Llega el
sobrecito, como cada mes, hay que reconocer que son puntuales, y eso le quita
la sorpresa, pero uno ya no está para sorpresas. Aparece la doña con un fajo de
sobres y los reparte, de mesa en mesa, de persona en persona, con una sonrisa
metálica, con dientes blancos de cera. No lo suelta en la mesa, espera que uno
lo coja, para que uno sepa que es ella quien lo entrega, espera una mirada
directa, una mirada a los ojos, y asiente y con ello quiere decirte que los has
hecho bien, que te da lo tuyo porque lo has hecho, bien, si pudiese, si se lo
permitiesen te alborotaría el pelo como a un perro juguetón.
Lo abres, pura
rutina, como todo, desdoblas el folio y lees, todo correcto, los impuestos, los
pluses, la nómina, todo correcto, el sueldo, todo en orden, doblas el papel lo
introduces de nuevo en el sobre y vuelves a lo tuyo. Esperas la hora de salir,
para sacar dinero de la cuenta bancaria, pagar el alquiler del piso, pagar la
compra, el alquiler del garaje, la ayudita a tu madre pensionista, sacar
cuentas, esperando un imprevisto, pides por favor que no reviente ningún
electrodoméstico, que no te inviten a ninguna boda, que no se te rompa el abrigo,
que no te jodan con ninguna sorpresa.
Bueno es viernes,
has cobrado, tendrás que salir, pero ten cuidado que ya no eres un chaval y ya
sabes a ciencia cierta que lo que malgastes los primeros día lo echarás de
menos los últimos, nada de taxis que los carga el diablo, que la comodidad se
paga, ¿cenar fuera? De acuerdo, ¿pero dónde? ¿Aquel lugar junto a la playa? No
ahí no, ahí sólo cuando cobres incentivos, que con las gambas y el vino te
sangran el bolsillo, ¿el italiano? Es una opción, pero si vamos al italiano, tu
hijo que no es para nada tonto ya sabrá que has cobrado, son acciones que son
sinónimos de dinero, si hay italiano hay dinero, no por ser caro, sino porque
sólo se va a principios de mes. Cobras e italiano, y por consiguiente tu hijo ya
sabrá que has cobrado. Tampoco pide tanto el muchacho, un par de billetes para
ir al cine, a lo mejor para comerse una hamburguesa con una chavalita.
Bueno italiano, si
ya sabe que has cobrado, si él ya ha trabajado y ya sabe de qué va el paño,
cobras y te lo gastas, pero él no paga alquiler no tiene gastos, un par de
zapatillas nuevas, ropa se compró, y un reloj digital. Y dio dinero en casa, y
él no le dijo nada, pero seguro que su madre si, “tendrías que dar un poco de
dinero para colaborar, a tu padre le hará ilusión” le habrá dicho, y claro que
le hizo ilusión, estas cosas a un padre le gustan, un hijo responsable, se
levanta temprano, trabaja duro en un almacén, y luego por la tarde a clase, no
ha querido ir a la universidad, pero es un chico inteligente, sabrá ganarse el
pan.
Y piensa en su
jefa, en la que reparte los sobres con esa sonrisa que parece un cuadro al
óleo, una sonrisa que no se mueve. Que se presentó el primer día con un
currículo que no se lo cree nadie, que no puede ser por los años que dice que
tiene, ha trabajado en mil empresas, tiene dos carreras, no le da el cuero y no
se lo cree nadie. Trepadora como esas plantas que asfixian los viejos edificios
de piedra, máster en no sé qué, postgrado en no sé cuántos, imposible, y en esa
empresa no puede trabajar, si yo no le he visto un solo traje chaqueta, es
imposible, parece un pordiosera, ahí no la aceptan ni aunque el entrevistador
tenga un mal día o haya bebido, no pasaría ni de la recepcionista, le consta,
él hizo una entrevista en esa empresa, hace años, miente, miente hasta cuando sonríe,
y sin embargo le devuelve la sonrisa. En ese breve instante, que él está sentado
en su escritorio, se gira y la ve de pie junto a él, sosteniendo el sobre
esperando a que lo coja y quedan escasos dos segundos agarrando el sobre uno
por cada extremo, sonriendo, ella asiente y suelta el sobre.
Espaguetis, un
par de pizzas, vino de la casa con gaseosa y un tiramisú para compartir, no
sale cara la cosa. El camarero es nuevo, ha saludado al dueño al entrar, eso le
gusta, que el dueño le salude, importante ante el resto de clientes, “A mí me
saluda el dueño y dice que me da su mejor mesa”, el nuevo mozo los lleva hasta
la mejor mesa, es atento, joven, un poco inexperto pero atento, no hay ningún
dedo dentro de los platos y le gusta que no haya vertido esa maldita gota que
mancha el mantel al servir el vino.
—La cuenta por
favor.
—Papá, pago yo.
La madre se
ruboriza, lloraría, en realidad suelta un par de lágrimas y acaricia la mano de
su marido, su hijo, su niño, su querubín, pagará la cena, que orgullosa está,
que orgullosísima está. Saca una
tarjeta, su primera tarjeta, ¿Cuánto tendrá ahorrado? ¿Habrá hecho caso de lo
que se le dijo?, que no malgaste, si puede pagar una cena, nada extraordinario,
pero una cena al fin y al cabo, algo tendrá ahorrado.
Llega el
camarero, el hijo, con su camisa planchada por su madre, le entrega la tarjeta,
dos segundos, son dos segundos los que hacen falta para tener un corte de
digestión, el hijo no suelta la tarjeta, no la suelta, dedo pulgar e índice la
sostienen con fuerza hasta que el mozo lo mira y el hijo sonríe y asiente. El
camarero se va, es joven pero mayor que su hijo, la madre abrazando el brazo de
su hijo posa la cabeza sobre su hombro.
—Lo ha hecho bien
el muchacho, le daremos propina. —Dice el hijo.
—Sí, déjale unas
monedas, voy fuera a fumar.
El aire de la
noche le acaricia la cara, si no fuma rápido, sino traga saliva con velocidad
vomitará los espaguetis sobre la acera.
Su mujer y su hijo salen del restaurante.
—¿Vamos a tomar
un helado? —Dice la madre.
—No, vámonos a
casa, mañana quiero levantarme temprano, tengo que hacer las cuentas de la
casa, tenemos facturas por pagar, hay que darle a cada uno lo suyo.
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