martes, 4 de febrero de 2014

ASUNTOS PROPIOS VI: En guardia

Comí un bocadillo de camino a casa de mi padre, sin detenerme, simplemente lo compré y lo comí mientras caminaba. MI padre no cocinaba, en realidad no cocinaba para otros, sólo para él, yo no iba a comer, él me lo había dicho cientos de veces, eso no era una pensión, tenía que tomármelo más en serio, era y será un casino. Pero no un casino de película, con risas y champán, un casino que huele a naftalina y donde si el contrincante te pilla haciendo trampas es capaz de abrirte la cabeza a bastonazos. Así era la casa de mi padre.

Ya he comentado, la frase que me había dicho mi padre, la del peluquero, esa era la clase de cosas que decía mi padre, un tipo incapaz de mostrar ningún sentimiento pero capaz de lanzar frases que a un niño de diez años le pueden cambiar la vida, como: “Hay dos clases de hombres, lo que beben y los que no, en mi familia no caben los de la segunda clase, bébete el vino” o “La gente querrá aprovecharse de ti, engáñalos tu antes”, uno puede hacerse a la idea de cómo forja el carácter de un púber frases como esa.
Me recibió, con ese aire de lord inglés añejo, envuelto en un batín escarlata y fumando en pipa.
—¿Ahora fumas en pipa?
Estratégicamente colocado junto a la ventana, con la luz del mediodía cayéndole sobre la cara como un foco me miró, con ojos de águila, intentando atravesarme con la mirada.
—He estado repasando algunas lecturas —dijo señalando un montón de libros apilados sobre la mesa—lecturas que evidentemente yo te recomendé en su momento y tu rechazaste… ¿Por qué?
—¿Por qué soy un ignorante? —Uno va sabiendo cómo responder a esa clase de preguntas.
—No se responde con una pregunta mentecato.
—…mentecato… está bien. Por qué soy un ignorante.
—Exacto, porque eres un maldito ignorante. Desde la última vez que viniste, he tenido tiempo de releer algunos tomos, de repasar capítulos de libros que me han impresionado más en la vejez que en la juventud, así que como puedes ver uno siempre está a tiempo.
—¿Tienes baraja nueva?
—Sé que vienes de ver a tu madre, huelo el azufre. Entiendo que interrumpas a tu madre, entiendo que no quieras dejarla hablar, pero yo no soy tu madre, yo no te diré nada de mis entrañas, mis intestinos son cosa mía, yo soy tu padre y por ese simple hecho, callas y escuchas.
—Está bien, dime —Eso también pareció ser una interrupción y me lo reprochó con la mirada.
Se acercó a la mesa y teatralmente acarició los lomos de los libros con la yema de los dedos.
—He disfrutado de nuevo del Caballero Zifar de Tirant lo Blanch, de Palmerín de Olivia y por su puesto  de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
­—Estupendo papá, eso es mucho mejor que los sudokus —Decidí interrumpir, me estaba cansando, quería jugar la partida y largarme de esa cueva lo antes posible.
Siguiendo con la teatralidad que lo había caracterizado toda la vida, golpeó la mesa con la palma de la mano y me señaló iracundo.
—Insolente, cretino maleducado.
—Bueno… será mejor que me marche, otro día nos batiremos en duelo como Palmerita…
Volvió a golpear la mesa y dio un paso al frente, asió con la mano derecha una especie de sábana roja que había junto a los libros y tiró de ella dejando a la vista dos espadas, dos floretes para ser más exactos.
—¿Por qué postergar lo inevitable? Y es Palmerín botarate del demonio. Cogió uno de los sables y me lo lanzó, no en forma de lanza cuchillos sino más bien entregándomelo, yo observé como el hierro caía a mi lado y alcé la ceja mirando como mi padre se despojaba del batín y dejaba a la vista un curioso atuendo, calzaba una especie de pantis negros muy ajustados, demasiado ajustados y una blusa blanca de mangas anchas, cogió la espada y me apuntó con ella.
—En guardia.
Y sin decir nada más se abalanzó sobre mí como una hurraca sobre una cucaracha, la primera embestida la esquivé incrédulo, simplemente ladeé mi cuerpo hacía la izquierda y mi padre precedido por la espada pasaron frente a mí.
—Papá… te harás daño.
Se dio vuelta y me miró fijo sujetando firmemente su arma.
—Coge tu espada y defiéndete. ¿Le tiendes miedo a tu anciano padre?
—Sí, pero no por esa espada.
—¡Impertinente , defiéndete!
