miércoles, 5 de marzo de 2014

PERRO MEÓN

Me mojé el culo y eso fue el fin. Yo sabía que tarde o temprano eso sucedería, sabía que algún día la gota colmaría el vaso y mi furia se desataría. Ese día llegó y me sorprendió en cuclillas con los pantalones a media asta y el culo empapado.

Yo se lo había advertido cientos de veces, haciendo gala de una paciencia y una educación nunca vistas en esa oficina, le había pedido por favor que intentase orinar dentro de la taza:
—Orina dentro de la taza, no en el borde o la tapa, tampoco en el suelo o la pared, o en la cisterna o en el asiento, dentro por favor, justo donde ves el agua, ahí en el fondo es donde debe caer tu chorro.
Él me sonreía con cara de bobalicón, enseñando media lengua como si no le cupiese en la boca, como un auténtico imbécil, como lo que era, y asentía. Pero a la mañana siguiente después del café acudía puntual a mi cita con el asiento de porcelana y ahí estaban relucientes y amarillas, las gotas y los chorreones de orina de este tarado.
Me había acostumbrado a hacer una bola con papel higiénico y limpiar los restos del tarugo y sentarme tranquilamente para luego salir y recordarle lo que ya le había dicho en innumerables ocasiones, pero ese día,  el día en el que me senté sin mirar, en el que posé mi trasero en la húmeda taza del inodoro de la oficina fue el colmo, fue el tope de mi paciencia y exploté.
Me limpié y sequé entre arcadas y subí mis pantalones. Salí del servicio como un miura, lancé el periódico contra la pared y grité, grité haciendo que todo el mundo se girase hacía mí, y volví a gritar su nombre, rompiendo el ruido de los teclados y de los timbres de los teléfonos.
—¡Lozano!
Y el descerebrado de Lozano me miró desde la otra punta de la oficina, con su americana arrugada, la corbata torcida, el pelo grasiento y espolvoreado de caspa, me miró, con la sonrisa de zoquete, con la sinhueso asomándole entre los dientes.
—¿Te haz mojado ed cudito?
Resoplé, al fin y al cabo uno tiene cierta paciencia con aquellas personas a las que las viejas de los pueblos dicen que han sido tocados por un ángel, pero que encima ese memo se burlase de mí, delante de mis compañeros me sacaba de mis casillas. Caminé rápido hacía él y se escabulló entre las mesas, como un absurdo juego de niños.
La directora salió de su oficina, con su cara de boquerón en vinagre y nos miró iracunda, supongo que entendió que ese era el momento de meterse de nuevo en su oficina y seguir mirando la pantalla, lo comprendió cuando estuvo a punto de gritarnos y yo lo miré como si se hubiese acostado con mi madre, con los ojos llameantes y los dientes apretados. Perseguí a Lozano, entre las mesas, tirando sillas y volcando pantallas de ordenador, el ínclito reía con su risa insoportable, con su risa de niño gordo mimado y consentido, correteando entre las mesas.
Ez la pdimeda vez que te mojaz, ¿eh?
—¡Cállate cabrón, te voy a reventar!
—No pude id al entiedo del pedo de mi de made.
—No está en el puto convenio tarado hijo de puta, yo no tengo la culpa, ¿por qué me culpas a mí? ¿Por qué te meas por todas partes cerdo de mierda?
—Tu eres el mieda, tu eres el que dejas colgado a los compañedos . Me gustadía meadte encima.
Fue una reacción que denomino resorte, echarme en cara toda esa basura, decir que el motivo por el que yo tenía el culo empapado de su micción era porque la empresa no le había dejado ir al entierro del perro de su madre, me cabreó, una acción resorte,  cogí una grapadora de la mesa más cercana y se la lancé, la grapadora metálica trazó una hipérbole perfecta por el cielo del despacho e impactó en la frente del tarugo de Lozano que gritó como un cochinillo en el matadero. Fue entonces cuando aproveché para escurrirme entre los escritorios y caer sobre él como un luchador de lucha libre.
Lo demás y perdonen la redundancia está de más. La policía me esposó ahí mismo, en el despacho ni siquiera huí, ni siquiera me di a la fuga como en las películas. Le golpeé con la grapadora hasta que su cara se convirtió en un embutido sin secar y me senté junto a él, que lloraba inmóvil, me fumé un cigarrillo y apareció la policía.
Ahora leo en el patio de la prisión una edición atrasada de una revista de decoración y me entero de que Lozano sobrevivió, me entero sin querer, un preso me lo dice, uno que se entera de todo, y yo lo miro por encima de la revista.
—Y lo han ascendido.
Le habían dado mi puesto, al mea tazas, al vacía aceitunas de Lozano le habían dado mi puesto.
—Y está en el comité de empresa.
—Perro… —mascullé.
—¿Cómo lo sabes? Está luchando por el derecho de los trabajadores para poder enterrar a sus perros dignamente.

—Perro meón… —Y me sumerjo de nuevo en la fotografía de un acogedor salón rústico con mesas de haya y alfombras rojas y cálidas.

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