Comí un bocadillo
de camino a casa de mi padre, sin detenerme, simplemente lo compré y lo comí
mientras caminaba. MI padre no cocinaba, en realidad no cocinaba para otros,
sólo para él, yo no iba a comer, él me lo había dicho cientos de veces, eso no
era una pensión, tenía que tomármelo más en serio, era y será un casino. Pero
no un casino de película, con risas y champán, un casino que huele a naftalina
y donde si el contrincante te pilla haciendo trampas es capaz de abrirte la
cabeza a bastonazos. Así era la casa de mi padre.
Ya he comentado,
la frase que me había dicho mi padre, la del peluquero, esa era la clase de
cosas que decía mi padre, un tipo incapaz de mostrar ningún sentimiento pero
capaz de lanzar frases que a un niño de diez años le pueden cambiar la vida,
como: “Hay dos clases de hombres, lo que beben y los que no, en mi familia no
caben los de la segunda clase, bébete el vino” o “La gente querrá aprovecharse
de ti, engáñalos tu antes”, uno puede hacerse a la idea de cómo forja el carácter
de un púber frases como esa.
Me recibió, con
ese aire de lord inglés añejo, envuelto en un batín escarlata y fumando en
pipa.
—¿Ahora fumas en
pipa?
Estratégicamente
colocado junto a la ventana, con la luz del mediodía cayéndole sobre la cara
como un foco me miró, con ojos de águila, intentando atravesarme con la mirada.
—He estado
repasando algunas lecturas —dijo señalando un montón de libros apilados sobre
la mesa—lecturas que evidentemente yo te recomendé en su momento y tu rechazaste…
¿Por qué?
—¿Por qué soy un
ignorante? —Uno va sabiendo cómo responder a esa clase de preguntas.
—No se responde
con una pregunta mentecato.
—…mentecato… está
bien. Por qué soy un ignorante.
—Exacto, porque
eres un maldito ignorante. Desde la última vez que viniste, he tenido tiempo de
releer algunos tomos, de repasar capítulos de libros que me han impresionado
más en la vejez que en la juventud, así que como puedes ver uno siempre está a
tiempo.
—¿Tienes baraja
nueva?
—Sé que vienes de
ver a tu madre, huelo el azufre. Entiendo que interrumpas a tu madre, entiendo
que no quieras dejarla hablar, pero yo no soy tu madre, yo no te diré nada de
mis entrañas, mis intestinos son cosa mía, yo soy tu padre y por ese simple hecho,
callas y escuchas.
—Está bien, dime
—Eso también pareció ser una interrupción y me lo reprochó con la mirada.
Se acercó a la
mesa y teatralmente acarició los lomos de los libros con la yema de los dedos.
—He disfrutado de
nuevo del Caballero Zifar de Tirant lo Blanch, de Palmerín de Olivia y por su puesto de El
ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
—Estupendo papá,
eso es mucho mejor que los sudokus
—Decidí interrumpir, me estaba cansando, quería jugar la partida y largarme de
esa cueva lo antes posible.
Siguiendo con la
teatralidad que lo había caracterizado toda la vida, golpeó la mesa con la
palma de la mano y me señaló iracundo.
—Insolente, cretino
maleducado.
—Bueno… será
mejor que me marche, otro día nos batiremos en duelo como Palmerita…
Volvió a golpear
la mesa y dio un paso al frente, asió con la mano derecha una especie de sábana
roja que había junto a los libros y tiró de ella dejando a la vista dos
espadas, dos floretes para ser más exactos.
—¿Por qué postergar
lo inevitable? Y es Palmerín botarate
del demonio. Cogió uno de los sables y me lo lanzó, no en forma de lanza
cuchillos sino más bien entregándomelo, yo observé como el hierro caía a mi
lado y alcé la ceja mirando como mi padre se despojaba del batín y dejaba a la
vista un curioso atuendo, calzaba una especie de pantis negros muy ajustados,
demasiado ajustados y una blusa blanca de mangas anchas, cogió la espada y me
apuntó con ella.
—En guardia.
Y sin decir nada
más se abalanzó sobre mí como una hurraca sobre una cucaracha, la primera
embestida la esquivé incrédulo, simplemente ladeé mi cuerpo hacía la izquierda
y mi padre precedido por la espada pasaron frente a mí.
—Papá… te harás
daño.
Se dio vuelta y
me miró fijo sujetando firmemente su arma.
—Coge tu espada y
defiéndete. ¿Le tiendes miedo a tu anciano padre?
—Sí, pero no por
esa espada.
—¡Impertinente ,
defiéndete!
Con las ganas que
un hombre del siglo XXI puede tener de batirse en duelo recogí el florete del
suelo.
