martes, 3 de diciembre de 2013

EL CONTRATO INDEFINIDO

Bajó del autobús y hundió la cabeza en el cuello de la gabardina y en la vieja bufanda roja, hacía viento, el otoño ponía los puntos sobre las íes, se había hecho esperar pero ahora que ya estaba aquí golpeaba con fuerza. Con el periódico bajo el brazo y las manos en los bolsillos entro en la portería y saludó con un pequeño gemido al portero, Ioan, un rumano de casi dos metros de cara roja y sonriente.

Siempre era el primero en llegar a la oficina, así que abrió la puerta y encendió las luces, era una antigua oficina de techos altos, mesas de madera y grandes ventanales. Sin quitarse la gabardina entró en la cocina, encendió la cafetera y mirándola fijamente esperó a que la luz parpadeante le indicase que la máquina ya estaba lista, introdujo una cápsula y se hizo un café con leche.
Puso la taza de café sobre el radiador, dejó el periódico sobre la mesa y encendió el ordenador. Seguía con la gabardina puesta, salió a un pequeño balcón con la taza y se encendió un cigarrillo, era un octavo piso, hacía frío, fumó lentamente mientras sorbía el café.
―Invítame a un cigarrillo ―dijo Jaume a modo de salutación.
Él lo miró, cada mañana igual, ni “buenos días”, ni “hola”, simplemente “invítame a un cigarrillo”.
―¿A qué hora has llegado? ―preguntó mientras sacaba un pitillo del paquete que le había entregado.
―Hace cinco minutos.
―Tengo un par de tickets para darte. Son del restaurante ese que voy con los clientes, ya sabes…
―¿Otra vez?
―Esto es España amigo. Aquí los tratos se cierran en los puticlubs de toda la vida de dios.
―¿Firmó?
―Claro que firmó, le hicieron la reina de todas las mamadas y firmó, como si de ello dependiese su vida. ―y río dejando escapar el humo entre los dientes amarillos.
Apagó el cigarrillo en un cenicero de piedra de la repisa y entró dejando a Jaume en el balcón.
Se sacó la gabardina y la bufanda y las colgó junto a la mesa, el ordenador ya estaba encendido, puso primero una contraseña, luego otra, abrió el correo y lo revisó, peritos, clientes, peritos contentos, clientes enfadados, peritos enfadados, clientes contentos, lo mismo de siempre.
Llegó como siempre, pasadas las diez, Odette la septuagenaria directora de la oficina. Vestida con un traje chaqueta verde y un cardado imposible, les constaba a todos que cada mañana iba a una peluquería de la rambla Cataluña para que le armasen ese peinado que era más una obra arquitectónica que un estilismo y luego desayunaba en una coqueta confitería de la misma rambla. Entró, con paso seguro en la oficina, saludando al personal y se metió en su despacho.
Odette tuvo una secretaria, la vieja Enriqueta, vieja en apariencia pues Odette era mayor que ella. Enriqueta se jubiló y Odette no contrató a otra secretaria, asumió como lo hicieron todos, como lo hizo él, que además de su trabajo con las cuentas, los contratos etc. podría asumir sin problema la agenda de Odette.
Se asomó a la oficina desde la puerta de su despacho, no dijo nada simplemente lo miró y esperó a que su mirada su cruzase con la suya, cuando lo hizo sonrió y asintió en silencio.
―Buenos días Odette.
―Cierra la puerta ―dijo sentada en su butaca de cuero― y siéntate.
Cerró la puerta y se sentó frente a la setentona, abrió la agenda que traía consigo y comenzó a dictar el orden del día, todas las reuniones y llamadas que debía hacer a lo largo del día.
―Y recuerde que debe llamar al señor Sugranyes, hoy es su aniversario de bodas y pronto hará cuarenta años que se casó con su difunta hermana.
―Hijo de puta.
Él se revolvió en la silla, nunca sabía si lo insultaba a él, la miró expectante, esperando una respuesta.
