El principal problema es que yo no era
cocinero. Antes de ser alistado y embarcado casi a rastras en el “Potemkin” me
dedicaba a cargar sacos de grano, esa era mi única tarea, cargar un saco y
transportarlo del punto A hasta el punto B. Pero de cocinar nada, apenas sabía
diferenciar una piedra de una patata vieja y sucia.
El hecho es que fui alistado y embarcado en el
acorazado y tan arbitrariamente como mi alistamiento fue mi asignación a la
cocina, como ayudante de cocina, así que pasé la mayor parte de mi estancia en
el barco pelando patatas, nabos y zanahorias. Mientras veía como Sergey, el
cocinero moscovita, hervía verduras y carnes en agua sucia.
La historia, el principio y el final, empezaó
en Estambul, desembarcamos con el permiso del
capitán para que nos desbraváramos un poco y dios sabe cómo se desbravan
las tropas, rusas, alemanas o francesas, una buena dosis de alcohol, peleas y
mujeres. Contaré los hechos acontecidos en Estambul, concretamente el recorrido
del cocinero Sergey. Bebió raki, un
anís turco que suele tomarse mezclado con agua pero que él, evidentemente, tomó
solo y en grandes cantidades, pude contar siete botellas antes de salir del
primer local, luego nos peleamos con unos mercaderes, una pelea magnífica si se
me permite, y Sergey anestesiado como estaba repartió manguzadas a diestro y
siniestro sin sentir las cientos de cachetadas que le cayeron encima, magullado,
amoratado y sanguinolento, Serguey nos siguió hasta un burdel del puerto, donde
la mayoría perdimos alianzas de casado, relojes y dientes de oro, pero Sergey
no sólo perdió su oro sino también su salud, tras alternar con un par de
gemelas obesas que terminaron por arrebatarle el último aliento que le quedaba
después de ser golpeado primero por el raki
y luego por los mercaderes, así que ingresó en el acorazado prácticamente cadáver.
A la mañana siguiente, amanecimos con una
resaca grande como el castillo de proa de nuestro barco, menos Sergey que no
amaneció, en realidad sí que amaneció pues su cuerpo, hinchado y violáceo estaba
en su catre, pero sin una brizna de vida. Ojos abiertos, frío como un bloque de
hielo y la tripa hinchada. Recibió honores mientras era lanzado por la borda
del barco.
¿Qué sucedió entonces? Pues que de un día para
otro me había convertido en el cocinero del acorazado “Potemkin”, yo que meses
antes no podía batir un huevo sin armar un estropicio y que había tenido como
maestro a un beodo moscovita que a duras penas podía hacer una sopa, yo, era a
partir de ese momento EL COCINERO. ¡Que dios nos ampare!, pensé.
La primera semana fue más o menos bien, el
difunto Sergey había dejado dos enormes ollas con sopa, de un olor agrío y poco
saludable que recalenté meticulosamente para servir a la tripulación. No se les
veía muy contentos, pero no mucho más asqueados que cuando cocinaba el anterior
cocinero, así que zafé. La problemática llegó cuando la sopa de Sergey se
terminó y tuve que enfrentarme a los fogones yo sólo. Lo primero que se me pasó por la cabeza es
que si un hombre que pasaba la mayor parte del tiempo intoxicado por los
vapores del vodka podía cocinar para la tripulación, yo podía hacerlo igual de
bien o mejor. Así que, le eché imaginación y cociné una sopa de pescado.
Un consejo para futuros cocineros, no es una
tontería perder tiempo en limpiar el pescado, hay que quitarle las escamas, limpiarle
las tripas y si es posible quitarle la mayor parte de las espinas, ese fue el
error. Eché el pescado en la olla tal como venía, del mar a la cacerola, con
sus ojos, sus intestinos y sus escamas.
Como era de esperar, las críticas no tardaron
en llegar, un marinero se levantó y gritó como un poseso sosteniendo lo que
parecía una cabeza de pescado machacado, gritó y escupió parte de la sopa al
suelo, recordando que eran seres humanos que luchaban por la patria y que
debían comer bien para luchar bien. Y el disparo sonó como una botella al
descorcharse y retumbó por las paredes metálicas y el marinero calló al suelo
con la tapa de los sesos levantada y mezclándose su sangre y sus vísceras que
contenía la sopa.
Un oficial, joven, engreído y obediente sacó
su revólver, gritó al marinero y cuando este lo miró a los ojos descargó una bala
en su frente. Lamento decirlo pero en ese momento me sentí orgulloso del
asesino pues confundí ese disparo con una defensa de mi cocina. Más tarde
cuando los marineros izaron la bandera roja, destriparon a todos los oficiales
y lanzaron sus cuerpos mutilados por la borda, decidí esconderme en la enorme
olla con los restos de la sopa. En un rincón de la cocina, acuclillado entre
tripas de pesado, tape la olla y lloré esperando que los amotinados olvidarán
la repugnante sopa, al marinero muerto y sobre todo que olvidaran al cocinero.
Me consta que dos fueron las paradas que
realizó el acorazado, la primera en Odessa donde consiguieron suministros
gracias a una huelga de obreros que les ayudaron en lo que pudieron, más tarde
el “Potemkin” ancló en Constanza, de más está decir que yo seguí encerrado en
la olla, nadie me había descubierto, los oía reír y comer, organizar
escaramuzas pero nadie destapó el recipiente.
Días más tardes, los amotinados, por el motivo
que fuese, se rindieron antes las autoridades rumanas que les concedieron asilo
político. Pasaron un par de días más,
por fin tras alimentarme de pescado podrido y beber su jugos decidí
salir a la luz con tanta mala suerte que fui descubierto por un grupo de
oficiales rumanos, y digo con tan mala suerte pues creyeron oportuno llevarme
ante mis compañeros que seguro se alegraban de verme y de saber que estaba vivo.
Esta y no otra es la historia del Acorazado “Potemkin”,
esta es la historia de un triste cocinero que fue recibido como alguien creyó
que se merecía por sus antiguos compañeros de tripulación. ¿Moraleja? No hay
moraleja en esta historia, sólo un resultado, nunca más me acerqué a un fogón,
jamás, desde ese día me alimenté de hortalizas crudas y carne ahumada.
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