Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer El chef de Kubrick de Javier Cortijo y, mientras lo
ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Los chinos han aportado a la
humanidad grandes cosas: el papel, la imprenta, la pólvora, la brújula, el maneki-neko (ese gatito que mueve el
brazo incansablemente), etc.; inventos que, de una forma u otra, han cambiado
el transcurso de la historia. Pero me gustaría lanzar una pregunta al aire, un
grito de desesperación, un alarido de socorro: ¿alguien me puede decir para qué
carajo sirve el tofu?
Veamos, empecemos por el
principio: etimológicamente, la palabra tofu deriva del chino tou-fu, que significa cuajado. Bueno, de
cuajada nada, la cuajada ya sabemos lo que es y viene en tarro de barro y se
puede comer con miel o como Dios la trajo al mundo, blanca y cuajada.
Ya sabemos que no es cuajada,
pero ¿qué es? Sigamos, los ingredientes principales son la semilla de la soja y
el agua; es una coagulación de la leche de soja. Otro terrible error, la leche
la dan las vacas, las cabras, las ovejas, mi vecina del tercero que tiene dos
recién nacidos, las elefantas, las ratas… pero, queridos amigos asiáticos,
la soja nunca ha dado ni dará leche.
Yo lo he visto en los restaurantes
de bufé libre que hay en mi barrio. Está ahí, solo, triste, con un color
enfermizo, tambaleándose como un flan a medio cocer, un tambaleo feo. Y nadie
lo come, nadie que vaya a un bufé oriental comerá tofu, lo que queremos los que vamos a esos lugares es comer de
forma indiscriminada sin que nadie nos mire raro, y lo último que comeremos es
eso.
De todas formas, alguien tiene
que decir la verdad, alguien debe alzarse como portavoz, y yo me presto
voluntario. El tofu es blanco, blando, feo, soso, insípido y frío, y para eso,
queridos amigos, ya se inventó el queso de Burgos.
No hace mucho me invitaron a una
cena en casa de una amiga de Gal·la. Era un quépongo, esas cenas
modernas donde alguien te invita a cenar y cada uno de los comensales debe traer
algo, un “te invito y yo pongo el vino de oferta del supermercado”. Llegamos a la
cena con dos tortillas, una de patatas y otra de calabacín, sencillo, resultón
y, algo aún más importante, un alimento que sacia. Entre las diversas
(demasiadas) ensaladas, las botellas de vino y demás vi algo que no pude
distinguir a simple vista. Me acerqué, me puse las gafas y lo miré
detenidamente; nada, no puede averiguar qué era, tenía forma de ave, pero el
color, el olor, algo no encajaba. “Es pato de tofu”, me dijo Brian, el novio de una amiga de Gal·la, un
americano afincado en Barcelona. Mi cara fue la misma que puso mi amigo Roberto
cuando le dije que su novia no era exactamente lo que parecía, “¿Cómo que un
hombre?”, dijo él, extrañado. “¿Cómo que tofu?”.
Soy un hombre sencillo, de gustos sencillos, y me gusta llamar a las cosas por
su nombre: al pato hay que llamarle pato y al tofu… al tofu no
hay que llamarle. Pero decir pato de tofu es una incongruencia, el
pato está hecho, maldita sea, de pato. Es una extraña afición de los
vegetarianos: hacer comidas que no pueden comer con alimentos que sí pueden
comer. Pato de tofu,
hamburguesa de tofu, milanesas
de seitán, mayonesa de tofu, albóndigas de seitán… Por favor, muchachos, si no
podéis drogaros, no esniféis tiza; no os engañéis, todos esos platos que coméis
esperando recordar ese tiempo feliz, ese tiempo en que comíais chuletas asadas,
bacalao al pilpil, solomillo al oporto, esos platos no pueden reproducirse con tofu, esa suerte de gelatina blanquecina,
sosa e insípida.
Cuando conozco a un vegetariano
le estrecho la mano, fuerte, la agarro entre las mías y lo miro fijo a los
ojos. Quiero que sepa que en mí encontrará un amigo, un confesor, un compinche.
El típico amigo que le ofrece un cigarrillo al exfumador, “Venga, un día es un
día, fúmate uno, estamos entre amigos”. Y él sabe qué significa mi mirada, la
siente y flaquea dentro de él; en un rincón olvidado de su mente un pequeño
diablillo le dice: “Vete con él, déjate guiar, conoce un estupendo restaurante
gallego de raciones obscenas”. Le sonrío, asiento con la cabeza y
nuestro alrededor se oscurece, ya no puede ver más allá, sólo a mí, está
totalmente hipnotizado, puede ver a través de mis ojos, de mi mirada carnívora,
“chuletón al Cabrales”, le digo sin mover los labios. Pero entonces, como en un
sueño, despertamos repentinamente: ella ha aparecido, ella, la culpable de
todo. La novia del vegetariano. Pues él, antes, no hace mucho tiempo, era de
los míos, de los que disfrutan con el jugo de la carne que los más remilgados
llaman sangre. Pero ella, con su lengua viperina, lo ha infectado, lo ha
apartado del redil. Y puede que nunca vuelva, que lo pierda para siempre, y que
para el resto de su vida sus pedos huelan a brócoli. Porque mi magia, mis
hechizos, quedan bloqueados por el enorme poder del SEXO. Un mes sin sexo y el
hombre comerá de la palma de la mano de la mujer, y comerá tofu y setián y leche
de almendras.
Estéis donde estéis, queridos damnificados por la mentira del tofu, aquí me tenéis, siempre estaré
con vosotros. No les creáis, no creáis a las malas lenguas que me critican y me
vilipendian. Los míos y yo podemos cuidar de vosotros y devolver a vuestras
mejillas amarillentas el sonrosado color del pasado.
Hehehe muy grande y no te falta razón en lo descrito, xo la verdad es que la sopa de miso con tofu está buena ;) 1 abrazo narwal
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