―Bueno, a última hora lo llamas y me lo pasas. Dejó sin blanca a mi hermana, con sus putas, su whisky  y su póker y tengo que ser simpática con él. ¿Por qué me obligas a llamarlo?
―Usted me dijo que…
―Si ya se lo que te dije, las relaciones son muy importantes, hay que mantenerlas y también te dije que hay que tener cerca a los amigos, pero más cerca a los enemigos. Si no tuviese un porcentaje tan alto de la empresa lo hubiese mandado hace años a tomar por culo. ¿Qué más?
―Me tiene que firmar las hojas de gastos. En la última página, tiene la factura de los lotes de navidad, y las tarjetas para todos los clientes, también está la factura de los tres últimos meses de la floristería.
Como una vieja usurera se colocó las gafas en la punta de la nariz y con un lápiz en la mano comenzó a leer las facturas, número por número, cuando algo no le cuadraba entreabría la boca, miraba por encima de los lentes al secretario y luego miraba de nuevo el papel hasta que comprendía lo que estaba leyendo.
―¿Putas otra vez?
―¿Cómo dice?
―Aquí pone restaurante Luciana, y esto es un puticlub.
―Yo…
―No hombre, ya sé que tú no tienes nada que ver. Es Jaume, que se lleva a los clientes de putas. Y los hace firmar, por eso… Pero hay que ver cómo han subido las chicas, casi cuatrocientos euros.
―Creo que ya está todo.
―¿Estás seguro?
Claro que no estaba seguro, era viernes, el primer viernes del mes.
―Hoy es el primer viernes del mes ―dijo con la garganta seca.
―Te espero en mi casa a las diez y media, no tengo ganas de cenar, ¿Podrás venir cenado, no?
Cuando todo empezó, se hacía traer comida de un lujoso restaurante del centro, a veces hasta comían marisco, con champán francés, al principio, él tenía veinte años y ella cuarenta. A él, aunque siempre ha sido de carácter más bien tímido, sus encuentros le parecían excitantes, pero los años fueron pasando y se convirtió en pura rutina, en un punto marcado con marcador rojo en la agenda de Odette.
Le había prohibido ponerse la gabardina y la bufanda, “esas raídas y deprimentes prendas” le dijo una vez y tuvo que comprarse una chaquetón de paño gris, sólo para ir a casa de Odette, para entrar en ella y sacárselo. Le prohibió también que usase pantalones informales, eso no era una informalidad, tenía que ir de traje y con corbata. Pasó el tiempo y le sugirió que la barba, no era cómoda, y se la rasuró, un tiempo más y no fue el único pelo que le molestó y ahora tenía cincuenta años y ni un pelo en el cuerpo, como un bebe de cincuenta años.
Era un edificio del ensanche barcelonés, con portero nocturno incluido, subió en el ascensor y se miró en el espejó, se sacó el pañuelo del bolsillo trasero y se limpió las comisuras de la boca, aún tenía restos de mostaza del bocadillo de salchichas que se había comido en el bar de la esquina.
―Buenas noches ―dijo ella abriendo la puerta.
Su cardado imposible seguía en pié pero ahora ya no vestía uno de sus trajes chaqueta sino, una bata de guatiné  color rosa pálido, fumaba un cigarrillo colocado en una boquilla de nácar.
―Te espero en el dormitorio, prepara un par de whiskies y ven.
En el salón, destapó la cubitera y puso hielo en dos vasos, sirvió la bebida y se dirigió al dormitorio, ella lo esperaba tumbada en la cama aún con la bata pero dejando a la vista sus delgadas y ancianas piernas.

―Hoy he hecho cuentas, y llevas casi treinta años trabajando en la oficina. Así que si hoy te portas bien, creo que para navidad te regalaré tu contrato indefinido. Cierra la puerta y quítate la chaqueta. 

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