Adharma cerró la persiana de su tienda de comestibles, como
cada día, después de barrer el local y hacer caja. Hacía frío, mucho frío, un
país mediterráneo con ese frío, sonreía por lo increíble, puso el candado en la
persiana, se metió las llaves en el bolsillo y se enroscó la bufanda en el
cuello y la mitad inferior de la cara, caminó pegado a la pared, refugiándose
del viento invernal.
Diez calles y un recorrido de veinte minutos en tranvía lo
separaban de su casa, diez calles y veinte minutos que le daban para pensar, el
peor momento del día, la ida y la vuelta, cuando estaba en la tienda o en casa
ocupado con los clientes o con sus hijos no tenía tiempo para pensar. Pero
caminando hundido en su precario abrigo se sumía en sus pensamientos y no era
extraño ver una lágrima que le recorría la mejilla.
Caminó pues las diez calles, y llegó a la marquesina del
tranvía, allí, esperó, si todo iba bien, si no había ningún retraso eran cuatro
los minutos que tenía que esperar para que llegase el tranvía. La parada se
llenaba de gente, que como él, no perdía ni un segundo en volver a casa, no se
demoraba en el viento, entre las hojas secas, en las calles oscuras para volver
rápido a sus hogares, una jornada de trabajo sólo tiene un recompensa, el calor
del hogar, luego más tarde debía verse que entendía cada uno de los pasajeros
por calor y por supuesto por hogar.
Su cabeza, como un mecanismo bien engrasado no dejaba de
pensar, ni siquiera dejó de pensar cuando se metió en el tranvía y metió la
tarjeta en la máquina para marcar su viaje, y esta como una hurraca histérica
comenzó a pitar, alertando a todo el personal que a la tarjeta de Adharma le
sucedía algo. La sacó la miró por delante y por detrás, agotada, apretó los
dientes y si le hubiesen enseñado a maldecir lo hubiese hecho. Miró a un lado y
a otro, encontró alguna mirada, alguna mirada de reproche, la gente suele
reprochar estas cosas, reprocha la buena y la mala suerte, la gente lo reprocha
todo.
Se apoyó contra una pared y recogió un periódico gratuito
que reposaba arrugado en el suelo, no entendía bien, leía a duras penas, pero
vio las fotografías de un compatriota suyo, Lakshmi Mittal, piel sin manchas,
pelo lacio y bien peinado, sonrisa blanca, perfecta, se pasó la lengua por los
dientes hasta encontrar el hueco de un colmillo inexistente. Entendió palabras,
entendió boda, entendió magnate, entendió Barcelona.
Cuando levantó la vista del periódico observo que las
miradas seguían ahí, que incluso habían aumentado, cruzó todas las miradas
hasta llegar a un hombre que se había detenido a su lado.
―El billete por favor.
―Sí ―respondió.
Se hurgó en los bolsillos y le entregó el billete al
revisor, sólo cuando lo hizo recordó, recordó que estaba agotado, el billete
estaba agotado.
―Este billete está agotado, no lo ha marcado a ahora.
Como reaccionaria una mascota con el silbido de su amo, dos
guardias de seguridad aparecieron de la nada, grandes, de ojos pequeños y cejas
enarcadas, botas militares, jerséis gruesos, porras negras.
―La documentación ―dijo uno de ellos.
El revisor desapareció de escena. Y él se sorprendió bajando
del tranvía sin ser su parada acompañado de los dos guardias, custodiado por
ellos, lo colocaron contra la marquesina.
―Separa las piernas.
Con las manos contra el cristal de la parada, con las piernas
separadas, sin su documentación en su bolsillo lloró, en silencio, sin ruido,
pero lloró.
― ¿Jarma? ¿Cómo coño se pronuncia esto? ―Preguntó uno de los
seguridades.
―Apu te están hablando. ¿Tu entender mi idioma?
Asintió.
―Pues habla.
―Adharma.
―Lo que yo te diga. Apu va a venir la policía, por qué en
este país se tienen que pagar las cosas, esto no es Pakistán Apu.
―Soy indio señor.
―¿A sí, y como que no estás en la boda de tu primo? ―Rieron
ambos.
Al fondo las luces del coche de policía se confundieron con
las luces del cielo, con explosiones de colores, con rayos artificiales, con ríos
de fuego.
―Mira, ya se han casado. ¿Has visto que bien se lo pasan? Y
tu aquí Apu.
Los colores desaparecieron, las lágrimas, el más poderoso
velo lo tapó todo, las manos contra el cristal, las piernas separadas y un
diminuto charco de agua salada formado con sus lágrimas manchaba el suelo.
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