martes, 25 de marzo de 2014

EL COCINERO DEL "POTEMKIN"

El principal problema es que yo no era cocinero. Antes de ser alistado y embarcado casi a rastras en el “Potemkin” me dedicaba a cargar sacos de grano, esa era mi única tarea, cargar un saco y transportarlo del punto A hasta el punto B. Pero de cocinar nada, apenas sabía diferenciar una piedra de una patata vieja y sucia.

El hecho es que fui alistado y embarcado en el acorazado y tan arbitrariamente como mi alistamiento fue mi asignación a la cocina, como ayudante de cocina, así que pasé la mayor parte de mi estancia en el barco pelando patatas, nabos y zanahorias. Mientras veía como Sergey, el cocinero moscovita, hervía verduras y carnes en agua sucia.
La historia, el principio y el final, empezaó en Estambul, desembarcamos con el permiso del  capitán para que nos desbraváramos un poco y dios sabe cómo se desbravan las tropas, rusas, alemanas o francesas, una buena dosis de alcohol, peleas y mujeres. Contaré los hechos acontecidos en Estambul, concretamente el recorrido del cocinero Sergey. Bebió raki, un anís turco que suele tomarse mezclado con agua pero que él, evidentemente, tomó solo y en grandes cantidades, pude contar siete botellas antes de salir del primer local, luego nos peleamos con unos mercaderes, una pelea magnífica si se me permite, y Sergey anestesiado como estaba repartió manguzadas a diestro y siniestro sin sentir las cientos de cachetadas que le cayeron encima, magullado, amoratado y sanguinolento, Serguey nos siguió hasta un burdel del puerto, donde la mayoría perdimos alianzas de casado, relojes y dientes de oro, pero Sergey no sólo perdió su oro sino también su salud, tras alternar con un par de gemelas obesas que terminaron por arrebatarle el último aliento que le quedaba después de ser golpeado primero por el raki y luego por los mercaderes, así que ingresó en el acorazado prácticamente cadáver.
A la mañana siguiente, amanecimos con una resaca grande como el castillo de proa de nuestro barco, menos Sergey que no amaneció, en realidad sí que amaneció pues su cuerpo, hinchado y violáceo estaba en su catre, pero sin una brizna de vida. Ojos abiertos, frío como un bloque de hielo y la tripa hinchada. Recibió honores mientras era lanzado por la borda del barco.
¿Qué sucedió entonces? Pues que de un día para otro me había convertido en el cocinero del acorazado “Potemkin”, yo que meses antes no podía batir un huevo sin armar un estropicio y que había tenido como maestro a un beodo moscovita que a duras penas podía hacer una sopa, yo, era a partir de ese momento EL COCINERO. ¡Que dios nos ampare!, pensé.
La primera semana fue más o menos bien, el difunto Sergey había dejado dos enormes ollas con sopa, de un olor agrío y poco saludable que recalenté meticulosamente para servir a la tripulación. No se les veía muy contentos, pero no mucho más asqueados que cuando cocinaba el anterior cocinero, así que zafé. La problemática llegó cuando la sopa de Sergey se terminó y tuve que enfrentarme a los fogones yo sólo.  Lo primero que se me pasó por la cabeza es que si un hombre que pasaba la mayor parte del tiempo intoxicado por los vapores del vodka podía cocinar para la tripulación, yo podía hacerlo igual de bien o mejor. Así que, le eché imaginación y cociné una sopa de pescado.
Un consejo para futuros cocineros, no es una tontería perder tiempo en limpiar el pescado, hay que quitarle las escamas, limpiarle las tripas y si es posible quitarle la mayor parte de las espinas, ese fue el error. Eché el pescado en la olla tal como venía, del mar a la cacerola, con sus ojos, sus intestinos y sus escamas.
Como era de esperar, las críticas no tardaron en llegar, un marinero se levantó y gritó como un poseso sosteniendo lo que parecía una cabeza de pescado machacado, gritó y escupió parte de la sopa al suelo, recordando que eran seres humanos que luchaban por la patria y que debían comer bien para luchar bien. Y el disparo sonó como una botella al descorcharse y retumbó por las paredes metálicas y el marinero calló al suelo con la tapa de los sesos levantada y mezclándose su sangre y sus vísceras que contenía la sopa.
Un oficial, joven, engreído y obediente sacó su revólver, gritó al marinero y cuando este lo miró a los ojos descargó una bala en su frente. Lamento decirlo pero en ese momento me sentí orgulloso del asesino pues confundí ese disparo con una defensa de mi cocina. Más tarde cuando los marineros izaron la bandera roja, destriparon a todos los oficiales y lanzaron sus cuerpos mutilados por la borda, decidí esconderme en la enorme olla con los restos de la sopa. En un rincón de la cocina, acuclillado entre tripas de pesado, tape la olla y lloré esperando que los amotinados olvidarán la repugnante sopa, al marinero muerto y sobre todo que olvidaran al cocinero.
Me consta que dos fueron las paradas que realizó el acorazado, la primera en Odessa donde consiguieron suministros gracias a una huelga de obreros que les ayudaron en lo que pudieron, más tarde el “Potemkin” ancló en Constanza, de más está decir que yo seguí encerrado en la olla, nadie me había descubierto, los oía reír y comer, organizar escaramuzas pero nadie destapó el recipiente.
Días más tardes, los amotinados, por el motivo que fuese, se rindieron antes las autoridades rumanas que les concedieron asilo político. Pasaron un par de días más,  por fin tras alimentarme de pescado podrido y beber su jugos decidí salir a la luz con tanta mala suerte que fui descubierto por un grupo de oficiales rumanos, y digo con tan mala suerte pues creyeron oportuno llevarme ante mis compañeros que seguro se alegraban de verme y de saber que estaba vivo.

Esta y no otra es la historia del Acorazado “Potemkin”, esta es la historia de un triste cocinero que fue recibido como alguien creyó que se merecía por sus antiguos compañeros de tripulación. ¿Moraleja? No hay moraleja en esta historia, sólo un resultado, nunca más me acerqué a un fogón, jamás, desde ese día me alimenté de hortalizas crudas y carne ahumada.

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