Con las ganas que un hombre del siglo XXI puede tener de batirse en duelo recogí el florete del suelo.
—Bueno , cinco minutos y me voy.
Corrió hacía mí y uso la espada como el palo de una piñata intentándome golpear la cabeza, instintivamente interpuse entre su hierro y mi testa la espada que acababa de recoger.
—Por fin opones resistencia villano.
—Julius, papá, me llamo Julius.
Intentando no hacerle daño, lo separé de mi sin mucho esfuerzo, empujé mi espada y el retrocedió unos pasos. Sonrió, parecía feliz, parecía satisfecho que no es lo mismo que saciado o por lo menos no en ese contexto, se irguió y… así es como pasé el rato con papá:
Con un empuje digno de admirar en un hombre de su edad, se volvió a abalanzar sobre mí, lanzando estocadas, que uno debería imaginar temblorosas y vetustas, pero eran certeras y firmes, ágiles y sobretodo mortíferas. Así que visto el empeño que ponía mi padre por terminar con mi vida, descarté el sentimiento de lástima y posible cariño que me había embargado al principio y lo sustituí por las simples y llanas ganas de matar.
Le devolví la el ataque con tres o cuatro lanzadas de florete dignas de Errol Flynn, pero como un Cyrano entrado en años, mi progenitor se defendió con elegancia y gallardía. Cada una de mis estocadas era esquivada con velocidad, cada uno de mis envites eran amortiguados por un sablazo que salía de la nada, pero de a poco lo fui acorralando, hasta tal punto que como se dice lo tuve entre la espada y la pared.
—¿Y ahora qué matusalén? Ya no tienes tantas ganas de luchar, ¿eh?
Maldita sea la hora en que atenté contra su edad, metió la mano en un cenicero cercano y me llenó los ojos y la boca de ceniza dejándome fuera de combate durante unos segundos, dando bandazos por la habitación le di el tiempo suficiente para salir del rincón donde lo tenía atrapado y cuando mis ojos pudieron ver de nuevo, lo vi en lo alto del escritorio y tuve el tiempo justo para agacharme y evitar que convirtiese mi sesera en una banderilla, rodé por el suelo, mientras él caía sobre mí clavando incesantemente el estoque a mi alrededor, convirtiendo así el parqué en un colador. Jadeante se alejó de mí colocándose bien el cuello de la camisa.
—Levántate gusano, a pesar de lo que digan mis enemigos, yo no terminó con nadie que esté a cuatro patas, levántate y lucha.
—Papá, me lo estoy pasando en grande, pero te aseguro que si salgo vivo de esta habitación, te incapacitaré.
—Palabrería de una vil comadreja, levanta la espada y defiéndete.
Y dejamos las palabras para otro rato e hicimos chocar nuestros aceros en el aire y ahí lo vi claro, vi un hueco, vi un espacio, vi mi victoria. Estando nuestras espadas entrelazadas sobre nuestras cabezas pude ver el bulto de la entrepierna de mi padre, realzado por ese mallot y sin pensarlo demasiado alcé la rodilla con todas mis fuerzas y golpeé las castañuelas, así, sin miramientos.
El silencio se apoderó de la habitación, simplemente fue interrumpido por el ruido del acero de mi padre cayendo al suelo y por un profundo suspiro, como el de un motor que lanza su último escupitajo de humo. ¡Puf! Mi anciano padre cayó redondo al suelo. Estaba vivo, lo sabía por qué tenía los ojos abiertos y la cara roja, y también por qué se movía como una tortuga panza arriba sujetándose los testículos.
—Pensé que llevarías una coquilla —Mentí.
No podía hablar, sólo me miraba con los ojos inflados como globos de feria y la boca muy abierta.
—¿Estarás bien?
—Arghhhhghhhhhhhh
—¿Eso es un sí?
Me acerqué al escritorio, descolgué el teléfono inalámbrico y lo dejé a su lado.
—¿Papá me escuchas?
— Arghhhhghhhhhhhh ¡Puf!
—Te dejo el teléfono, aquí, por si quieres llamar a una ambulancia, tengo que irme, tengo una reunión, pero oye, lo he pasado en grande, tenemos que repetirlo.
Siempre ha sido un tipo duro, sabía que sabría arreglárselas sin mí, pensé en mi madre, como habría disfrutado de esa escena, salí de la habitación y caí en la cuenta que aún tenía el florete en la mano, miré a mí alrededor y lo coloqué en el paragüero.
—¡Adiós papá!

—Hijo de Arghhhhghhhhhhhh… —Dijo despidiéndose, signo inequívoco de que estaba bien.

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