lunes, 2 de diciembre de 2013

EL RESTAURADOR

Se alejó del baúl, mirando aún incrédulo su interior. Se sentó en una antigua mecedora a medio restaurar y se secó el sudor de la frente. El hombre lo miraba impasible, con su traje negro, sus ojos negros y su abrigo de paño negro sobre el hombro.
―¿Ha entendido lo que quiere mi jefe?

El restaurador alzó la mirada, prácticamente había olvidado que estaba acompañado, y  la impresión le hizo mirar al hombre como si nunca lo hubiese visto, de la misma forma que miró de nuevo el baúl, una mesa chippendale que había terminado de restaurar o un velador serpentina que acaba de barnizar, los miró como si nunca los hubiese visto. Intento, abriendo la boca, pronunciar algún sonido, alguna palabra, pero no pudo.
―¿Se encuentra bien? ―repitió el hombre.
Aún con la boca abierta, asintió con la cabeza y acto seguido negó.
―Comprendo su estado, comprendo que este es un trabajo poco habitual, pero también quiero entender que para un experto como usted, y le aseguro que hemos cotejado información y usted está considerado como el mejor restaurador, este trabajo puede ser un reto.
―Pero yo…―logró decir­― es decir, esto es… un…
―Mi jefe tiene ese baúl desde hace muchos años, parece ser que se trata de un baúl antiquísimo, que su abuelo trajo de Sudamérica, puede usted imaginarse el valor sentimental que tiene el mueble…
―Un muerto.
El hombre del traje negro se pasó la mano por el pelo pulcramente peinado, suavemente, para no despeinarse y se acercó, dando un par de pasos, al baúl y miró, una vez más en su interior.
―Sí, es un… cadáver. Lamento esta situación, pero no tengo nada que ver con él, quiero decir, sí que tuve que ver con que pasase de estado digamos… vivo a muerto, pero no tengo nada que ver con que usted tenga que restaurar un baúl donde el difunto descansa.
El restaurador se levantó y sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las manos sudorosas.
―No comprendo ―dijo.
―Si me permite… ―El hombre se acercó al baúl y lo cerró sin apartar la mirada del artesano― Mi jefe, a quien sin duda usted debe conocer pues es habitual en la prensa, desea que usted como maestro en su oficio, restaure este cofre y que lo haga usando todas sus habilidades. Por ello estoy autorizado a pagarle hasta veinte mil euros, tanto usted como yo, sabemos que este precio es muy elevado y que excede con creces el valor de sus trabajos, no los estoy menospreciando, por supuesto, pero sabrá reconocer la generosidad de mi jefe.
―Pero y el…
―Déjeme terminar. Es correcto, hay un muerto dentro del baúl, usted lo ha visto y yo lo sé, pues fui yo mismo el que colocó el finado en su interior, eso lo tenemos claro. ¿Pero por qué traerle un baúl con un muerto?, ¿Por qué meterle a usted en esta situación? Bueno… ordenes son ordenes, a mí no me pagan por discernir, a mí me pagan para… en fin, para lo que me pagan. Tiene usted una semana para restaurar el mueble ―se comenzó a poner el chaquetón― le dejaré sobre la mesa un sobre con diez mil euros y los otros diez mil se los daré cuando venga a recogerlo. Por supuesto puede usted quedarse con el reloj del muerto, también tiene un anillo de oro por lo que creo recordar, no nos importa que se los quede. MI jefe lo único que quiere es que el mueble quede en perfecto estado, como si su abuelo lo acabase de traer y por supuesto lo quiere vacío.
Entró en la jaula acristalada que era su despecho y abrió el sobre, en efecto había diez mil euros en billetes de quinientos, una fortuna para un tipo como él. Dejó de nuevo el sobre sobre el escritorio, abrió un cajón y sacó una botella de anís, dentro del cajón también había un vaso, pero no lo necesitó se amorró al pico de la botella y dio un largo trago, tan largo que le hizo saltar un par de lágrimas, dos lágrimas que fueron el detonante de llorera incontrolable, deambulaba por el diminuto despacho agarrándose la cabeza, revolviéndose el pelo, lloriqueando y susurrando juramentos y rezos.
¿El baúl? No tenía nada de especial, había que limpiarlo bien para sacarle el polvo, lijarlo y pasarle una capa de cera, luego sacar las piezas metálicas para quitarles el óxido con algún tratamiento anticorrosivo, en definitiva no tenía ninguna complicación, pensó el anticuario, ninguna complicación excepto, claro está, el muerto de su interior.
“No lo haré” pensó, “No pienso hacerlo” y bebió otro trago de anís. “Claro que lo harás imbécil” y eso no lo pensó, eso lo dijo en voz alta, “Lo harás por que no quieres morir, por qué no quieres terminar dentro de un baúl, ¿Sabes quién es el jefe de ese hombre?” No le gustaba la televisión y apenas leía algún periódico, pero hacía falta ser un auténtico babuino o vivir en una isla desierta para no conocer a Miralles, una especie de político y empresario envuelto en varios escándalos, relacionados con concejales muertos, dinero sucio, prostitutas muertas, gente muerte siempre gente muerta y para muestra un botón, un muerto en un baúl. “Así que si lo harás cretino, lo harás y punto, manos a la obra”. Trago el anís como si de ello dependiera su vida y volvió frente al baúl.
