jueves, 12 de diciembre de 2013

LA BODA

Adharma cerró la persiana de su tienda de comestibles, como cada día, después de barrer el local y hacer caja. Hacía frío, mucho frío, un país mediterráneo con ese frío, sonreía por lo increíble, puso el candado en la persiana, se metió las llaves en el bolsillo y se enroscó la bufanda en el cuello y la mitad inferior de la cara, caminó pegado a la pared, refugiándose del viento invernal.

Diez calles y un recorrido de veinte minutos en tranvía lo separaban de su casa, diez calles y veinte minutos que le daban para pensar, el peor momento del día, la ida y la vuelta, cuando estaba en la tienda o en casa ocupado con los clientes o con sus hijos no tenía tiempo para pensar. Pero caminando hundido en su precario abrigo se sumía en sus pensamientos y no era extraño ver una lágrima que le recorría la mejilla.
Caminó pues las diez calles, y llegó a la marquesina del tranvía, allí, esperó, si todo iba bien, si no había ningún retraso eran cuatro los minutos que tenía que esperar para que llegase el tranvía. La parada se llenaba de gente, que como él, no perdía ni un segundo en volver a casa, no se demoraba en el viento, entre las hojas secas, en las calles oscuras para volver rápido a sus hogares, una jornada de trabajo sólo tiene un recompensa, el calor del hogar, luego más tarde debía verse que entendía cada uno de los pasajeros por calor y por supuesto por hogar.
Su cabeza, como un mecanismo bien engrasado no dejaba de pensar, ni siquiera dejó de pensar cuando se metió en el tranvía y metió la tarjeta en la máquina para marcar su viaje, y esta como una hurraca histérica comenzó a pitar, alertando a todo el personal que a la tarjeta de Adharma le sucedía algo. La sacó la miró por delante y por detrás, agotada, apretó los dientes y si le hubiesen enseñado a maldecir lo hubiese hecho. Miró a un lado y a otro, encontró alguna mirada, alguna mirada de reproche, la gente suele reprochar estas cosas, reprocha la buena y la mala suerte, la gente lo reprocha todo.
Se apoyó contra una pared y recogió un periódico gratuito que reposaba arrugado en el suelo, no entendía bien, leía a duras penas, pero vio las fotografías de un compatriota suyo, Lakshmi Mittal, piel sin manchas, pelo lacio y bien peinado, sonrisa blanca, perfecta, se pasó la lengua por los dientes hasta encontrar el hueco de un colmillo inexistente. Entendió palabras, entendió boda, entendió magnate, entendió Barcelona.
Cuando levantó la vista del periódico observo que las miradas seguían ahí, que incluso habían aumentado, cruzó todas las miradas hasta llegar a un hombre que se había detenido a su lado.
―El billete por favor.
―Sí ―respondió.
Se hurgó en los bolsillos y le entregó el billete al revisor, sólo cuando lo hizo recordó, recordó que estaba agotado, el billete estaba agotado.
―Este billete está agotado, no lo ha marcado a ahora.
Como reaccionaria una mascota con el silbido de su amo, dos guardias de seguridad aparecieron de la nada, grandes, de ojos pequeños y cejas enarcadas, botas militares, jerséis gruesos, porras negras.
―La documentación ―dijo uno de ellos.
El revisor desapareció de escena. Y él se sorprendió bajando del tranvía sin ser su parada acompañado de los dos guardias, custodiado por ellos, lo colocaron contra la marquesina.
―Separa las piernas.
Con las manos contra el cristal de la parada, con las piernas separadas, sin su documentación en su bolsillo lloró, en silencio, sin ruido, pero lloró.
― ¿Jarma? ¿Cómo coño se pronuncia esto? ―Preguntó uno de los seguridades.
―Apu te están hablando. ¿Tu entender mi idioma?
Asintió.
―Pues habla.
―Adharma.
―Lo que yo te diga. Apu va a venir la policía, por qué en este país se tienen que pagar las cosas, esto no es Pakistán Apu.
―Soy indio señor.
―¿A sí, y como que no estás en la boda de tu primo? ―Rieron ambos.
Al fondo las luces del coche de policía se confundieron con las luces del cielo, con explosiones de colores, con rayos artificiales, con ríos de fuego.
―Mira, ya se han casado. ¿Has visto que bien se lo pasan? Y tu aquí Apu.

Los colores desaparecieron, las lágrimas, el más poderoso velo lo tapó todo, las manos contra el cristal, las piernas separadas y un diminuto charco de agua salada formado con sus lágrimas manchaba el suelo. 

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