martes, 17 de diciembre de 2013

LA CULPA ES DE LA BOLLERÍA

No era culpa de los donuts que me había comido para desayunar, eso era evidente, pero uno se aferra a un clavo ardiendo, y busca las explicaciones más absurdas para las situaciones más absurdas. Pensé en ello cuando la rata se detuvo para mirarme a escasos dos metros, una rata que a todas luces tenía un problema de sobrepeso, gorda, lustrosa y peluda. Me miraba con sus diminutos ojos moviendo la nariz y mostrándome los dientes.

Como digo, aunque sabía que no habían sido los culpables, me empeñé en creer que los donuts habían causado esa situación y me juré que si lograba salir de ese embrollo no desayunaría más bollería industrial. Como aquella vez que me hice vegano tras ver un documental sobre las granjas de pollos, mi convicción vegana duró aproximadamente dieciséis horas, aun así estuve contento pues ha sido una de las veces que más voluntad he demostrado. Juré que nunca más desayunaría dos donuts azucarados, el café con leche podía mantenerse, pero la bollería, la bollería no, por su culpa, me encontraba atascado en el conducto de ventilación.
Una vez me quedé encerrado en el ascensor de la oficina, modernísimo ascensor hidráulico preparado para soportar sismos y catástrofes naturales, que debido a su extrema sensibilidad cuando detecta alguna extraña vibración se bloquea. La extraña vibración que notó aquella vez fue un portazo en la novena planta y el elevador se bloqueó y yo quedé encerrado, fueron cinco minutos pero a mí me pareció una eternidad, cuando el personal de mantenimiento me rescató me encontraron en calzoncillos fumando un cigarrillo acurrucado en un rincón. Intenté explicarles los motivos de mi desnudez, pero eran personas insensibles al drama humano y me trataron de loco.
Probablemente, visto desde el exterior, lo que se vería sería medio cuerpo de cintura hacía abajo colgando del techo, pero lo que no se veía era mi tronco atascado en el tubo, mis rechonchos brazos alargados flanqueando mis mofletes, ríos de sudor que empapaban el cuello de la camisa y una rata gorda que me miraba curiosa.
Aventureros, de esos que salen por la tele, astronautas o escaladores sabrán de lo que estoy hablando, el límite del ser humano, ese momento de peligro extremo, el punto de no retorno, cuando el hombre saca fuerzas de flaqueza, pues sabe que ya no puede volver atrás, que ahí no hay nada, que la única salida es mirar al frente, armarse de valor y adentrarse en lo desconocido. Mi extraña anatomía en forma de doble pera, también similar a un ocho escrito por un niño de tres años o a un reloj de arena mal diseñado impedía el retroceso, unas caderas de matrona alemana habían quedado encajadas en el tubo reticulado de metal y para más inri no tenía ningún punto de apoyo para retroceder, sólo podía apoyar los pies contra la pared y empujar.
Di una embestida, que me pareció digna de un luchador de sumo, pero al parecer el tubo no opinó lo mismo, tampoco la rata que retrocedió asustada ante mi cara desencajada, los hilillos de saliva que salieron disparados de mi boca por el esfuerzo y por supuesto el sonoro pedo que mi ano soltó al sentir las tripas presionadas contra el acero. Embestí nuevamente, como un macho cabrío, moviéndome histéricamente y por fin mis patas se alejaron de la pared, estaba avanzando. A partir de ahí la fuerza bruta no servía de nada, así que como una serpiente pitón que se acaba de comer un cervatillo comencé a reptar por el conducto, noté en algún momento con un tornillo mal soldado desgarraba mi ropa pero por suerte mi piel salió indemne. Repté de la siguiente forma, como ya he dicho mi cuerpo estaba preso del tubo y era imposible poder mover las piernas para arrastrarme, así que alargado como estaba las manos hacía delante y evidentemente los pies hacía atrás, caminaba ―si se puede llamar caminar a lo que estaba haciendo― con las yemas de los dedos de las manos y de los pies, una especie de cucaracha humana. Esa situación me recordó, inevitablemente, a una vez que entraron a robar en casa mientras yo estaba dentro, asustado me metí debajo de la cama, los ladrones camparon a sus anchas y robaron lo que quisieron creyéndose solos en el piso, cuando se marcharon descubrí que no sólo había sido desbalijado sino que además estaba atrapado, pasaron dos días hasta que la mujer de la limpieza me rescató de mi encierro.
Pensé que si alguien conocía los recovecos de ese laberinto, era la rata, así que la seguí, por alguna razón que aún hoy desconozco el roedor, caminaba unos metros, se detenía y me miraba, como esperando a que mi lento avanzar llegase hasta donde estaba ella para proseguir con el camino. No podría decir cuando tiempo anduve reptando por los tubos, lo que sí puedo decir que a medida que pasaba el tiempo, se me daba mejor, la primera curva fue prácticamente una odisea, pero cuando aprendí la que curvatura debía adoptar mi cuerpo y que nivel de presión había que hacer con los pies fue pan comido.
Seguí a la rata durante muchos metros y al fin vi algo, vi una luz. La rata me miró y luego miró la luz, volvió a mirarme y lo comprendí, era el momento de separarnos, como el maestro que deja al aprendiz libre, ya no puede enseñarle nada más a partir de ahí, debe andar sólo y desapareció en la oscuridad.  Repté entonces con más ganas, hasta llegar, evidentemente al punto de partida, la única diferencia es que ahora mi cabeza si podía salir por el orificio por donde hacía algunas horas se había metido.

Caí como un peso muerto y tuve suerte de no romperme la crisma contra la cisterna del inodoro, pero por fin estaba libre, me alise la camisa, todo lo que pude, me mire en el espejo y era patente que no había estado orinando, parecía en efecto que me había estado arrastrando por los tubos de respiración. Me dispuse a abrir la puerta cuando recordé porque me había metido en el tubo y casi suelto una carcajada. Este problema mío con la atención algún día me traerá problemas serios, me encaramé de nuevo en el inodoro y volví a meterme por el tubo, empujé con los pies y desaparecí. Si quería evitar que la policía descubriese que había matado al gerente tenía que salir por otro sitio, esta cabeza mía. 

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