jueves, 5 de diciembre de 2013

EL CUADRO

Ni si quiera era un cuadro bonito, o por lo menos es lo que creyó él. Una escena de caza, dos cazadores con escopetas, roedores muertos colgados del cinto y un par de lebreles corriendo.  Se imaginaba perfectamente a su suegro con un cuadro como ese encima del sofá,  sin embargo tenía la foto de la comunión de l niña, su mujer, una horrible foto de la niña vestida de boda y con las manos en posición de rezo. Pero sabía que el suegro, ese encantador retrogrado estaría encantado con semejante horterada.

El cuadro estaba apoyado en un contenedor de basura, ni se le pasó por la cabeza recogerlo, simplemente le echó un vistazo, saltaba a la vista, ahí expuesto en una sórdida galería de basura, quizá sería el mejor lugar.
―¿Es suyo ese cuadro?
Lo miró extrañado, casi sobresaltado, estaba ensimismado, pensando en el cuadro, en su suegro y en las pintas de su mujer vestida de comunión y la frase del municipal lo pilló desprevenido.
―¿Qué?
―¿Es suyo ese cuadro? ―repitió.
El policía era un cincuentón panzudo de mirada siniestra, se había detenido a sus espaldas con las piernas muy abiertas y las manos colgando del cinturón. La mayoría de policías de uniforme meten los pulgares por debajo del cinturón, como  Jon Voight en Cowboy de medianoche, suponía que alguna norma les impedía meterse las manos en los bolsillos y como no sabían qué hacer con ellas pues las colgaban del cinto.
―Le he preguntado, si ese cuadro es suyo.
―No que va ―dijo con media sonrisa, suponiendo que el policía lo único que hacía era observar el cuadro, como él.
―Permítame su documentación.
Estaba a punto de reanudar su camino cuando el municipal le soltó la frasecita, su cara ―y nunca mejor dicho― debía ser un cuadro, dejó caer su labio inferior hasta casi tocar la barbilla y arqueó la ceja derecha cerrando casi el ojo izquierdo.
―¿Perdón?
―Su documentación caballero.
―No comprendo.
―Es sencillo, meta la mano en el bolsillo, saque la cartera y muéstreme su carné de identidad.
Sus facciones no cambiaron, creyó incluso que su labio colgaba aún más y que su ceja parecía el acueducto de Segovia, siguió las escuetas, pero claras, instrucciones del policía y metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón, sacó la cartera y de ella el carné, aun con el documento en la mano miró nuevamente al guardia y preguntó:
―¿Me puede decir que he hecho agente?
Este no respondió simplemente cogió de la mano el carné que aún no le había sido entregado.
―Si es tan amable deposite todas sus pertenencias encima del capó de ese coche ―dijo señalando un automóvil aparcado junto al contenedor y por consiguiente junto al cuadro.
Nunca fue un tipo de ágiles reflejos, pero le costaba reaccionar a las órdenes del funcionario, dudaba si se trataba de una broma de un gusto pésimo o realmente estaba siendo una acción legal de la que desconocía los motivos.
―Caballero, se me está terminando la paciencia, no me gusta repetir las cosas. Deposite sus pertenencias encima del capó.
Lo comprendió, de broma nada, los ojos de roedor portador de la rabia del panzudo municipal dejaban bien claro que no estaba para bromas y que parecía que se tomaba muy enserio la situación. Mechero, tabaco, la cartera, cuatro o cinco monedas, un pañuelo arrugado, el teléfono móvil y las llaves de casa.
El policía se acercó al capó y miró detenidamente los objetos que ahí estaban desperdigados.
―Apague el móvil y vuelva a encenderlo.
―No…
No dijo nada simplemente las pupilas negras cimbreantes del agente lo abofetearon y le dejaron bien claro que esa era la última vez, que no había una segunda oportunidad. Cogió el teléfono, presionó una tecla para apagarlo y otra para encenderlo de nuevo, introdujo su contraseña y el teléfono quedó encendido encima del capó, el policía asintió. De pronto centro su atención en las llaves y con el dedo índice las movió por encima del capó.
―¿Esto es…? ―comenzó― Esto es una navaja.
Un poster de la Gioconda no es la Gioconda, un cigarrillo electrónico no es un cigarrillo y la leche de soja, no es leche, del mismo modo que esa miniatura de navaja recuerdo de su viaje a Albacete, no era una navaja. Era una reproducción, con una cadenita, un souvenir , un llavero, un recuerdo, pero no una navaja.
―Ponga las manos sobre el capó y abra las piernas ―Dijo acompañando las palabras con un leve empujón― El porte de armas blancas está penado por la ley, ¿lo sabía?
―Me consta, pero esto no es exactamente…
―¿Lleva algo escondido con lo que pueda cortarme o pincharme?
―No ―respondió.
―Si lleva algo con lo que pueda cortarme o pincharme me enfadaré, y mucho.
Lo vio perfectamente, lo vio desde el asiento trasero del coche patrulla, esposado, olía a plástico y a orina calentita. Lo vio a través de la ventanilla. Sus custodios, dos policías que habían llegado a la llamada del primero, lo habían introducido en el coche tras leerle sus derechos. Lo vio, vio como el panzudo ojos de ratón metía el cuadro en el maletero del coche y daba un par de golpes sobre el capó del coche patrulla.
―Llevaos a esta escoria de aquí.
―Se refiere a ti y no al cuadro ―Dijo el conductor del automóvil.

―Lo imaginaba, gracias.

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