Igual que un comentario fuera de lugar, esa clase de
comentarios que se hacen en una discusión de sobremesa, la charla se convierte
en discusión, los ánimos se caldean, las opiniones no se comparten sino que se
lanzan como dardos envenenados, se pasa con extrema facilidad de opiniones a
valoraciones y de ahí a las ofensas personales. Y un comentario final, ese que
deja la mesa en silencio, un comentario que ha sacado trapos sucios de uno de
los presentes. Uno abochornado por la humillación, el otro consciente que se ha
ido de la lengua y todos los demás mirando a cualquier parte.
Igual que ese comentario fuera de lugar sonó el disparo,
inoportuno, inesperado y sorprendente. Apareció en el comedor con una escopeta
de caza, con cara de nada, ni siquiera era cara de póquer, era cara de absoluta
nada, se colocó frente al cuñado de alguien, apuntó y lo llenó de plomo, como
se dice en las películas. Las rodillas golpearon contra la mesa, sujetando el
cuerpo y la silla que se sostenían exclusivamente por las patas traseras de
esta última. El cuerpo se desplomó lentamente, como un títere, se escorzó hacia
un lado y poco a poco se escurrió cayendo al suelo junto a la silla.
Abrió la escopeta y sacó el cartucho rojo y humeante:
― Ya está ―dijo― se acabó la discusión.
Probablemente era la única cosa sensata que se había dicho
ese día. Ese veinticinco de diciembre, un disparo y una frase de seis palabras
habían sido lo más lógico, lo más sensato y lo más coherente que había sonado
en la mesa. Uno de ellos se limpió la boca con la servilleta y se levantó.
―Con permiso ―se acercó al cuerpo inmóvil que yacía en el
suelo y agarrándolo de las manos lo empezó a arrastrar― ¿Dónde…?
El que sostenía el arma señaló el cuarto de baño.
―Tu padre es un obseso de la limpieza ―Dijo una de las dos
mujeres que había en la mesa― no puede estar quieto.
El que terminó la conversación apoyó el rifle contra la
pared, colocó la silla que aún estaba en el suelo y dijo:
―¿Hago otra cafetera? … Hago otra cafetera.
El obseso de la limpieza apoyado en el marco de la puerta
con un cigarrillo y una taza de café, el autor del disparo sentado en la silla
del finado, un poco alejado de la mesa, también con su café. Las dos
mujeres y el nuevo novio de la más joven
en silencio.
―No es molestia, lo hacemos entre todos y será un momento.
―Pero no es necesario, de verdad, ahora os vais…
―Si pero no te vamos a dejar el muerto a ti.
Rieron, ya era tres cosas, una frase de seis palabras, un
disparo y una oración ingeniosa dicha por el novato. Rieron como no lo habían
hecho en todo el día. Uno a uno se fueron levantando y desapareciendo en
diversas habitaciones.
El que había disparado y el que más tarde transportó el cadáver
miraron el cuerpo, que descansaba dentro de la bañera, con la barbilla tocándole
el pecho, el brazo derecho tras la espalda y las piernas dobladas en una
complicada posición. Fuera del baño se escuchaban ruidos de platos, comenzaron
a desnudarlo.
―Chicas traed bolsas de basura, están bajo el fregadero
―gritó uno de ellos.
―¿Ayudo? ―Preguntó el joven que parecía sentirse mal al no
participar.
―Si hombre, coge la pernera y tira de ella, estos pantalones
tan estrechos no salen ni a la de tres. Tira fuerte, eso es.
―¡Vamos hombre no me jodas! ¡No lleva calzoncillos!
―Si muchos hombres lo hacen.
―Pues es una guarrada.
El joven colocaba la ropa dentro de una bolsa y miraba el
cuerpo inerte en la bañera.
―¿Estas servirán?
Los dos hombres que estaban arrodillados frente al cadáver voltearon
la cabeza y miraron a la mujer más madura que sostenía dos sierras, una en cada
mano.
―Esa es para hierro, pero… servirá seguro.
Abrieron el agua caliente y esta corrió sobre el cuerpo sin
vida del ejecutado y sin mediar palabra comenzaron a serruchar. Uno por la
parte superior y el otro por la parte inferior, la bañera se inundó de agua
teñida de escarlata. El despiece había comenzado.
Como una cadena humana, uno cortaba pies y los pasaba al joven,
que los secaba con cuidado y se lo pasaba a una de las mujeres que lo
introducía en una bolsa, así continúo la tarde, entre el ruido de las bolsas,
el correr del agua y el sonido del serrucho contra la carne y el hueso.
―¿Cómo lo hacemos?
―Bueno que cada uno baje un par de bolsas y las tiráis a la
basura.
―Pero en distintos contenedores, ¿no?
―Hazme el favor.
El anfitrión acompañó a los invitados hasta la puerta,
sonriente y empapado en el vapor del cuarto de baño.
―Mañana nos vemos.
―Sí en mi casa, haré pollo con ciruelas.
―Y ya tenemos discusión servida ―río en anfitrión.
―¿Sí, cuál? ―dijo el más joven.
―Saber quién lo trinchará.
Rieron de nuevo y desaparecieron escaleras abajo.
―¡Feliz Navidad! ―Gritó desde el descansillo.
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