Todo lo que sucedió fue meramente azaroso,
nada fue planificado, los hechos se precipitaron sin que yo pudiera evitarlo,
eso es lo que diría al juez si algún día tengo que presentarme ante él, pero a
ustedes les contaré toda la verdad y nada más que la verdad. Y la verdad damas
y caballeros es que estaba colocado hasta las trancas. Un amigo, quizá llamarlo
amigo es exagerar nuestra relación, un conocido, me había conseguido una garrafa
de cinco litros de licor de Hoffman, el licor de Hoffman como ustedes ya
sabrán, es una mezcla de éter sulfúrico y alcohol a partes iguales, un avance
de nuestros tiempos un líquido que puede ser inhalado o ingerido y que
convertirá el cuerpo humano, en este caso el de un servidor, en un extraño
armatoste de carne y moco difícil de manejar.
Recuerdo perfectamente estar en el sofá de mi
casa, recuerdo también tener seis latas de cerveza sobre la mesilla, un limón
un salero y una botella de tequila barato, eso lo recuerdo perfectamente, lo
recuerdo pues me costó muchísimo robar todo eso en el supermercado sin que la
cajera sospechase del enorme bulto de mi entrepierna. Bebí, evidentemente, bebí
una cerveza, tres chupitos; otra cerveza y cuatro chupito; otra cerveza… bueno
y así sucesivamente. El licor de Hoffman llegó cuando mi labio ya empezaba a
colgar y mis piernas respondían exclusivamente al movimiento en zigzag, abrí la
puerta respondiendo al timbrazo y sonreí al caballero que reconocí como el
señor del Hoffman, debí invitarlo a entrar pero mis borracheras suelen ser
solitarias y usando un símil literario enarbolo el fluir del pensamiento sin
tamizar demasiado, así que le arrebaté la garrafa de licor y le cerré la puerta
en las narices.
Lean con atención pues este consejo les
servirá para toda la vida, para que el licor de Hoffman sea realmente útil debe
ser impregnado sobre un paño de algodón puro, yo soy bastante defensor del
algodón egipcio, pero el indio o el burkinés también pueden servirles, sin
embargo deben huir como de la peste de fibras sintéticas que no harán más que
estropear el licor. Dicho esto, y con la esperanza que hayan tomado buena
nota, les diré para no andarme con
rodeos que la cabra me obligó. Perdón, nuevamente eso es lo que le diría al
juez y hemos quedado que ustedes no les mentiría, no obligué a la cabra ni yo
la obligué a ella, pero tampoco pareció muy reticente a acompañarme en mi
pequeña aventura.
Cuando uno vive en una gran ciudad, cuando es
una cucaracha de asfalto, como un servidor, el campo le parece una auténtica
aventura, y para mí, cuatro briznas de hierba eran y son delicias bucólicas
pastoriles. Sé que llegué en transporte público, lo sé por qué recuerdo al
conductor del autobús pateando mi etílico trasero y echándome del vehículo. Con
el pañuelo de algodón egipcio enroscado en la cabeza al más puro estilo Omar
Sharif y la garrafa bajo el brazo vi cómo se alejaba el autobús y me dejaba en
un lugar indeterminado de la campiña. Y conociendo mi condición de borrachín sé
que lo único que puede hacer un hombre como yo es caminar, así que metiéndome
las puntas del trapo en las fosas nasales comencé a caminar campo a través.
El campo que rodea las ciudades, es un
espejismo, es campo en efecto pero los seres infectos que habitan en las
ciudades no lo respetan y convierten el paisaje en una suerte de selva tóxica,
me senté en una vieja lavadora oxidada a orillas de un riachuelo y bebí el agua
que por él corría, agua fresca y probablemente contaminada o por lo menos eso
hacían entender los espumarajos que flotaban en ella, en fin, bebí y continué
el camino a ninguna parte. ¿A ninguna parte? Eso pensaba cuando encontré un
sendero arbolado, se oían pajaritos y el sol de la mañana atravesaba las hojas
tiernas de los árboles reflejándose en el suelo como el vitral de una iglesia.
Reconozco que debí parecer una especie de
hombre de la selva, con la cabeza enroscada con un paño empapado en éter y
aferrado a la garrafa, pero me asusté, salieron de la nada, como bandoleros o
asaltadores de caminos, que viene a ser lo mismo, pero bueno. Me miraron con
ojos curiosos, alargando las manos hacía mí. Vestían túnicas blancas y lucían
largas barbas y largos cabellos. Joder daban miedo, mucho miedo.
—Dipsómanooooooooooo —dijeron mientras me
rodeaban.
—¡Se dice borracho gilipollas! —Dije mientras
intentaba defenderme a garrafazo limpio, pero evidentemente, tenían varias
ventajas, la primera que a pesar de parecer zombis con túnica me superaban en
número, evidentemente y la segunda y no por eso menos importante, yo le había
dado sin reparos al licor de Hoffman durante toda mi travesía y apenas me
sostenía en pie.
Así que como Gulliver atrapado por los enanos,
me ataron y me llevaron a lo que ellos llamaban la catedral. Por suerte había
sido previsor y los efectos del éter me durarían por lo menos cinco horas más,
y por la virgen de los sicarios que duraron esas horas.
Todo el mundo y quien diga lo contrario miente
como un bellaco tiene sus enemigos naturales, enemigos que aún ser desconocidos
existen y uno los intuye, los míos son los centros de desintoxicación y los
asistentes sociales, había huido de ellos desde que tenía uso de razón. Y
cuento esto porque sentí el miedo en la nuca, es algo que suele sucederme como
sistema de alerta que falla con regularidad, pero que en ese momento funcionó,
se me erizaron los pelos de la nuca al ver un cartel que ponía CENTRO LAS NUBES
DE SAN CRISTÓBAL. Grité, pataleé e
intenté zafarme de las manos de mis secuestradores, evidentemente en mi mente
sucedía eso, pero en realidad me retorcía como una babosa sin presentar
demasiada resistencia.
Era una sala enorme, llena de gente, más
zombis claro, tipos tocados con harapos blancos, de pómulos picudos y ojos hundidos, era como mirarme en un
extraño espejo, todos esos seres, por llamarlos de alguna forma, eran… adictos.
O ex adictos, aunque parecía que seguían colocados pero me temo que no era
ninguna droga lo que los mantenía tan alelados.
Se escuchó una voz y un balido.
—Has venido hasta mí por tu propio pie —y un
balido— nosotros sólo te hemos guiado hasta el lugar que te pertenece…
—¡Y una mierda como un sombrero de un picador!
—Alcancé a decir ante el asombro de todos.
—¡Silencio! ¡Está hablando el maestro! —dijo
uno de los zombis mientras sonaba un balido.
—Deberás aprender a respetar el silencio y la
palabra. Pero somos misericordiosos y sabemos que tu cerebro está embotado, está
intoxicado, con la ayuda del todopoderoso y de su enviada Blanquita —y un
balido— saldrás de las tinieblas. ¡Yo soy el maestro y ella es Blanquita!
Continuará…
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