Se puede luchar contra un oso pardo, contra un
tigre o contra un tiburón, todo es posible, se precisan agallas y ningún
respeto por el dolor o la muerte. Pero nunca nadie podrá luchar contra la burocracia.
Es un monstruo enorme, lento, creado por la mente del hombre, que come
documentos que se alimenta de tiempo, de perseverancia, ¿Su mejor arma? la
erosión, desgasta la paciencia de los que luchan contra él. Se posiciona en su
lugar y espera, acepta documentos, solicita triplicados y sellados, sobres lacrados,
certificados, exige resguardos, partidas de nacimiento, de defunción, datos
fiscales y tarde o temprano, vence.
Mi némesis era un cincuentón bigotudo, de
panza lustrosa y sonrisa socarrona, un barrigón coronado por un ridículo bisoñé
que como ariete usaba un sello del estado, uno rojo y uno verde. Rojo denegado,
verde aceptado. Denegado, denegado y denegado, fue todo lo que recibí de él. En
su atalaya del ayuntamiento, con su traje barato y su sonrisa de pescado
hervido una y otra vez me denegaba el pasaporte.
Mi nombre es Wilhelm Voigt, tengo cincuenta y
siete años, soy zapatero y secuestré el ayuntamiento de Köpenick, la ciudad que
me vio nacer.
No fue hasta la decimoquinta denegación que no
los vi realmente. Recuerdo que fue el diez de octubre pues era el cumpleaños de
mi difunta abuela. Los vi y caí en la cuenta de que los veía cada día. Llegaba
del ayuntamiento con mi documento y su sello rojo, introduje la llave en la
cerradura de la zapatería y los vi pasar, diez muchachos jóvenes, uniformados,
diez soldaditos que se dirigían a un cuartel cercano. Si uno se fija bien,
puede ver la misma escena diariamente, es la rutina, pero si anda distraído un
día descubrirá que han estado ahí todo el tiempo y ni siquiera se ha fijado.
Caminaban alineados, dos encabezando la fila, luego cuatro y luego cuatro más,
como fichas de dominó.
Juro por el honor de mi familia que no fue un
acto premeditado, comencé a confeccionar el traje como si se hubiese tratado de
una de mis tareas, como si le estuviese lustrando los zapatos recién reparados
a un notario. Compré tela, una tela verde oscura y me tomé las medidas. No me
resultó complicado, mi madre era costurera y toda la destreza que tengo hoy en
remendar zapatos con la aguja la aprendí de ella. Corté, cosí, añadí botones e
incluso realicé los bordados a mano con canutillo de oro. Perfecto era
perfecto, no me di cuenta de lo que realmente estaba haciendo hasta que estaba
enfundado en el hermoso traje de capitán e intercepté a los soldados.
El dieciséis de octubre, esperé en la puerta
de mi tienda y al verlos aparecer por la esquina me interpuse en su camino, con
el ceño fruncido y los labios prietos, todos se cuadraron al instante, regios,
castrenses claro. Y fue entonces cuando descubrí que era exactamente lo que
estaba haciendo y sospeché las represalias que podría tener, pero para mí ya
era demasiado tarde.
—¿Se puede saber qué están haciendo?
—¿A que se refiere señor? —Dijo el que parecía
llevar la voz cantante.
—Maldita sea soldado, a las cinco de la mañana
hemos entrado en estado de excepción, la guerra ha estallado y ustedes se
dedican a pasear.
Era curioso que mencionase estado de excepción
cuando por mi calle paseaba la gente tranquilamente, sin apuros, en un día
totalmente normal.
Corrí delante de ellos, y me seguían como los
patitos siguen a la madre pata y entramos como un huracán en el ayuntamiento,
improvisaba a medida que daba cada paso. Funcionarias y funcionarios se
quedaron patidifusos al vernos entrar enloquecidos en el cabildo. Ordené a dos
de los muchachos que bloquearan la puerta y ordené a otros dos que subieran a
la tercera planta y preguntaran por Bartholomäus
Maschwitz, si no se identificaba podrían reconocerlo por la redonda barriga, la
sonrisa carnosa y el bisoñé.
El gordito, que tuvo que ser
sujetado por dos de mis soldados debido al miedo que lo había invadido, me
miraba con los ojos vidriosos.
—¿Señor Maschwitz?
—Sí —balbuceó.
—¿Señor Bartholomäus
Maschwitz?
—Sí —repitió.
—En nombre de nuestro
emperador Guillermo II queda usted detenido por ser considerado espía del
imperio japonés.
El lustroso Bartholomäus
se orinó encima. La escena era lamentable, con los brazos en jarra, sujetado
por dos soldados, seguía sosteniendo en ambas manos los sellos, el rojo y el
verde, las piernas flojas y un charco de orín en el suelo hasta ahora reluciente.
Me metí la mano bajo la guerrera y saqué un pliegue de documentos, observé
durante un instante los sellos y cogí el verde, apoyándome en la espalda de un
joven soldado sellé todas las hojas de mi nuevo pasaporte.
—Enciérrenlo en un despacho y
reúnanse conmigo en la entrada.
Los muchachos se cuadraron
ante mí, solemnes y obedientes.
—Son ustedes soldados leales,
han servido a su patria con valentía y apresado a un delincuente internacional
—Miré a través de la ventana y pude ver como la gendarmería se apostaba en la
entrada, sin duda alguien había corrido a avisar del incidente— sepan ustedes
que no será necesario que vuelvan a la academia, quedan ustedes licenciados con
honores y serán recordados por su país como héroes, ahora pueden irse, yo debo
quedarme, tengo un viaje importante que no puede ser aplazado.
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