debajo de él, el galeno parecía estar
apostado en una atalaya, lo miró de abajo arriba, tenía todo lo que él más
quería en sus manos, el futuro en sus manos, el poder en sus manos. Con dedo
índice y pulgar presionó ligeramente su dídimo y él apretó al mismo tiempo ano
y dientes. Era lo único que pasaba por su cabeza, ano, testículo y dientes;
testículo, dientes y ano, dolor, presión, ano, dientes y testículo.
—Debe ser culpa
mía, no me habré expresado correctamente, ¿Ha sonado como una pregunta? No lo
era, era una afirmación. Señor, usted se acuesta con mujeres casadas, no espero
una respuesta de negativa o afirmativa, en realidad no espero nada de usted.
Bueno, sólo deseo que no me tome por imbécil y que no intente negármelo, eso si
se lo agradecería.
—Yo… —titubeó.
Liberó su
testículo izquierdo y se entretuvo con el derecho, girándolo hacía un lado y
hacía otro, haciendo correr por la otra mano las cuentas de madera del
orquidómetro. Apretó y de nuevo lo mismo, ano, dientes y testículo.
—¿Le duele esto?
Lo miró a los
ojos, con los labios entreabiertos mostrando los dientes, dolor.
—Es una pregunta
caballero, ¿Le duele esto?
—No es
exactamente dolor —atinó a decir.
—¿Es miedo?
—Sí, se parece
más a eso.
Carraspeó y
apretó un poco más mi criadilla.
—¿Ahora si verdad?,
Ahora se aleja del miedo y empieza a parecerse más al dolor. ¿No es cierto?
Supuso que
sonrió, o una mueca en su cara reflejó una sonrisa, que no quería serlo. Dejó
junto a él el collar de madera y sujetó el testículo izquierdo con su mano
derecha, ahora, tenía ambos huevos sujetos, uno en cada mano.
—Por favor… —suplicó.
—No sea ridículo,
no es clemencia lo que quiero. ¿Le duele ahora?
Su cerebro estaba
totalmente bloqueado, sólo podía pensar en una cosa, ¿Quién era la mujer del
doctor? La pelirroja de la panadería, la morena del autobús, quizá la bajita
vecina de su madre, no les había preguntado a que se dedicaban sus maridos,
estaban casadas, eso lo sabía, pero no sabía con quién.
—Lo que viene a
continuación son preguntas, esté atento por favor.
Sudaba, su
espalda estaba empapada, lo miraba pero no lo veía, estaba frío como un
témpano.
—Concéntrese
caballero —apretó—concéntrese y escuche —volvió a apretar— son preguntas,
respóndalas.
—Sí…
—¿Se acuesta con
mujeres casadas?
—Sí.
Notaba los dedos
fríos a través de los guantes de látex sobre sus testículos ardientes, era la
primera vez que ardían por ese motivo, un ardor doloroso, raro y punzante.
—¿Por qué lo
hace?
¿Por qué no le
daba una patada en la boca, se subía los pantalones y salía de esa sala de
torturas?
—Caballero
—apretó y relajó los dedos— atienda.
—¡Sí, sí!
—Eso ha sonado un
poco a gozo, ¿está gozando? ¿Es esto lo que les pide a las mujeres con las que
se acuesta?
—No yo… ¿qué?
—Relájese, ¿Por
qué se acuesta con mujeres casadas? Preferiría una respuesta que no sea un
monosílabo, esmérese.
—Yo..
—Usted…
—No… yo no
quería…
—Siga.
—Es una
enfermedad.
—Acabáramos. ¿Es
usted un enfermo?
—Supongo.
Suspiró, se echó
hacia atrás soltó los testículos y él también suspiró, pero el alivio fue
momentáneo, de pronto los sujetó con la mano derecha, como ese artilugio de
relajación chino, las bolas metálicas que se hacen girar en la palma de la mano
y en con dedo índice apretó en la base casi llegando al ano y de pronto,
inoportuna como un eructo en una iglesia apareció, una enorme y lustrosa
erección.
—Le funciona
bien, de ahí su éxito.
—Por favor…
—¿Considera que
es usted un enfermo?
Miraba su pene
erecto que apuntaba como uno de los cañones de navarone a la cabeza del médico y
lo miraba a él, que no le quitaba los ojos de encima.
—¿Cómo?
—¿Se acuesta
usted con mujeres por qué está enfermo, necesita terapia?
—Sí, sí, por
favor, terapia.
De pronto, soltó
la mano y con un rápido movimiento golpeó el prepucio con la palma de la mano y
le dejó espacio para que se retorciese en la camilla. Los párpados no podían
abrirse más, se sujetó los testículos doloridos y el pene palpitante, cayó sobre
la litera y dejó ir un suspiro, una especie de estertor. El doctor se acercó a
su escritorio y descolgó el teléfono.
—Siendo ese el
caso, yo no puedo hacer nada por usted, sus testículos están aparentemente
bien, así que deberá visitar a otro especialista, quinta planta puerta doce, yo
le pido hora, acuda ahora mismo.
—¿Cómo?
— Súbase los
pantalones haga el favor. Quinta planta puerta doce, ahí le atenderán.
Con los
pantalones subidos pero desabrochados y sujetos con ambas manos salió de la
consulta, como un perro apaleado, humillado y lagrimoso cerró la puerta
educadamente.
—Hola, sí, soy
yo, ahí te lo mando, está un poco dolorido, sí, todo tuyo… claro, tengo libre
en un par de horas, vuélvemelo a mandar, si todo va bien, le haremos un tacto
rectal…
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