Ni si quiera era un cuadro bonito, o por lo menos es lo que
creyó él. Una escena de caza, dos cazadores con escopetas, roedores muertos
colgados del cinto y un par de lebreles corriendo. Se imaginaba perfectamente a su suegro con un
cuadro como ese encima del sofá, sin
embargo tenía la foto de la comunión de l niña, su mujer, una horrible foto de
la niña vestida de boda y con las manos en posición de rezo. Pero sabía que el
suegro, ese encantador retrogrado estaría encantado con semejante horterada.
El cuadro estaba apoyado en un contenedor de basura, ni se
le pasó por la cabeza recogerlo, simplemente le echó un vistazo, saltaba a la
vista, ahí expuesto en una sórdida galería de basura, quizá sería el mejor
lugar.
―¿Es suyo ese cuadro?
Lo miró extrañado, casi sobresaltado, estaba ensimismado,
pensando en el cuadro, en su suegro y en las pintas de su mujer vestida de
comunión y la frase del municipal lo pilló desprevenido.
―¿Qué?
―¿Es suyo ese cuadro? ―repitió.
El policía era un cincuentón panzudo de mirada siniestra, se
había detenido a sus espaldas con las piernas muy abiertas y las manos colgando
del cinturón. La mayoría de policías de uniforme meten los pulgares por debajo
del cinturón, como Jon Voight en Cowboy de medianoche, suponía que alguna
norma les impedía meterse las manos en los bolsillos y como no sabían qué hacer
con ellas pues las colgaban del cinto.
―Le he preguntado, si ese cuadro es suyo.
―No que va ―dijo con media sonrisa, suponiendo que el
policía lo único que hacía era observar el cuadro, como él.
―Permítame su documentación.
Estaba a punto de reanudar su camino cuando el municipal le
soltó la frasecita, su cara ―y nunca mejor dicho― debía ser un cuadro, dejó
caer su labio inferior hasta casi tocar la barbilla y arqueó la ceja derecha
cerrando casi el ojo izquierdo.
―¿Perdón?
―Su documentación caballero.
―No comprendo.
―Es sencillo, meta la mano en el bolsillo, saque la cartera
y muéstreme su carné de identidad.
Sus facciones no cambiaron, creyó incluso que su labio
colgaba aún más y que su ceja parecía el acueducto de Segovia, siguió las
escuetas, pero claras, instrucciones del policía y metió la mano en el bolsillo
trasero del pantalón, sacó la cartera y de ella el carné, aun con el documento
en la mano miró nuevamente al guardia y preguntó:
―¿Me puede decir que he hecho agente?
Este no respondió simplemente cogió de la mano el carné que
aún no le había sido entregado.
―Si es tan amable deposite todas sus pertenencias encima del
capó de ese coche ―dijo señalando un automóvil aparcado junto al contenedor y
por consiguiente junto al cuadro.
Nunca fue un tipo de ágiles reflejos, pero le costaba
reaccionar a las órdenes del funcionario, dudaba si se trataba de una broma de
un gusto pésimo o realmente estaba siendo una acción legal de la que desconocía
los motivos.
―Caballero, se me está terminando la paciencia, no me gusta
repetir las cosas. Deposite sus pertenencias encima del capó.
Lo comprendió, de broma nada, los ojos de roedor portador de
la rabia del panzudo municipal dejaban bien claro que no estaba para bromas y
que parecía que se tomaba muy enserio la situación. Mechero, tabaco, la
cartera, cuatro o cinco monedas, un pañuelo arrugado, el teléfono móvil y las
llaves de casa.
El policía se acercó al capó y miró detenidamente los
objetos que ahí estaban desperdigados.
―Apague el móvil y vuelva a encenderlo.
―No…
No dijo nada simplemente las pupilas negras cimbreantes del
agente lo abofetearon y le dejaron bien claro que esa era la última vez, que no
había una segunda oportunidad. Cogió el teléfono, presionó una tecla para apagarlo
y otra para encenderlo de nuevo, introdujo su contraseña y el teléfono quedó
encendido encima del capó, el policía asintió. De pronto centro su atención en
las llaves y con el dedo índice las movió por encima del capó.
―¿Esto es…? ―comenzó― Esto es una navaja.
Un poster de la Gioconda no es la Gioconda, un cigarrillo
electrónico no es un cigarrillo y la leche de soja, no es leche, del mismo modo
que esa miniatura de navaja recuerdo de su viaje a Albacete, no era una navaja.
Era una reproducción, con una cadenita, un souvenir
, un llavero, un recuerdo, pero no una navaja.
―Ponga las manos sobre el capó y abra las piernas ―Dijo
acompañando las palabras con un leve empujón― El porte de armas blancas está
penado por la ley, ¿lo sabía?
―Me consta, pero esto no es exactamente…
―¿Lleva algo escondido con lo que pueda cortarme o
pincharme?
―No ―respondió.
―Si lleva algo con lo que pueda cortarme o pincharme me
enfadaré, y mucho.
Lo vio perfectamente, lo vio desde el asiento trasero del
coche patrulla, esposado, olía a plástico y a orina calentita. Lo vio a través
de la ventanilla. Sus custodios, dos policías que habían llegado a la llamada
del primero, lo habían introducido en el coche tras leerle sus derechos. Lo
vio, vio como el panzudo ojos de ratón metía el cuadro en el maletero del coche
y daba un par de golpes sobre el capó del coche patrulla.
―Llevaos a esta escoria de aquí.
―Se refiere a ti y no al cuadro ―Dijo el conductor del
automóvil.
―Lo imaginaba, gracias.
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