Olvídense de lúgubres tiendas en el barrio antiguo,
de tenderos sombríos de largos bigotes y uñas afiladas. La tienda era una
tienda normal y corriente, una tienda regentada por un dependiente chino amable
y servicial. Compré una caja de música, una auténtica y hortera caja de música,
la melodía una suerte de Para Elisa
en versión saldo, el regalo perfecto para una novia. Sobre todo cuando se
tienen quince años.
Salí de la tienda con la cajita envuelta en un
papel de colores con mariposas dibujadas, otra horterada digna de una novia
quinceañera. Había quedado con ella en un parque cercano a mi casa, estaba
nervioso, era nuestra primera celebración, hacía un mes que nos habíamos dado
nuestro primer beso y habíamos decidido celebrarlo tomando un helado en el
parque.
Se la haré corta, la sorprendí con otro.
Quince años y el primer desengaño amoroso. Quizá lo más humillante no fue la
infidelidad en sí, fue que tuviera el coraje de hacerlo en ese parque, en ese
banco, justo donde nos habíamos citado para celebrar nuestro primer beso. ¿El
muchacho? Ni idea, un papanatas del barrio, bien pensado el papanatas era yo,
pero cuando uno odia no se pone a pensar quien es el más imbécil, odia y punto.
Me senté en la base de un árbol para llorar,
rasgué el papel de regalo y sostuve la cajita entre mis manos, abierta la tapa
y sonando la música. ¿Cuánto odio podía caber en esa caja? Lo deseé con tanta
fuerza, tanto cerré los ojos, tanto apreté las manos que casi parto la cajita.
Lo deseé con todas mis fuerzas, deseé que aquel mequetrefe roba novias
desapareciese del mundo, se esfumara, como una nube de humo.
No fue hasta pasados unos minutos que escuché
sus gritos, los gritos de la que hasta ese momento había sido mi novia, gritaba y corría dando círculos alrededor del
banco y justo en el centro de la órbita que estaba dibujando con su
desesperación, un montón de ropa, un montón de ropa sin dueño, para que me
entiendan, un montón de ropa sin el dueño que escasos segundos antes la
habitaba, un mequetrefe, un papanatas que había desaparecido.
Ya en mi cuarto, encerrado, con la persiana
baja, observé la caja de música, la maldita caja de música, ¿Era posible?, ¿Qué
había sucedido? La abrí lentamente y escuché. Repasé lo que había sucedido, me
senté, cerré los ojos, escuché la música, lloré, pensé y sucedió lo que creía
que había sucedido. Tenía que intentarlo de nuevo, pero tenía que elegir bien,
lo más probable es que todo fuese producto de mi imaginación, que evidentemente
no había adquirido un producto mágico y que el muchacho ahora correteaba
desnudo por las calles, pero tenía que elegir cuidadosamente. Encendí el
televisor y comencé a pasar los canales, elegí, era en directo, lo sabía, el
presentador había dicho la hora y coincidía, era un adivinador, uno de esos que
tiran el tarot o como se diga, gordo, medio calvo y con barba. Le estaba diciendo
a una mujer que su marido muerto estaba junto a ella en ese mismo instante y la
señora no paraba de llorar.
Me coloqué frente al televisor, abrí la caja,
cerré los ojos y pensé. El silencio, el más absoluto silencio.
—¿Hola?, oiga, ¿Dónde se ha metido? ¿Está
también mi abuela junto a mí?
Abrí un ojo, lentamente. Una túnica y una bola
de cristal, era lo único que había en la pantalla, solté la caja sobre la cama.
La pantalla se apagó, un cartel indicaba que había problemas de señal. Me
temblaban las manos y tenía la frente perlada de sudor.
¿Cuánto odio cabe en una caja de música? Al
adivinador le siguió mi profesor de matemáticas, un engreído fracasado que me
suspendió el último examen, nunca más se supo. Los demás profesores le
siguieron poco a poco, sin proponérmelo, sin pensarlo demasiado, mi susceptibilidad
fue creciendo con los días. Sabiéndome dueño de un poder inmenso me ofendía que
cualquier cucaracha se atreviese a ningunearme. La de lengua, la de historia, el director, el
bedel, la que reparte la comida en el comedor. Seguí con los abusones que me
quitaban el desayuno, con los empollones que me dejaban en ridículo.
Aprendí a hacerlo sin cerrar los ojos, como un
acto reflejo, llevaba siempre conmigo la caja, metida en una bolsa de lona, sonaban
las primeras notas y ya estaba hecho. Mi madre me ofendió, mi padre le siguió,
mis primos, ese par de tarugos, nunca más se supo, mis tías no volverían a
mancharme de carmín al besarme. El vecino de arriba no volvería a molestarme
con su movimiento de muebles y el de abajo no se quejaría nunca más de la
música alta. Quise comprar en el supermercado tranquilamente sin colas, se me
ocurrió que sería mejor no pagar.
Hoy tengo treinta años, han pasado quince
desde que compré la caja. Estoy muy solo. Solo, ni bien ni mal acompañado,
total y completamente solo. Acabé con un par de guerras, en realidad más de una
docena, ya no hay muertos, ni ambulancias, ni heridos, ni políticos, se
acabaron los partidos de fútbol, los cantantes sin estilo, nunca más se supo.
Me he mudado al centro, donde aún quedan
víveres en el supermercado, acabé con los ganaderos, no recuerdo que sucedió
exactamente pero nunca más se supo, y tampoco de su carne.
Estoy muy solo, hace tiempo que no llevo la
caja conmigo, de todas formas casi no salgo, no hay nada que ver, no hay nadie
que ver, tengo muchas películas, del videoclub, que es un bufé libre, estoy muy
sólo. Echo de menos a mi novia, a la que me engañó, a ella no la hice
desaparecer, ella simplemente se esfumó, he pensado en hacerla desaparecer de
verdad en abrir la caja, en cerrar los ojos, aunque ya no haga falta, y hacerla
desaparecer, que se evaporice, pero para que. Estoy tan solo, dentro de poco,
abriré la caja, escucharé la música, toda la canción, hasta la última nota y
pensaré en mí… Y nunca más se sabrá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario