Me ofreció un cigarrillo y me acercó el encendedor escondido
entre la mano para evitar el viento. De un tiempo a esta parte, la calle se ha
convertido en la narcosala de los
fumadores. Fumamos en la puerta del local, y como dos viejos lobos de mar que
pueden diferenciar con un simple vistazo una ola oscilatoria, de una forzada o
de una de traslación los vimos salir del restaurante y a ambos se nos erizó el
pelo de la nuca.
Se les puede llamar folloneros, camorristas, fulleros,
bravucones, pendencieros o perdonavidas, el termino es indistinto, lo que es
realmente importante es que lo son, por delante y por detrás, por los cuatro
costados rezuman la chulería que los caracteriza, ojos ávidos de trifulcas,
sonrisas pícaras que ansían el enfrentamiento.
Y como esos viejos lobos de mar también sabíamos que hay
varias formas de afrontar la tormenta, se puede capear con velas o capear a
palo seco, en este caso se capeó a palo seco, ¿qué significa? Mi compañero
estaba situado frente a mí y ambos charlábamos, pero mi ojo izquierdo y su
derecho no les perdían de vista y era evidente que el rebaño de mamones que se
acercaba no tenía ninguna intención de apartarse, ¿Qué hace un marinero cauto,
uno que ha tenido demasiados encontronazos con Neptuno? Se aparta, y eso hicimos,
un par de pasos cada uno y los cabestros pasaron orgullosos, como su fuesen un
Moisés del siglo XXI que había conseguido apartar las aguas. El ego un poco
dañado, el amor propio un poco vilipendiado pero con la certeza que volveríamos
a puerto con las velas intactas.
Pero el mar es caprichoso, el mar es un niño malvado que se
las ingenia para atraparte desprevenido, un bribón con todas sus letras y
cuando el marino ha bajado la guardia, de las profundidades aparece una ola de
cresta espumosa, ancha como un edificio y profunda como la garganta del diablo
e impacta por la popa, cogiéndote impróvido. Y presuroso, pues sabes que donde
ha venido esa ola vendrán más, siempre vendrán más y sabes que tendrás que
capear como sólo se puede hacer con este tipo de mar, desplegas las velas.
La ola se empecina en hundirte, ese es su cometido, pero el
tuyo es sortearla y vencerla. Un muchacho de aspecto callejero, disfrazado de
persona, con sus pendientes dorados, sus colmillos relucientes, te mira
iracundo con los brazos abiertos y una copa en la mano.
―Me has tirado el cubata gilipollas.
Las otras olas, los otros cabestros, alertados por el sonido
de nuestras velas en contacto con el viento de la tormenta que se acerca, dejan
las conversaciones que los llevaban lejos de nosotros y retroceden para
arremolinarse alrededor de nuestra embarcación. Cuando la tormenta ha detonado,
cuando las olas y el viento han comenzado a hacer de las suyas, uno sabe que ya
es tarde para volver a puerto tranquilamente, debe agarrarse al timón, mirar al
cielo, agitar el puño y gritar como de ello dependiese la vida a su
tripulación:
―¡Venga que sólo son seis!
Mi compañero aún de espaldas empuja lo que queda de la copa
con su espalda, aplastando al dueño de la misma contra un árbol, sin perder un
minuto sonrío a un par de grumetes de idéntica
catadura moral y física, chaparros, de pelo ralo y sonrisa y ojos vacíos, puño
derecho y puño izquierdo impactan contra sus hocicos y por el momento ese par
de olas amagan desaparecer en el océano. Entre tanto mi compañero se revuelca con
otro par de dos, a uno lo sujeta por la quijada con todos los dedos de la mano
y este se revuelve como gato panza arriba, el otro intenta levantarse pero las
ágiles piernas de mi contramaestre lo sujetan por la cintura mientras con la
palma de la mano le golpea la cara como si fuese el culo de un muchacho
insolente.
Una de las olas que formaban el sexteto sin recibir ni dar
ha desaparecido, ya rendirá cuentas con sus compañeros en otra ocasión, así que
me despreocupo, el incitador, el que sostenía el combinado me mira y corre
hacía mí, con un quiebro digno de un recortador y poco habitual en mí, lo
esquivo, no sin antes alzar grácilmente la rodilla que impactará de tal forma
que recordará esa tonada marinera que dice: “Olas que al pasaaaaar se hacen
mierda contra el murallóóóóóón”. Un par de perlas de la ostra que abro
tintinean contra el asfalto. Uno de los muchachos que reprendí al principio de
la tormenta intenta salvar a su compañeros, le honra, pues pareciese que la
horda de tarugos carecía de compañerismo, así que educadamente me acerco por detrás
y cerrando el puño sobre un encendedor le aviso con un psst psst y al girarse mi puño lo saluda de cerca haciéndolo caer
como un lastre inútil. Me agacho y le hago entender a mi compañero que es hora
de abrir la mandíbula y que suelte el muslo de una de sus presas, que la
tormenta ha amainado y que eso ya son restos, me mira con los ojos muy abiertos
y como un grizzli satisfecho, suelta el salmón.
Parados contra la pared, más por precaución con por temor,
observamos como las aguas se calman, como los mendrugos se meten el rabo entre
las piernas y se van a lamer las heridas a aguas más calmas.
Todo eso hubiese sucedido, por supuesto que hubiese
sucedido, pero como ya digo, somos viejos lobos de mar, que sabemos recoger
nuestras velas, que sabemos capear el temporal lo que viene siendo a palo seco,
y dejamos pasar la ola, que se fue orgullosa a chocar contra otro velero que
tenga menos años, que tenga más ganas y que sea en definitiva de armas tomar.
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