No era culpa de los donuts que me había comido para
desayunar, eso era evidente, pero uno se aferra a un clavo ardiendo, y busca
las explicaciones más absurdas para las situaciones más absurdas. Pensé en ello
cuando la rata se detuvo para mirarme a escasos dos metros, una rata que a
todas luces tenía un problema de sobrepeso, gorda, lustrosa y peluda. Me miraba
con sus diminutos ojos moviendo la nariz y mostrándome los dientes.
Como digo, aunque sabía que no habían sido los culpables, me
empeñé en creer que los donuts habían causado esa situación y me juré que si
lograba salir de ese embrollo no desayunaría más bollería industrial. Como
aquella vez que me hice vegano tras ver un documental sobre las granjas de
pollos, mi convicción vegana duró aproximadamente dieciséis horas, aun así
estuve contento pues ha sido una de las veces que más voluntad he demostrado.
Juré que nunca más desayunaría dos donuts azucarados, el café con leche podía
mantenerse, pero la bollería, la bollería no, por su culpa, me encontraba
atascado en el conducto de ventilación.
Una vez me quedé encerrado en el ascensor de la oficina,
modernísimo ascensor hidráulico preparado para soportar sismos y catástrofes
naturales, que debido a su extrema sensibilidad cuando detecta alguna extraña
vibración se bloquea. La extraña vibración que notó aquella vez fue un portazo
en la novena planta y el elevador se bloqueó y yo quedé encerrado, fueron cinco
minutos pero a mí me pareció una eternidad, cuando el personal de mantenimiento
me rescató me encontraron en calzoncillos fumando un cigarrillo acurrucado en
un rincón. Intenté explicarles los motivos de mi desnudez, pero eran personas
insensibles al drama humano y me trataron de loco.
Probablemente, visto desde el exterior, lo que se vería
sería medio cuerpo de cintura hacía abajo colgando del techo, pero lo que no se
veía era mi tronco atascado en el tubo, mis rechonchos brazos alargados
flanqueando mis mofletes, ríos de sudor que empapaban el cuello de la camisa y
una rata gorda que me miraba curiosa.
Aventureros, de esos que salen por la tele, astronautas o
escaladores sabrán de lo que estoy hablando, el límite del ser humano, ese
momento de peligro extremo, el punto de no retorno, cuando el hombre saca
fuerzas de flaqueza, pues sabe que ya no puede volver atrás, que ahí no hay
nada, que la única salida es mirar al frente, armarse de valor y adentrarse en
lo desconocido. Mi extraña anatomía en forma de doble pera, también similar a
un ocho escrito por un niño de tres años o a un reloj de arena mal diseñado
impedía el retroceso, unas caderas de matrona alemana habían quedado encajadas
en el tubo reticulado de metal y para más inri no tenía ningún punto de apoyo para
retroceder, sólo podía apoyar los pies contra la pared y empujar.
Di una embestida, que me pareció digna de un luchador de
sumo, pero al parecer el tubo no opinó lo mismo, tampoco la rata que retrocedió
asustada ante mi cara desencajada, los hilillos de saliva que salieron
disparados de mi boca por el esfuerzo y por supuesto el sonoro pedo que mi ano
soltó al sentir las tripas presionadas contra el acero. Embestí nuevamente,
como un macho cabrío, moviéndome histéricamente y por fin mis patas se alejaron
de la pared, estaba avanzando. A partir de ahí la fuerza bruta no servía de
nada, así que como una serpiente pitón que se acaba de comer un cervatillo
comencé a reptar por el conducto, noté en algún momento con un tornillo mal soldado
desgarraba mi ropa pero por suerte mi piel salió indemne. Repté de la siguiente
forma, como ya he dicho mi cuerpo estaba preso del tubo y era imposible poder
mover las piernas para arrastrarme, así que alargado como estaba las manos
hacía delante y evidentemente los pies hacía atrás, caminaba ―si se puede
llamar caminar a lo que estaba haciendo― con las yemas de los dedos de las
manos y de los pies, una especie de cucaracha humana. Esa situación me recordó,
inevitablemente, a una vez que entraron a robar en casa mientras yo estaba
dentro, asustado me metí debajo de la cama, los ladrones camparon a sus anchas
y robaron lo que quisieron creyéndose solos en el piso, cuando se marcharon
descubrí que no sólo había sido desbalijado sino que además estaba atrapado,
pasaron dos días hasta que la mujer de la limpieza me rescató de mi encierro.
Pensé que si alguien conocía los recovecos de ese laberinto,
era la rata, así que la seguí, por alguna razón que aún hoy desconozco el
roedor, caminaba unos metros, se detenía y me miraba, como esperando a que mi lento
avanzar llegase hasta donde estaba ella para proseguir con el camino. No podría
decir cuando tiempo anduve reptando por los tubos, lo que sí puedo decir que a
medida que pasaba el tiempo, se me daba mejor, la primera curva fue prácticamente
una odisea, pero cuando aprendí la que curvatura debía adoptar mi cuerpo y que
nivel de presión había que hacer con los pies fue pan comido.
Seguí a la rata durante muchos metros y al fin vi algo, vi
una luz. La rata me miró y luego miró la luz, volvió a mirarme y lo comprendí,
era el momento de separarnos, como el maestro que deja al aprendiz libre, ya no
puede enseñarle nada más a partir de ahí, debe andar sólo y desapareció en la
oscuridad. Repté entonces con más ganas,
hasta llegar, evidentemente al punto de partida, la única diferencia es que
ahora mi cabeza si podía salir por el orificio por donde hacía algunas horas se
había metido.
Caí como un peso muerto y tuve suerte de no romperme la
crisma contra la cisterna del inodoro, pero por fin estaba libre, me alise la
camisa, todo lo que pude, me mire en el espejo y era patente que no había
estado orinando, parecía en efecto que me había estado arrastrando por los
tubos de respiración. Me dispuse a abrir la puerta cuando recordé porque me había
metido en el tubo y casi suelto una carcajada. Este problema mío con la
atención algún día me traerá problemas serios, me encaramé de nuevo en el
inodoro y volví a meterme por el tubo, empujé con los pies y desaparecí. Si
quería evitar que la policía descubriese que había matado al gerente tenía que
salir por otro sitio, esta cabeza mía.
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