Era una pieza antigua, pero su estado era bastante bueno, la madera no estaba podrida y no tenía ningún rastro de carcoma, las piezas metálicas las limpió con un tratamiento para quitarles el óxido a y a excepción de un par de tornillos demasiado corroídos para reutilizarlos las demás piezas las usaría de nuevo. Pensó que era un baúl bonito, no era un mueble extraño de un valor incalculable, pero si un bonito mueble para utilizar como bodega o para almacenar ropa de invierno y por supuesto un excelente recipiente para cadáveres. Abrió el baúl y miró su interior, ahí estaba, un hombre de mediana edad, vestido con ropas sucias y con los ojos cerrados, pensó en la suerte que había tenido, si el muerto tuviese los ojos abiertos, la cosa se hubiese complicado, unos ojos mirándolo constantemente, no lo podría haber soportado. El cuerpo estaba rígido, duro como una piedra, lo sacó de su recipiente como pudo, pesaba… río nervioso, ahora entendía la expresión, pesaba como un muerto. Dejó el cadáver apoyado contra la pared y sacó la botella de anís del bolsillo del guardapolvo y le dio otro largo trago, esta vez las lágrimas ya no aparecieron. Cargó de nuevo el cuerpo y lo llevó al fondo del taller, ahí en un rincón tenía un sumidero y una parte del suelo estaba cubierta por tela asfáltica era una suerte de plato de ducha que utilizaba cuando algún elemento debía ser limpiado a fondo con agua y jabón. Miró a su alrededor, desapareció de escena y apareció de nuevo con una sierra radial, un trago de anís y un puso en marcha la herramienta. No sangró demasiado, menos de lo que esperaba, la sangre estará coagulada, pensó sin tener ni idea.  Se levantó sudoroso y se acercó a un interruptor de la pared, lo accionó:
―En quince minutos estará caliente ―dijo.
Volvió al baúl y quitó el antiguo empapelado del interior, entre los años de antigüedad y el hecho de que su último uso había sido para almacenar un muerto el papel estaba totalmente destrozado. Lo tapizó con terciopelo rojo y espero a que el pegamento se secase para continuar trabajando. Mientras esperaba pues el secado fue hacía el sumidero y observó el despiece sobre el suelo, parecía una especie de puzle, le hubiese costado por lo menos una hora poder reconstruir el cuerpo de aquel hombre. Abrió una pequeña puerta de metal negro que había en la pared y la cara se le iluminó, era un incinerador. Hacía años que no lo utilizaba y pensó que le sería tremendamente útil para el trabajo que le había encomendado. De dos en dos recogió los pedazos del suelo y los fue lanzando entre las llamas, estaba a punto de lanzar lo que parecía una mano cuando se detuvo, vio en efecto, un enorme anillo de oro, no sin esfuerzo logró sacarlo del dedo, luego volvió sobre sus pasos y comenzó a rebuscar entre los miembros y por fin encontró un reloj, ambas joyas, se metieron en su bolsillo. Cuando hubo terminado de recoger, tiró un cubo con agua jabonosa sobre la superficie y ayudado por un cepillo y una manguera la dejó, incluso más limpia de lo que estaba antes de comenzar la faena.
Estaba sentado junto a un ventanal y miraba el paisaje desolado donde se encontraba su taller, una antiguo polígono industrial venido a menos, sorbió un poco de café y suspiró.
―Ya ha pasado una semana ―dijo una voz a sus espaldas.
El restaurador se levantó, y el hombre del traje negro lo miró. Notó algo extraño, la primera vez que lo vio sus miradas eran distintas, él tenía una mirada segura, del que conoce su oficio, alguien que no duda, en cambio el artesano parecía que en cualquier momento iba a estallar en llantos. Sin embargo, ahora le parecía estar hablando con un igual.
―En efecto, buenas tardes, una semana justo.
―¿Todo en orden? Le noto un poco…
―Todo en orden, por supuesto. Ahí tiene si baúl, es decir, el baúl de su jefe ―Dijo señalando el mueble.
―¿Está…?
―Como nuevo señor, como nuevo y vacío.
Se acercó lo abrió y antes de observar el meticuloso trabajo de restauración del hombre, revisó que en efecto el cofre estaba vacío.
―En fin, debo decirle que tenía mis dudas, creía que el señor Miralles se había equivoca….
―Puede decirle al señor Miralles que no ha habido ningún problema, y que su baúl ha sido todo un reto para mí y que por supuesto puede volver cuando quiera.
―¿Cómo?
―He pensado que con los diez mil euros que me dio es más que suficiente, puede decirle a su jefe que esa será la tarifa habitual, que aquí tiene un amigo.
El hombre no comprendió, no comprendió ni en ese momento ni cuando se alejaba con el baúl en el maletero y miraba por el retrovisor  al hombre que le saludaba desde la puerta.
El artesano entró de nuevo en su taller y sacó la botella de anís del cajón, estaba casi vacía, la miró y la tiró a una papelera, “Ya no más”
―¿Es usted el anticuario?
Se giró y miró a un hombre gordo y tembloroso.
―El mismo, ¿que desea?
―¿El que atendió al señor Miralles?
―Si señor, ¿en qué puedo ayudarle?
―Tengo una caja antigua, me gustaría restaurarla y…

―Vaciarla. Evidentemente. Pase por favor, siéntese, hablaremos de los aspectos técnicos y luego hablaremos de mi tarifa. ¿Quiere un café? No puedo ofrecerle ningún licor, ya no bebo. 

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