A pesar de… en realidad gracias a que era un
cura recién salido del seminario terminé manchando mis zapatos nuevos en
sangre. ¿Han pisado alguna vez una moqueta empapada en sangre? Es complicado
describirlo, la sangre es más espesa que el agua y por consiguiente empapa de
forma diferente, pastosa, pegajosa… en fin.
Quiero decirles, antes de relatarlas como
llegué a esa situación, que en cuanto vi por primera vez a Justino, supe que
sería la primera alma que salvaría, incluso antes que a la prostituta. Eso era,
ya saben que conocí con un alma digna de ser salvada y a una prostituta así que
no me entretengo.
Recién salido del cascarón, así era yo, un
polluelo que emprendía un nuevo viaje en solitario, con la única ayuda de dios,
eso pensaba yo, que sólo iba a recibir la ayuda de dios, polluelo… En uno de
los transbordos del autobús de línea, bajé a fumar, sí, no se asusten, en la
época donde ocurrió esta historia todo el mundo fumaba, fumar era bueno, estaba
de moda y probablemente curaba el cáncer, así que bajé a fumar. Quizá fumé
demasiado rápido y me mareé por el exceso de oxígeno, no sé, la cuestión es que
me pareció que esa muchacha estaba iluminada por una luz especial, y místico de
mí, me acerqué a ella para decirle lo especial que ella. ¿He dicho ya lo de…
polluelo? Me informó, educadamente pero a la vez firme que en primer lugar no
se lo hacía con curas y que ella no chupaba nada fuera del burdel.
Sí, esa fue la primera alma, la prostituta. Dispuesto
a enderezar su doblada vida la acompañé hasta la casa de lenocinio, en su
contra y visto como transcurrieron los acontecimientos lo que debería haber
hecho es meterme en mis putos asuntos y olvidarme de esa furcia. Perdón por el
lenguaje. La muchacha, parecía que no era su primera vez, se apartó rauda y se
escondió bajo una mesa, en cambio yo me quedé de pie mirando al hombre que
sostenía en su mano izquierda lo que parecía una copa de coñac y en la derecha
una pistola. En la sala unas cuantas muchachas a todas luces meretrices, se
acurrucaban tras una mesa junto a un grupo de cliente. Estaba borracho pues lo
primero que hizo fue apuntarme con la copa y acercar la pistola a su boca, abrí
los ojos y alargué la mano, asustado y el cayó en la cuenta y cambió de mano
automáticamente, así quedamos el bebiendo y apuntándome y yo tieso como una
estaca.
—Acérquese padre, hoy usted va a salvar un
alma.
Tengo que confesar que esa frase me hizo
bastante ilusión, aún nadie del mundo real me había llamado padre y mucho menos
había requerido de mis servicios para salvarle el alma, así que me acerqué
—¿Qué color prefiere padre, el negro o el
blanco?
Posé las palmas de las manos sobre la
americana negra de mi hábito y creo que sonreí y dije que el negro, bueno estoy
seguro por lo que sucedió a continuación, sin mediar palabra hizo detonar tres
veces su arma y cuando quise ver que había sucedido había sucedido vi a un
hombre rubio de piel casi transparente tumbado en el suelo, empapando la
moqueta.
—Un blanco menos. Por ahora ganan las negras,
como en el ajedrez padre.
Me obligó a beber, yo insistí tanto que me
dejó tomar un mosto mientras él le daba al coñac. Una hora más tarde y con
muchas ganas de orinar sabía lo siguiente, el caballero de la pistola se llama
Justino, tenía sesenta años, había sido abandonado por su mujer y sus hijos al
enterarse que era uno de los mejores clientes del club Brigitte, donde nos encontrábamos, hacía cuatro horas más o menos
los clientes que estaban ahora acurrucados junto a las chicas junto con el que
yacía muerto en la moqueta habían echado al tal Justino por alborotar en el local.
Y bueno había ido a su casa, había cogido su pistola y ahí nos encontrábamos.
Le pedí por favor que me dejase ir a orinar, accedió. Cuando estaba en el
urinario tuve que apretar fuerte para terminar y correr de nuevo a la sala
principal, había vuelto a oír disparos, la cosa si no se había desmadrado ya lo
estaba empezando a hacer. Cómo un
sórdido castillo humano otro hombre, muerto evidentemente, reposaba sobre el
cadáver anterior.
No pude hablar me interrumpió.
—¡Tú!, Ven aquí —dijo señalando a la muchacha
que había acompañado desde la estación de autobuses—bájale los pantalones a mi
amigo el cura y hazle lo que tú ya sabes y cuidado con la ortodoncia que nos
conocemos.
—Oh no por favor —dije sujetándome los pantalones.
Dios Bendito, ave maría purísima, santísimo
cristo, dios mío de mi vida, san Antonio bendito, bendita sea la virgen, Jesús,
María y José o por los clavos de cristo fue todo lo que pude decir, hasta
enmudecer en un estertor y sujetar la cabeza la muchacha para no caerme al
suelo ante el repentino flaqueo de mis piernas.
—¿La mato padre? ¿Le ha hecho daño con la
ortodoncia?
Sin poder articular palabra posé la mano en el
hombre de Justino y lo miré con los ojos brillantes.
—Justino, perdónala porque no sabe lo que
hace.
—Pues para no saberlo a usted se le están
cayendo las lágrimas.
Me recuperé, recuperé la compostura, terminé
mi mosto de un trago y me encendí un cigarrillo, era un hombre nuevo, más nuevo
que recién salido del seminario, me sentía ligero, capaz de convencer a
cualquiera de cualquier cosa, poderoso, grácil y divino. Miré fijamente a
Justino, que seguía bebiendo coñac.
—¿Quieres que salve tu alma?
—Puede usted intentarlo.
Le hablé del sexto mandamiento, del no
matarás, del a quien hierro mata a hierro muere. Le recordé la misión del
hombre en la tierra, de la bondad de dios y… debí hacerlo con poca credibilidad
pues alzó su arma comenzó a disparar, sin ton ni son, paró sacó otro cargador,
y siguió con la mascletá y de
mientras yo acurrucado a los pies de la barra empapándome el culo, los pies y
las manos de sangre.
—Ahora padre, ahora sí, ahora tiene trabajo,
ahora tiene un alma realmente jodida.
Cuando abrí los ojos pude ver todos los
cuerpos amontonados los unos sobre los otros, todos los cuerpos cubiertos de
sangre, agujereados y maltratados.
—¿Pero que has hecho?
—Eran todos pecadores, padre, como yo.
—¿También has matado a la chica?
—¿Qué chica?
—La de…
—Claro padre…
Golpeé al hombre con el vaso de mosto de mosto
y el disparó, pero la bala ni me rozó, caí sobre él como la ira de nuestro
señor, como una tormenta de arena, como una de las siete plagas y logré
desarmarlo y hacerme con la pistola.
—¡No padre no! —dijo sin mirarme— No me mate
padre.
—Policía, suelte el arma.
No les diré eso de ¿Se lo pueden creer? Porqué me trae sin cuidado si lo creen o no,
el juez lo creyó y es lo único que importa, mis huellas en el arma, empapado de
sangre, ningún testigo salvo Justino y mi ADN en la boca de la puta.
Mi compañero de celda es un sarraceno pagano,
hemos llegado a un pacto, el no reza y yo tampoco, por lo menos en presencia
del otro. Justino ha vuelto con su mujer y sus hijos lo han perdonado, en
cuando al club Brigitte parece ser
que los terrenos pertenecían a las monjas y han hecho un parador de carretera
donde venden estampitas de santos y cristos de yeso. Amén.
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