Me mojé el culo y
eso fue el fin. Yo sabía que tarde o temprano eso sucedería, sabía que algún
día la gota colmaría el vaso y mi furia se desataría. Ese día llegó y me
sorprendió en cuclillas con los pantalones a media asta y el culo empapado.
Yo se lo había
advertido cientos de veces, haciendo gala de una paciencia y una educación
nunca vistas en esa oficina, le había pedido por favor que intentase orinar
dentro de la taza:
—Orina dentro de
la taza, no en el borde o la tapa, tampoco en el suelo o la pared, o en la
cisterna o en el asiento, dentro por favor, justo donde ves el agua, ahí en el
fondo es donde debe caer tu chorro.
Él me sonreía con
cara de bobalicón, enseñando media lengua como si no le cupiese en la boca,
como un auténtico imbécil, como lo que era, y asentía. Pero a la mañana
siguiente después del café acudía puntual a mi cita con el asiento de porcelana
y ahí estaban relucientes y amarillas, las gotas y los chorreones de orina de
este tarado.
Me había
acostumbrado a hacer una bola con papel higiénico y limpiar los restos del
tarugo y sentarme tranquilamente para luego salir y recordarle lo que ya le
había dicho en innumerables ocasiones, pero ese día, el día en el que me senté sin mirar, en el que
posé mi trasero en la húmeda taza del inodoro de la oficina fue el colmo, fue el
tope de mi paciencia y exploté.
Me limpié y sequé
entre arcadas y subí mis pantalones. Salí del servicio como un miura, lancé el
periódico contra la pared y grité, grité haciendo que todo el mundo se girase
hacía mí, y volví a gritar su nombre, rompiendo el ruido de los teclados y de
los timbres de los teléfonos.
—¡Lozano!
Y el descerebrado
de Lozano me miró desde la otra punta de la oficina, con su americana arrugada,
la corbata torcida, el pelo grasiento y espolvoreado de caspa, me miró, con la
sonrisa de zoquete, con la sinhueso asomándole entre los dientes.
—¿Te haz mojado ed cudito?
Resoplé, al fin y
al cabo uno tiene cierta paciencia con aquellas personas a las que las viejas
de los pueblos dicen que han sido tocados por un ángel, pero que encima ese
memo se burlase de mí, delante de mis compañeros me sacaba de mis casillas.
Caminé rápido hacía él y se escabulló entre las mesas, como un absurdo juego de
niños.
La directora
salió de su oficina, con su cara de boquerón en vinagre y nos miró iracunda, supongo
que entendió que ese era el momento de meterse de nuevo en su oficina y seguir mirando
la pantalla, lo comprendió cuando estuvo a punto de gritarnos y yo lo miré como
si se hubiese acostado con mi madre, con los ojos llameantes y los dientes
apretados. Perseguí a Lozano, entre las mesas, tirando sillas y volcando
pantallas de ordenador, el ínclito reía con su risa insoportable, con su risa
de niño gordo mimado y consentido, correteando entre las mesas.
—Ez la pdimeda vez que te mojaz,
¿eh?
—¡Cállate cabrón,
te voy a reventar!
—No pude id al entiedo del pedo de mi de
made.
—No está en el
puto convenio tarado hijo de puta, yo no tengo la culpa, ¿por qué me culpas a
mí? ¿Por qué te meas por todas partes cerdo de mierda?
—Tu eres el mieda, tu eres el que dejas colgado a
los compañedos . Me gustadía meadte encima.
Fue una reacción
que denomino resorte, echarme en cara toda esa basura, decir que el motivo por
el que yo tenía el culo empapado de su micción era porque la empresa no le
había dejado ir al entierro del perro de su madre, me cabreó, una acción
resorte, cogí una grapadora de la mesa
más cercana y se la lancé, la grapadora metálica trazó una hipérbole perfecta
por el cielo del despacho e impactó en la frente del tarugo de Lozano que gritó
como un cochinillo en el matadero. Fue entonces cuando aproveché para
escurrirme entre los escritorios y caer sobre él como un luchador de lucha
libre.
Lo demás y
perdonen la redundancia está de más. La policía me esposó ahí mismo, en el
despacho ni siquiera huí, ni siquiera me di a la fuga como en las películas. Le
golpeé con la grapadora hasta que su cara se convirtió en un embutido sin secar
y me senté junto a él, que lloraba inmóvil, me fumé un cigarrillo y apareció la
policía.
Ahora leo en el
patio de la prisión una edición atrasada de una revista de decoración y me
entero de que Lozano sobrevivió, me entero sin querer, un preso me lo dice, uno
que se entera de todo, y yo lo miro por encima de la revista.
—Y lo han
ascendido.
Le habían dado mi
puesto, al mea tazas, al vacía aceitunas de Lozano le habían dado mi puesto.
—Y está en el
comité de empresa.
—Perro…
—mascullé.
—¿Cómo lo sabes?
Está luchando por el derecho de los trabajadores para poder enterrar a sus
perros dignamente.
—Perro meón… —Y
me sumerjo de nuevo en la fotografía de un acogedor salón rústico con mesas de
haya y alfombras rojas y cálidas.
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