martes, 15 de abril de 2014

AMÉN

A pesar de… en realidad gracias a que era un cura recién salido del seminario terminé manchando mis zapatos nuevos en sangre. ¿Han pisado alguna vez una moqueta empapada en sangre? Es complicado describirlo, la sangre es más espesa que el agua y por consiguiente empapa de forma diferente, pastosa, pegajosa… en fin.

Quiero decirles, antes de relatarlas como llegué a esa situación, que en cuanto vi por primera vez a Justino, supe que sería la primera alma que salvaría, incluso antes que a la prostituta. Eso era, ya saben que conocí con un alma digna de ser salvada y a una prostituta así que no me entretengo.
Recién salido del cascarón, así era yo, un polluelo que emprendía un nuevo viaje en solitario, con la única ayuda de dios, eso pensaba yo, que sólo iba a recibir la ayuda de dios, polluelo… En uno de los transbordos del autobús de línea, bajé a fumar, sí, no se asusten, en la época donde ocurrió esta historia todo el mundo fumaba, fumar era bueno, estaba de moda y probablemente curaba el cáncer, así que bajé a fumar. Quizá fumé demasiado rápido y me mareé por el exceso de oxígeno, no sé, la cuestión es que me pareció que esa muchacha estaba iluminada por una luz especial, y místico de mí, me acerqué a ella para decirle lo especial que ella. ¿He dicho ya lo de… polluelo? Me informó, educadamente pero a la vez firme que en primer lugar no se lo hacía con curas y que ella no chupaba nada fuera del burdel.
Sí, esa fue la primera alma, la prostituta. Dispuesto a enderezar su doblada vida la acompañé hasta la casa de lenocinio, en su contra y visto como transcurrieron los acontecimientos lo que debería haber hecho es meterme en mis putos asuntos y olvidarme de esa furcia. Perdón por el lenguaje. La muchacha, parecía que no era su primera vez, se apartó rauda y se escondió bajo una mesa, en cambio yo me quedé de pie mirando al hombre que sostenía en su mano izquierda lo que parecía una copa de coñac y en la derecha una pistola. En la sala unas cuantas muchachas a todas luces meretrices, se acurrucaban tras una mesa junto a un grupo de cliente. Estaba borracho pues lo primero que hizo fue apuntarme con la copa y acercar la pistola a su boca, abrí los ojos y alargué la mano, asustado y el cayó en la cuenta y cambió de mano automáticamente, así quedamos el bebiendo y apuntándome y yo tieso como una estaca.
—Acérquese padre, hoy usted va a salvar un alma.
Tengo que confesar que esa frase me hizo bastante ilusión, aún nadie del mundo real me había llamado padre y mucho menos había requerido de mis servicios para salvarle el alma, así que me acerqué
—¿Qué color prefiere padre, el negro o el blanco?
Posé las palmas de las manos sobre la americana negra de mi hábito y creo que sonreí y dije que el negro, bueno estoy seguro por lo que sucedió a continuación, sin mediar palabra hizo detonar tres veces su arma y cuando quise ver que había sucedido había sucedido vi a un hombre rubio de piel casi transparente tumbado en el suelo, empapando la moqueta.
—Un blanco menos. Por ahora ganan las negras, como en el ajedrez padre.
Me obligó a beber, yo insistí tanto que me dejó tomar un mosto mientras él le daba al coñac. Una hora más tarde y con muchas ganas de orinar sabía lo siguiente, el caballero de la pistola se llama Justino, tenía sesenta años, había sido abandonado por su mujer y sus hijos al enterarse que era uno de los mejores clientes del club Brigitte, donde nos encontrábamos, hacía cuatro horas más o menos los clientes que estaban ahora acurrucados junto a las chicas junto con el que yacía muerto en la moqueta habían echado al tal Justino por alborotar en el local. Y bueno había ido a su casa, había cogido su pistola y ahí nos encontrábamos. Le pedí por favor que me dejase ir a orinar, accedió. Cuando estaba en el urinario tuve que apretar fuerte para terminar y correr de nuevo a la sala principal, había vuelto a oír disparos, la cosa si no se había desmadrado ya lo estaba empezando a hacer.  Cómo un sórdido castillo humano otro hombre, muerto evidentemente, reposaba sobre el cadáver anterior.
No pude hablar me interrumpió.
—¡Tú!, Ven aquí —dijo señalando a la muchacha que había acompañado desde la estación de autobuses—bájale los pantalones a mi amigo el cura y hazle lo que tú ya sabes y cuidado con la ortodoncia que nos conocemos.
—Oh no por favor —dije sujetándome los pantalones.
Dios Bendito, ave maría purísima, santísimo cristo, dios mío de mi vida, san Antonio bendito, bendita sea la virgen, Jesús, María y José o por los clavos de cristo fue todo lo que pude decir, hasta enmudecer en un estertor y sujetar la cabeza la muchacha para no caerme al suelo ante el repentino flaqueo de mis piernas.
—¿La mato padre? ¿Le ha hecho daño con la ortodoncia?
Sin poder articular palabra posé la mano en el hombre de Justino y lo miré con los ojos brillantes.
—Justino, perdónala porque no sabe lo que hace.
—Pues para no saberlo a usted se le están cayendo las lágrimas.
Me recuperé, recuperé la compostura, terminé mi mosto de un trago y me encendí un cigarrillo, era un hombre nuevo, más nuevo que recién salido del seminario, me sentía ligero, capaz de convencer a cualquiera de cualquier cosa, poderoso, grácil y divino. Miré fijamente a Justino, que seguía bebiendo coñac.
—¿Quieres que salve tu alma?
—Puede usted intentarlo.
Le hablé del sexto mandamiento, del no matarás, del a quien hierro mata a hierro muere. Le recordé la misión del hombre en la tierra, de la bondad de dios y… debí hacerlo con poca credibilidad pues alzó su arma comenzó a disparar, sin ton ni son, paró sacó otro cargador, y siguió con la mascletá y de mientras yo acurrucado a los pies de la barra empapándome el culo, los pies y las manos de sangre.
—Ahora padre, ahora sí, ahora tiene trabajo, ahora tiene un alma realmente jodida.
Cuando abrí los ojos pude ver todos los cuerpos amontonados los unos sobre los otros, todos los cuerpos cubiertos de sangre, agujereados y maltratados.
—¿Pero que has hecho?
—Eran todos pecadores, padre, como yo.
—¿También has matado a la chica?
—¿Qué chica?
—La de…
—Claro padre…
Golpeé al hombre con el vaso de mosto de mosto y el disparó, pero la bala ni me rozó, caí sobre él como la ira de nuestro señor, como una tormenta de arena, como una de las siete plagas y logré desarmarlo y hacerme con la pistola.
—¡No padre no! —dijo sin mirarme— No me mate padre.
—Policía, suelte el arma.
No les diré eso de ¿Se lo pueden creer? Porqué me trae sin cuidado si lo creen o no, el juez lo creyó y es lo único que importa, mis huellas en el arma, empapado de sangre, ningún testigo salvo Justino y mi ADN en la boca de la puta.

Mi compañero de celda es un sarraceno pagano, hemos llegado a un pacto, el no reza y yo tampoco, por lo menos en presencia del otro. Justino ha vuelto con su mujer y sus hijos lo han perdonado, en cuando al club Brigitte parece ser que los terrenos pertenecían a las monjas y han hecho un parador de carretera donde venden estampitas de santos y cristos de yeso. Amén. 

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