Fueron muchas las que lo intentaron. Y muchos
no se crean que esa estúpida tradición es algo exclusivo de princesitas
estúpidas, hay mucho príncipe de pacotilla que lo ha intentado, que viajaban
miles de quilómetros para aparecer entre los arbustos, vestidos de camuflaje
con sus guardaespaldas y sus sirvientes para hacer realidad no sé qué leyenda estúpida.
No recuerdo cuando empezó todo, hace mucho de
eso estoy seguro, muchos años han pasado ya desde que apareció la primera
rubiecita de ojos azules con buenas intenciones cargadas de egoísmo. Y los he
esquivado con destreza durante todos esos años, escondiéndome en el barro,
nadando veloz por aguas turbias o disimulándome entre la maleza. Con el paso
del tiempo su maquinaria, que al principio de los tiempos no era más que un
perro que olfateaba el fango, se convirtió en extrañas máquinas, en radares y
sondas que buscaban mi rastro incansablemente.
Logré, hasta hace poco, zafarme de la
persecución a la que he sido sometido desde temprana edad, pero supongo que los
años no perdonan y mis reflejos han mermado. Llegó el día en que una princesa,
de pelo lacio y halitosis galopante logró capturarme. Fue una mañana de
primavera, las plantas y flores estaban en su zénit, esplendorosas rebosantes
de vida y de color, yo saltaba extasiado ante el banquete que me ofrecía la
naturaleza, esa época del año es una explosión de vida, el humedal parece un
bufé libre y yo un comensal hambriento. Fui interrumpido en un salto, en un
brinco hacia una roja flor que guardaba un suculento insecto al que pretendía
echarle el guante.
—¡Lo tengo, lo tengo!— gritó su alteza, dando
brincos sujetando el caza mariposas.
Lo que sucedió a posteriori, fue algo
grotesco, por lo menos a mí me lo pareció. Me encerraron en una jaula, según
parecía, así me lo hacía saber mi carcelero que me trataba, todo hay que
decirle, con suma delicadeza y siempre de forma muy atenta, estaban ultimando
los preparativos de la ceremonia que sería retransmitida a todo el mundo.
Habían hecho traer manjares de los lugares más recónditos y próceres de todos
los países serían invitados para ser testigos de un espectáculo que al parecer
se había demorado ya demasiado.
No dilataré el relato y no explicaré los
derroteros de la pomposa ceremonia. Un
sirviente me sacó de la jaula y me sostuvo entre sus manos, las luces de las
cámaras me cegaron durante un instante y de entre esa luz cegadora apareció la
princesa de aliento pútrido vestida como una caja de bombones, la acompañaba su
padre, el rey, con su corona y su cetro. Tras un breve discurso el rey me
señaló con la mano y la pestilente infanta se acercó apretando los labios con
la clara intención de besarme. De la intención pasó a la acción y posó sus
belfos sobre los míos y sucedió, claro que sucedió
—¡De sapo a príncipe! —Gritó el rey alzando
los brazos.
Fue menos espectacular de lo que esperaron, lo
comprendí al ver la decepción en sus ojos, no hubo fuegos de artificio ni
luces, era un hechizo sencillo el mío, nada más ni nada menos que un hechizo de
una bruja en prácticas, así que sin florituras abandoné el cuerpo de sapo para
ocupar el cuerpo de hombre. Un hombre que no era para nada lo esperado, eso
también lo pude ver en sus ojos, en los de todos, la nueva decepción se sumó a
la ya sabida. Más bien recortado de
estatura, pasado de peso, con la cara marcada por la viruela y una alopecia que
me dejaba la cabeza libre de pelo.
—¿Pero qué? —Dijo el rey.
La princesita se echó las manos a la cara y
comenzó a llorar.
—¡Pídeselo! —Me ordenó el rey— Ahora ya es
demasiado tarde, pídeselo.
—¿Pero qué dices?
El rey se acercó amenazando, sujetando el
cetro que cada vez se parecía más a una porra.
—Te hemos rescatado, según la leyenda si te
casas con mi hija se convertirá en la soberana de todas las tierras
inconquistables.
Me pasé la mano por la calva, años hacía que
no podía hacer eso.
—Vamos a ver. Yo nunca he dicho tal cosa, es
más, no está escrito en ninguna parte, esa leyenda os la habéis inventado
vosotros a lo largo de los años, palabra por palabra.
—Tu eres un príncipe encarcelado en el cuerpo
de un sapo…
—De príncipe nada monada.
La princesa seguía llorando a moco tendido,
una criada la sujetaba para que no se desmayase o fingiese desmayarse.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir… primero permíteme decirte que no
me casaría con tu hija ni por todo el dinero del mundo —el rey abrió la boca y
los ojos ante lo que creyó un insulto que realmente lo era— Y luego déjame decirte
que yo soy agente de seguros.
—¿Cómo?
—¿Pero cómo un príncipe iba a dejar que una
hechicera lo embrujase? Yo soy un simple agente de seguros, resulta que hace
muchos años, le hice una póliza de hogar a una bruja que vivía en el páramo,
digamos que la cosa no salió como ella esperaba.
—No entiendo nada.
—Madre mía. ¡Que la estafé macho! Que me quedé
con el dinero de la póliza, y claro llegó el día en que se le rompió el caldero
de porcelana, estaría haciendo una pócima o que se yo y se le rompió,
evidentemente la póliza no existía y no le cubrió, tremendo pollo le montó a la
compañía, hasta que descubrió mi estafa, lo demás ya te lo puedes imaginar,
abra cadabra, pata de cabra y me convirtió en un sapo.
—¡Mereces morir! —Gritó el soberano.
—Morir… ya estoy muerto muchacho, vosotros me
habéis matado. Tremenda vida me había pegado hasta ahora, correteando por la
ciénaga comiendo insectos por doquier, saltando desnudo, sin que nadie me
jodiese más allá de cuatro príncipes y princesas malcriados que creían que yo era
un príncipe encantado. Príncipe mis reverendos cojones. Pero te digo una cosa,
en la ciénaga hay otro sapo, un abogado, un buen abogado y te voy a empapelar,
a ti y a tu hija, por secuestro y por intento de violación.
—Pero… yo…
—¡Nada! Se os va a caer el pelo, te lo digo
yo.
—Lo siento mucho, me he equivocado y no
volverá a ocurrir.
—Nos ha jodido mayo con las flores, claro que
no volverá a ocurrir. Te voy a enchironar mequetrefe.
Y colorín colorado, pleito ganado, casita
nueva en la ciénaga y a vivir de la renta. Este cuento se ha acabado.
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