miércoles, 19 de marzo de 2014

NUNCA MÁS SE SUPO

Olvídense de lúgubres tiendas en el barrio antiguo, de tenderos sombríos de largos bigotes y uñas afiladas. La tienda era una tienda normal y corriente, una tienda regentada por un dependiente chino amable y servicial. Compré una caja de música, una auténtica y hortera caja de música, la melodía una suerte de Para Elisa en versión saldo, el regalo perfecto para una novia. Sobre todo cuando se tienen quince años.

Salí de la tienda con la cajita envuelta en un papel de colores con mariposas dibujadas, otra horterada digna de una novia quinceañera. Había quedado con ella en un parque cercano a mi casa, estaba nervioso, era nuestra primera celebración, hacía un mes que nos habíamos dado nuestro primer beso y habíamos decidido celebrarlo tomando un helado en el parque.
Se la haré corta, la sorprendí con otro. Quince años y el primer desengaño amoroso. Quizá lo más humillante no fue la infidelidad en sí, fue que tuviera el coraje de hacerlo en ese parque, en ese banco, justo donde nos habíamos citado para celebrar nuestro primer beso. ¿El muchacho? Ni idea, un papanatas del barrio, bien pensado el papanatas era yo, pero cuando uno odia no se pone a pensar quien es el más imbécil, odia y punto.
Me senté en la base de un árbol para llorar, rasgué el papel de regalo y sostuve la cajita entre mis manos, abierta la tapa y sonando la música. ¿Cuánto odio podía caber en esa caja? Lo deseé con tanta fuerza, tanto cerré los ojos, tanto apreté las manos que casi parto la cajita. Lo deseé con todas mis fuerzas, deseé que aquel mequetrefe roba novias desapareciese del mundo, se esfumara, como una nube de humo.
No fue hasta pasados unos minutos que escuché sus gritos, los gritos de la que hasta ese momento había sido mi novia,  gritaba y corría dando círculos alrededor del banco y justo en el centro de la órbita que estaba dibujando con su desesperación, un montón de ropa, un montón de ropa sin dueño, para que me entiendan, un montón de ropa sin el dueño que escasos segundos antes la habitaba, un mequetrefe, un papanatas que había desaparecido.
Ya en mi cuarto, encerrado, con la persiana baja, observé la caja de música, la maldita caja de música, ¿Era posible?, ¿Qué había sucedido? La abrí lentamente y escuché. Repasé lo que había sucedido, me senté, cerré los ojos, escuché la música, lloré, pensé y sucedió lo que creía que había sucedido. Tenía que intentarlo de nuevo, pero tenía que elegir bien, lo más probable es que todo fuese producto de mi imaginación, que evidentemente no había adquirido un producto mágico y que el muchacho ahora correteaba desnudo por las calles, pero tenía que elegir cuidadosamente. Encendí el televisor y comencé a pasar los canales, elegí, era en directo, lo sabía, el presentador había dicho la hora y coincidía, era un adivinador, uno de esos que tiran el tarot o como se diga, gordo, medio calvo y con barba. Le estaba diciendo a una mujer que su marido muerto estaba junto a ella en ese mismo instante y la señora no paraba de llorar.
Me coloqué frente al televisor, abrí la caja, cerré los ojos y pensé. El silencio, el más absoluto silencio.
—¿Hola?, oiga, ¿Dónde se ha metido? ¿Está también mi abuela junto a mí?
Abrí un ojo, lentamente. Una túnica y una bola de cristal, era lo único que había en la pantalla, solté la caja sobre la cama. La pantalla se apagó, un cartel indicaba que había problemas de señal. Me temblaban las manos y tenía la frente perlada de sudor.
¿Cuánto odio cabe en una caja de música? Al adivinador le siguió mi profesor de matemáticas, un engreído fracasado que me suspendió el último examen, nunca más se supo. Los demás profesores le siguieron poco a poco, sin proponérmelo, sin pensarlo demasiado, mi susceptibilidad fue creciendo con los días. Sabiéndome dueño de un poder inmenso me ofendía que cualquier cucaracha se atreviese a ningunearme.  La de lengua, la de historia, el director, el bedel, la que reparte la comida en el comedor. Seguí con los abusones que me quitaban el desayuno, con los empollones que me dejaban en ridículo.
Aprendí a hacerlo sin cerrar los ojos, como un acto reflejo, llevaba siempre conmigo la caja, metida en una bolsa de lona, sonaban las primeras notas y ya estaba hecho. Mi madre me ofendió, mi padre le siguió, mis primos, ese par de tarugos, nunca más se supo, mis tías no volverían a mancharme de carmín al besarme. El vecino de arriba no volvería a molestarme con su movimiento de muebles y el de abajo no se quejaría nunca más de la música alta. Quise comprar en el supermercado tranquilamente sin colas, se me ocurrió que sería mejor no pagar.
Hoy tengo treinta años, han pasado quince desde que compré la caja. Estoy muy solo. Solo, ni bien ni mal acompañado, total y completamente solo. Acabé con un par de guerras, en realidad más de una docena, ya no hay muertos, ni ambulancias, ni heridos, ni políticos, se acabaron los partidos de fútbol, los cantantes sin estilo, nunca más se supo.
Me he mudado al centro, donde aún quedan víveres en el supermercado, acabé con los ganaderos, no recuerdo que sucedió exactamente pero nunca más se supo, y tampoco de su carne.

Estoy muy solo, hace tiempo que no llevo la caja conmigo, de todas formas casi no salgo, no hay nada que ver, no hay nadie que ver, tengo muchas películas, del videoclub, que es un bufé libre, estoy muy sólo. Echo de menos a mi novia, a la que me engañó, a ella no la hice desaparecer, ella simplemente se esfumó, he pensado en hacerla desaparecer de verdad en abrir la caja, en cerrar los ojos, aunque ya no haga falta, y hacerla desaparecer, que se evaporice, pero para que. Estoy tan solo, dentro de poco, abriré la caja, escucharé la música, toda la canción, hasta la última nota y pensaré en mí… Y nunca más se sabrá. 

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