Las palizas hay que recibirlas tal y como
vienen. Si uno se dedica a lo que yo me dedico debe aceptar que tarde o
temprano alguien querrá patearle el trasero, es un hecho, policías, macarras de
barrio, mafiosillos del Chino, una familia gitana, la banda de los portugueses,
es la condición sine qua non de ser
un timador.
Lo que uno no esperaría jamás es ser
acorralado por cuatro tipos trajeados, con gafas de alambre dorado y armados
con palos, esa clase de personas no son las que acorralan en callejones oscuros
y te muelen a palos, en realidad eso creía yo hasta que el primer palazo me
hizo estallar la nariz.
¿Qué cómo he llegado a este oscuro callejón
del barrio del Borne?, ¿Qué por qué cuatro señores, de barbas bien arregladas,
zapatos lustrados y uñas impolutas se ensañan con mis costillas? La culpa y
permítanme que me exima, es de un tal Lázaro Zamenhof. Un ruso que un día se
despertó con una sensación extraña y decidió inventarse un idioma, el
Esperanto, si ese señor se hubiese levantado con una sensación extraña y en
lugar de ponerse a redactar las bases del Esperanto se hubiese comido un huevo
escalfado, yo ahora mismo tendría mis huesos intactos.
Soy consciente que echarle la culpa a un tipo
que en realidad no conozco es una reacción mezquina e infantil, pero por el
amor de dios, ¿tengo que repetirles a que me dedico? Soy un timador, un
embaucador, un estafador, un españolito de a pie. La cuestión, es que andaba yo
paseando, revoloteando por la ciudad en busca de una víctima para hacerle el
tocomocho y mientras esperaba en una parada del tranvía leí un cartel que
anunciaba la próxima visita del tal Lázaro Zamenhof, no le presté demasiada
atención simplemente leía para matar el tiempo, pero un tipo que estaba a mi
lado se percató de mi supuesto interés y dijo:
—Yo ya tengo mi entrada.
—¿Cómo?
—Yo ya he comprado mi entrada para ver a Zamenhof en el ateneo de Gracia,
si no se da prisa tendrá que comprarlo en la reventa y le saldrá por un ojo de
la cara.
Ni me despedí, arranqué el cartel de la pared
y fui a casa de un amigo, un anciano falsificador que vivía en la Ronda San
Antonio, al que los del gremio llamábamos Kafka, simplemente por su gran
parecido a una cucaracha. Recibió mis instrucciones y me confeccionó un librito
de entradas para la convención de Zamenhof. Si había bastantes chalados para
gastarse el dinero para ver a ese cantamañanas podía sacarme un buen dinero.
¿Saben qué? Los había, recorrí todos los bares
donde se reunía la burguesía y los intelectuales y casi se pegaban para comprar
las entradas, escritores, poetas, políticos, pintores, filósofos, me las
quitaban de las manos. Me quedé sin
entradas en dos días e hice un buen fajo de billetes. ¿Remordimientos? Creo que
los perdí cuando tuve paperas a los siete años, desde entonces me resulta
bastante fácil engañar a la gente y no siento ni una alteración en eso que la
gente llama conciencia.
Con zapatos nuevos y un buen Montecristo salí
del restaurante siete puertas, un día es un día y el negocio andaba viento en
popa. Y estas cosas no se ven venir, yo noté la primera cachetada así de
improviso, una colleja de órdago que me hizo soltar el puro como accionado por
un resorte. Soy un cobarde, ¿no lo había dicho? Pues sí, soy un acoquinado, así
que sin mirar atrás empecé a correr, ni siquiera volteé la cabeza un poquito
para saber quién me había golpeado, le di buen uso a mis mocasines recién estrenados
y lustré el empedrado.
Fue inútil, a pesar de su apariencia, de
intelectuales añejos, corrían que se las pelaban, pude verlos al girar una
esquina, mientras me adentraba en el Borne, cuatro fulanos trajeados sujetando
bastones que tenían un solo destinario, mi jeta.
Bueno y ahí estamos de nuevo, en un callejón
húmedo y oscuro, yo contra la pared y el cuarteto mirándome iracundo.
—¡Las entradas eran falsas! —dijo uno de
ellos.
—¿Cómo falsas? —A uno siempre le queda la
esperanza de poder volver a engañarlos.
—Vi
estas rato.
No sólo me golpearon, al unísono y de forma
muy metódica, sino que además me insultaron en Esperanto, les diría de forma
poética que me dolieron más los insultos en un idioma inventado, pero les
mentiría, me dejaron baldado. Hecho pomada, vamos. Se largaron y yo quedé tendido
en el suelo como un juguete roto, como si fuese un títere que se ha caído de su
atril, una pierna hacia un lado la otra hacía otro y los brazos destrozados. Logré
incorporar un poco la cabeza, con un ojo hinchado y medio cerrado, el labio
inferior partido y la lengua inflada por un mordisco de mis propios dientes y
pude ver como un perro callejero me olisqueaba la pierna y se orinaba en ella.
¿Cómo se dirá: “No me vuelvo a meter con un
esperantista en mi vida”?
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