El viejo de manos callosas, frente despejada y ojos
diminutos se daba cuenta absolutamente de todo. Había aprendido a vivir con la
sensación de que las acciones que sucedían a su alrededor sucedían sin que
nadie le prestase atención, como si su existencia sólo fuese real para su nieto.
Era el día treinta y uno de diciembre, el año es indistinto,
y como cada año, se había acicalado, en realidad como cada día, nunca había
encontrado un motivo lo suficientemente importante para salir de casa sin
corbata. “Yo me ducho una vez a la semana aunque no haga falta” se le había
escuchado decir y por supuesto se le había recriminado tal actitud, ¿pero qué
virtudes o qué beneficios puede tener la vejez si no tomar sus propias
decisiones? Se vistió meticulosamente, como siempre, sentado en su cama, camisa
blanca, pantalones y americana gris, corbata roja, boina gris y mariconera de
piel falsa. Y con el periódico bajo el brazo llegó a casa de su hija, la mayor,
temprano como siempre para sentarse en el sofá mientras los preparativos y los
nervios de la cena se arremolinaban a su alrededor, una vez más como siempre,
sin que nadie le prestase atención.
―¿Te puedo quitar los pelos de la nariz?
Evidentemente que podía, su nieto se sentó en sus rodillas
con las pinzas de depilar de su madre, y uno a uno, acompañado de un “Ay-ay”
exagerado para hacerle reír, su nieto le arrancaba los pelos de la nariz.
Se suponía que era un hombre triste, un hombre gris. No
entendía por qué tenía que ser una persona divertida, no le gustaba contar
chistes, no tenía sentido del humor y no quería tenerlo. A alguien podía
habérsele ocurrido, que pasar toda una juventud encerrado en cuarteles
militares haciendo el servicio militar con republicanos o con franquistas y en
una absurda guerra entre primos y hermanos a uno podía arrancarle el sentido
del humor, de cuajo y para siempre, pero parece ser que a nadie se le ocurrió.
También se le podía haber ocurrido a alguien, que una vida de miseria,
trabajando en un país acorralado por un dictador, le formaba a uno el carácter,
pero tampoco se le había ocurrido a nadie.
―Y así fue como mi padre se deshizo del fúsil en las vías del
tren.
―¿Y por qué llevabas bragas de mujer yayo?
―Dormí en una casa abandonada, encima de la mesa, solo, sólo
tenía diecisiete años y me oriné encima. Del miedo. Había luchado en la batalla
del Ebro, codo con codo con mis compañeros, pegando tiros por encima de la
trinchera con los ojos cerrados y apenas pasé miedo, pero cuando estuve en esa
casa, fría y solitaria, me oriné de miedo. Lo único que encontré fueron esas
bragas de mujer.
Su nieto lo miraba con los ojos muy abiertos, miraba como su
abuelo se acariciaba la rodilla y fumaba sus cigarrillos negros dejando ir
enormes bocanadas de humo.
―¿Le traes un cafetito a tu abuelo?
El nieto se levantó y salió disparado hacía la cocina.
Apareció de nuevo con dos tazas.
―¿Tú también tomarás café?
―Me han dado permiso.
―Ya eres mayor, dentro de poco te darán las llaves de casa y
podrás entrar y salir cuando quieras.
La cena había terminado y todos o empezaban o ya estaban
borrachos, él no, él sólo bebía agua. Sólo tomó un sorbo de coñac en las
trincheras por qué hacía mucho frío. Pero nunca más. Llegó el momento de los
brindis, y todos con sorna esperaron el momento, el momento que cada año
esperaban, un momento que él no se tomaba para nada a risa, pero que parecía
que a todo el mundo le hacía mucho gracia. Se levantaban, juntaban las copas y
esperaban a que él dijera:
―Este año será el último…
Y reían y le palmeaban la espalda, “Usted nos va enterrar a
todos abuelo” le decían. Su nieto se acercó y él le beso la mejilla, tierno,
cansado, aburrido.
El año siguiente, todo fue igual, los preparativos, los
nervios y el brindis. Todo igual, excepto que el año anterior, el abuelo, el
viejo de manos callosas, frente despejada y ojos diminutos había acertado,
había sido su último año. Brindaron y hubo un silencio, el silencio de la
rutina rota y a alguien le dio por llorar. El nieto se levantó y se fue a la
habitación, se encerró en ella y pensó en el anciano, claro, por muy viejo, por
muy triste, por muy gris que fuese, tarde o temprano, tenía que acertar.
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