Las culebras, las alimañas, las babosas, las
ratas de alcantarilla no comprenden como uno puede tener sentido del honor,
sentido de la camaradería, ellos traicionan, venden su alma, mienten para
salvar el pellejo a la mínima de cambio.
Aprendí a no ser una sabandija a muy temprana
edad, aprendí a mantenerme en mi lugar a no hablar, a aguantar un
interrogatorio con mirada impávida y sonrisa socarrona.
—No sé de qué están hablando —dije con las
manos cruzadas sobre las piernas que colgaban ridículamente sin llegar al suelo.
—Si hablas ahora será mucho mejor, las
represalias serán menores, pero si lo descubrimos nosotros…
Había llegado al colegio con la mochila
repleta de caramelos, golosinas y chocolatinas, sentía todo el poder a mis
espaldas, de la emoción se me empañaban las gafas. Y nada más entrar, todo el
mundo supo que algo sucedía que algo escondía en esa mochila, la coloqué en el
suelo y me sentí como Pablo Escobar, como un capo repartiendo riquezas entre
sus acólitos para ganarse el beneplácito del populacho. Un acto de populismo a
los diez años, todo un record.
En clase, antes de la terrible interrupción,
todos me miraban con admiración, gracias a mi tía que hacía encuestas para
nuevas marcas de chucherías y le habían sobrado varias bolsas de novedosos
caramelos me había convertido en un tipo extremadamente popular, el repartidor
de felicidad, ahora todos los alumnos de la clase tenían los bolsillos de los
guardapolvos rebosantes de azúcar. Toda la felicidad encerrada en un aula,
hasta la terrible interrupción, la directora del centro entró en el aula, es la
misma sensación que tienes cuando sales de una tienda y aun siendo totalmente
inocente se te eriza el pelo de la nuca cuando suena la alarma. Yo era inocente, no sabía de qué se me iba a acusar,
pero era inocente, de antemano uno siempre es inocente.
Me señaló desde la puerta, con su uña nacarada
y yo me levanté ante la mirada compasiva de mis compañeros, hubo alguno que
hasta me palmeó la espalda, era su héroe y se llevaban a su héroe, antes de
salir de clase miré hacia atrás y un compañero levantó el puño con los ojos
vidriosos. Resistiré, pensé, por mí y por vosotros.
El caso se planteó de la siguiente manera, el
día anterior un grupo de niños habían entrado en tropel en la tienda de
caramelos de doña Conchi, en tropel, armando alboroto y entre el tumulto alguno
de los pipiolos aprovechó para hurtar un par de cajas de fresas de caramelo.
Eso era todo, doña Conchi había acudido al colegio iracunda para poner sobre
aviso a la directora, que con una pésima capacidad deductiva había sumado uno y
uno y le había dado tres, es decir que para ella dos cajas de fresas de
caramelo eran lo mismo que dos bolsas llenas de chocolatinas y dulces aún fuera
del mercado.
No era un chivato, no era una alimaña, no
hacía falta ser Sherlock Holmes para
adivinar quien había robado esas fresas, pero la actitud políticamente correcta,
el no prejuzgar impedía a la directora usar el término “Sospechosos habituales”.
En todas las novelas policiacas lo primero que se hace después de un crimen es
detener a los sospechosos habituales, es un simple trámite, se hace y punto, se
rellena el papeleo y a otra cosa, pero no, en mi escuela no. En mi escuela
ataban cabos como lo haría un chimpancé.
—¿De dónde han salido los caramelos?
No tengo que responder a esa pregunta, es mi
intimidad, mis caramelos, no he hecho nada malo, ¿necesito un abogado? Eso es
lo que pasaba por mi cabeza, cuando era interrogado por la directora, ante la
atenta mirada de mi tutora, que según creo no acababa de creerse que yo fuese
el saqueador, pero supongo que tenía que meterse en el papel.
—Son un regalo.
A los maderos no les gusta que les tomen el
pelo y sucede que son demasiado sensibles, que están en guardia constante y
creen que cualquier frase que pueda sonar un poco guasona es una tomadura de
pelo y que no se les toma en serio.
Estuve una hora y media metido en el despacho,
se habló de expulsión, de sanción y de castigo, se habló de vergüenza, de
reputación y de honor. Se usaron términos como ratero, mangante o chorizo. Pero
aguanté, juro por mi honor que aguanté. Maldita sea, sospechosos habituales,
había sido el maldito Gil, todo el mundo sabe que si algo desaparece en la
tienda de doña Conchi ha sido Gil, pero como sus padres estaban divorciados y
lo había pasado muy mal no se le podía acusar de primeras y ahí me veía yo.
No mentiré, me vi tentado, quise levantarme y
gritarles: “¿Pero es que no se dan cuenta que no tengo ni una fresa de
caramelo? ¡Ha sido Gil, busquen en su taquilla, ahí encontrarán el cuerpo del
delito, pero a mi déjenme en paz!” Pero no lo hice, yo no era un chivato, yo
era un tipo duro.
Pero evidentemente llamaron a mi madre, ¿En
serio?, a mi madre, ¿Creen que hay algo peor para una madre que levantar el
auricular del teléfono y oír?: “¿Doña fulanita? Soy doña Menganita, le llame
del colegio de su hijo” A la pobre mujer casi le da un patatús en la cocina de
mi casa. Pero no le dio, y apareció por ahí, un tema que se podía solucionar con
un par de preguntas por teléfono tuvo que solucionarse con mi madre en persona
en el colegio.
—Claro, son de mi hermana, trabaja haciendo
encuestas y siempre que sobra algo se lo da, esta vez le sobró mucho y fui yo
misma la que le dije que lo trajese al colegio para compartirlo con sus
compañeros.
Si hubiese tenido más valor del que ya
demostré, si hubiese sido un tipo aguerrido me hubiese subido a la mesa del
despacho de la directora y hubiese danzado como poseído y señalándola acusadoramente
hubiese gritado: “¡Toma ya!, chúpate esa
bruja!” Pero no lo hice, sólo me cogí de la mano de mi madre, ella aceptó las
disculpas de las directora y de mi tutora, ojo al detalle por favor, mi madre
aceptó las disculpas, ELLA, yo nunca recibí un simple lo siento, nada.
Decidieron que ante tal experiencia traumática
lo mejor era que me fuese a casa, así que crucé el patio cogido de la mano de
mi madre, mire hacia arriba y ahí estaba, mi pueblo, mis fieles, levanté la
mano y mostré el dedo índice y anula, victoria, victoria chicos, victoria.
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