—Bueno , cinco
minutos y me voy.
Corrió hacía mí y
uso la espada como el palo de una piñata intentándome golpear la cabeza, instintivamente
interpuse entre su hierro y mi testa la espada que acababa de recoger.
—Por fin opones
resistencia villano.
—Julius, papá, me
llamo Julius.
Intentando no
hacerle daño, lo separé de mi sin mucho esfuerzo, empujé mi espada y el
retrocedió unos pasos. Sonrió, parecía feliz, parecía satisfecho que no es lo
mismo que saciado o por lo menos no en ese contexto, se irguió y… así es como
pasé el rato con papá:
Con un empuje
digno de admirar en un hombre de su edad, se volvió a abalanzar sobre mí, lanzando
estocadas, que uno debería imaginar temblorosas y vetustas, pero eran certeras
y firmes, ágiles y sobretodo mortíferas. Así que visto el empeño que ponía mi
padre por terminar con mi vida, descarté el sentimiento de lástima y posible
cariño que me había embargado al principio y lo sustituí por las simples y
llanas ganas de matar.
Le devolví la el
ataque con tres o cuatro lanzadas de florete dignas de Errol Flynn, pero como
un Cyrano entrado en años, mi progenitor se defendió con elegancia y gallardía.
Cada una de mis estocadas era esquivada con velocidad, cada uno de mis envites eran
amortiguados por un sablazo que salía de la nada, pero de a poco lo fui acorralando,
hasta tal punto que como se dice lo tuve entre la espada y la pared.
—¿Y ahora qué
matusalén? Ya no tienes tantas ganas de luchar, ¿eh?
Maldita sea la
hora en que atenté contra su edad, metió la mano en un cenicero cercano y me
llenó los ojos y la boca de ceniza dejándome fuera de combate durante unos
segundos, dando bandazos por la habitación le di el tiempo suficiente para
salir del rincón donde lo tenía atrapado y cuando mis ojos pudieron ver de
nuevo, lo vi en lo alto del escritorio y tuve el tiempo justo para agacharme y
evitar que convirtiese mi sesera en una banderilla, rodé por el suelo, mientras
él caía sobre mí clavando incesantemente el estoque a mi alrededor,
convirtiendo así el parqué en un colador. Jadeante se alejó de mí colocándose
bien el cuello de la camisa.
—Levántate
gusano, a pesar de lo que digan mis enemigos, yo no terminó con nadie que esté
a cuatro patas, levántate y lucha.
—Papá, me lo
estoy pasando en grande, pero te aseguro que si salgo vivo de esta habitación,
te incapacitaré.
—Palabrería de
una vil comadreja, levanta la espada y defiéndete.
Y dejamos las
palabras para otro rato e hicimos chocar nuestros aceros en el aire y ahí lo vi
claro, vi un hueco, vi un espacio, vi mi victoria. Estando nuestras espadas
entrelazadas sobre nuestras cabezas pude ver el bulto de la entrepierna de mi
padre, realzado por ese mallot y sin pensarlo demasiado alcé la rodilla con
todas mis fuerzas y golpeé las castañuelas, así, sin miramientos.
El silencio se
apoderó de la habitación, simplemente fue interrumpido por el ruido del acero
de mi padre cayendo al suelo y por un profundo suspiro, como el de un motor que
lanza su último escupitajo de humo. ¡Puf! Mi anciano padre cayó redondo al
suelo. Estaba vivo, lo sabía por qué tenía los ojos abiertos y la cara roja, y
también por qué se movía como una tortuga panza arriba sujetándose los
testículos.
—Pensé que
llevarías una coquilla —Mentí.
No podía hablar,
sólo me miraba con los ojos inflados como globos de feria y la boca muy
abierta.
—¿Estarás bien?
—Arghhhhghhhhhhhh
—¿Eso es un sí?
Me acerqué al
escritorio, descolgué el teléfono inalámbrico y lo dejé a su lado.
—¿Papá me
escuchas?
— Arghhhhghhhhhhhh
¡Puf!
—Te dejo el
teléfono, aquí, por si quieres llamar a una ambulancia, tengo que irme, tengo
una reunión, pero oye, lo he pasado en grande, tenemos que repetirlo.
Siempre ha sido
un tipo duro, sabía que sabría arreglárselas sin mí, pensé en mi madre, como
habría disfrutado de esa escena, salí de la habitación y caí en la cuenta que
aún tenía el florete en la mano, miré a mí alrededor y lo coloqué en el paragüero.
—¡Adiós papá!
—Hijo de Arghhhhghhhhhhhh…
—Dijo despidiéndose, signo inequívoco de que estaba bien.
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