viernes, 29 de noviembre de 2013

TENÍA QUE ACERTAR

El viejo de manos callosas, frente despejada y ojos diminutos se daba cuenta absolutamente de todo. Había aprendido a vivir con la sensación de que las acciones que sucedían a su alrededor sucedían sin que nadie le prestase atención, como si su existencia sólo fuese real para su nieto.

Era el día treinta y uno de diciembre, el año es indistinto, y como cada año, se había acicalado, en realidad como cada día, nunca había encontrado un motivo lo suficientemente importante para salir de casa sin corbata. “Yo me ducho una vez a la semana aunque no haga falta” se le había escuchado decir y por supuesto se le había recriminado tal actitud, ¿pero qué virtudes o qué beneficios puede tener la vejez si no tomar sus propias decisiones? Se vistió meticulosamente, como siempre, sentado en su cama, camisa blanca, pantalones y americana gris, corbata roja, boina gris y mariconera de piel falsa. Y con el periódico bajo el brazo llegó a casa de su hija, la mayor, temprano como siempre para sentarse en el sofá mientras los preparativos y los nervios de la cena se arremolinaban a su alrededor, una vez más como siempre, sin que nadie le prestase atención.
―¿Te puedo quitar los pelos de la nariz?
Evidentemente que podía, su nieto se sentó en sus rodillas con las pinzas de depilar de su madre, y uno a uno, acompañado de un “Ay-ay” exagerado para hacerle reír, su nieto le arrancaba los pelos de la nariz.
Se suponía que era un hombre triste, un hombre gris. No entendía por qué tenía que ser una persona divertida, no le gustaba contar chistes, no tenía sentido del humor y no quería tenerlo. A alguien podía habérsele ocurrido, que pasar toda una juventud encerrado en cuarteles militares haciendo el servicio militar con republicanos o con franquistas y en una absurda guerra entre primos y hermanos a uno podía arrancarle el sentido del humor, de cuajo y para siempre, pero parece ser que a nadie se le ocurrió. También se le podía haber ocurrido a alguien, que una vida de miseria, trabajando en un país acorralado por un dictador, le formaba a uno el carácter, pero tampoco se le había ocurrido a nadie.
―Y así fue como mi padre se deshizo del fúsil en las vías del tren.
―¿Y por qué llevabas bragas de mujer yayo?
―Dormí en una casa abandonada, encima de la mesa, solo, sólo tenía diecisiete años y me oriné encima. Del miedo. Había luchado en la batalla del Ebro, codo con codo con mis compañeros, pegando tiros por encima de la trinchera con los ojos cerrados y apenas pasé miedo, pero cuando estuve en esa casa, fría y solitaria, me oriné de miedo. Lo único que encontré fueron esas bragas de mujer.
Su nieto lo miraba con los ojos muy abiertos, miraba como su abuelo se acariciaba la rodilla y fumaba sus cigarrillos negros dejando ir enormes bocanadas de humo.
―¿Le traes un cafetito a tu abuelo?
El nieto se levantó y salió disparado hacía la cocina. Apareció de nuevo con dos tazas.
―¿Tú también tomarás café?
―Me han dado permiso.
―Ya eres mayor, dentro de poco te darán las llaves de casa y podrás entrar y salir cuando quieras.
La cena había terminado y todos o empezaban o ya estaban borrachos, él no, él sólo bebía agua. Sólo tomó un sorbo de coñac en las trincheras por qué hacía mucho frío. Pero nunca más. Llegó el momento de los brindis, y todos con sorna esperaron el momento, el momento que cada año esperaban, un momento que él no se tomaba para nada a risa, pero que parecía que a todo el mundo le hacía mucho gracia. Se levantaban, juntaban las copas y esperaban a que él dijera:
­―Este año será el último…
Y reían y le palmeaban la espalda, “Usted nos va enterrar a todos abuelo” le decían. Su nieto se acercó y él le beso la mejilla, tierno, cansado, aburrido.

El año siguiente, todo fue igual, los preparativos, los nervios y el brindis. Todo igual, excepto que el año anterior, el abuelo, el viejo de manos callosas, frente despejada y ojos diminutos había acertado, había sido su último año. Brindaron y hubo un silencio, el silencio de la rutina rota y a alguien le dio por llorar. El nieto se levantó y se fue a la habitación, se encerró en ella y pensó en el anciano, claro, por muy viejo, por muy triste, por muy gris que fuese, tarde o temprano, tenía que acertar. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario