Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer Memorias de un loco de Gogol y, mientras lo ojeaba y
acariciaba a, Frida me puse a pensar…
Recuerdo
perfectamente la primera vez que me llamaron gordo. En realidad, no fue la
primera vez que me lo dijeron, sino la primera que lo escribieron en un papel.
Entré en el
Hospital de San Pablo acompañado de mi madre. Ese hospital siempre me había impresionado
muchísimo; es un recinto amurallado con edificios de estilo modernista, un
tanto descuidado y con aspecto de película de terror. Mi madre se había
empeñado en llevarme al endocrino; una madre que sabe que su hijo es gordo
necesita que un médico lo escriba en un papel para poder decir: “¿Ves?, te lo
dije”. El hospital, para terminar de redondear su aura siniestra, estaba
atravesado en su subsuelo por un sinfín de túneles que comunicaban todos los
edificios y, como un panal, distribuían diversas consultas, entre ellas, la del
endocrino infantil. La sala de espera ya era sospechosa: a un lado, las sillas
donde debían sentarse las madres, y al otro, una especie de sala de juegos, con
juguetes rotos y libros desgarrados. Miré a los demás niños, una escena
realmente ridícula, parecíamos una especie de tribu de enanitos redonditos
correteando entre sillas y juguetes viejos. No quise encariñarme demasiado con
mis nuevos amigos, pues sospechaba que si alguna vez los volvía a ver, ya no
serían los gorditos felices que eran, se habrían convertido en flacos tristes,
y no quería que eso me doliese.
Una enfermera abrió una puerta y
gritó mi apellido, con desgana, con abatimiento, como el aprendiz de matarife
que lleva a su primer ternero al sacrificio; quise creer que estaba
decepcionada de la labor de llevar a inocentes niños al patíbulo. Me armé de valor
y, agarrado de la mano de mi madre, entré en la consulta, no sin antes echar
una última mirada a los enanitos, que callaban, pero los ojos de los cuales decían:
“Suerte, hermano”, “No llores, no les des ese placer”.
Cómo no, la doctora era una flaca
triste; supongo que es uno de los requisitos para ser endocrino: ser flaco. No
tendría ningún sentido encontrarse a un gordo lustroso, feliz, con migas de pan
en su bata blanca. Del mismo modo que no sería ético recurrir a los servicios
de un hipnotizador para que te ayude a dejar de fumar y encontrártelo fumando
en la puerta de su consulta.
No recuerdo el nombre de la
licenciada, pero la llamaremos doctora Cuervo, me parece un excelente nombre.
Pelo lacio y pobre, caído sobre un cráneo en forma de tubérculo, ojos hundidos
y nariz de gancho, sonrió y mostró unos pequeños dientes demasiado separados.
Mi madre se sentó en una silla
mirando a la doctora como sólo mira una madre que sabe que tiene un hijo gordo:
pidiendo disculpas. La Cuervo impidió que me sentase, dándome la orden de
desnudarme. Me quedé en calzoncillos, de pie, indefenso, empezaba a sentirme
humillado. Me escrutó de arriba a abajo hasta que nuestras miradas se cruzaron,
sus ojos decían: “Hola, gordito”, y los míos respondían: “Ven aquí, te estoy
esperando”. La valentía desapareció cuando la enteca doctora se acercó a mí con
unas pinzas enormes y, sin mediar palabra, me cogió un michelín y lo midió. Me
quedé atónito, sin saber cómo reaccionar; como cuando te presentan a una chica y
vas a darle dos besos, peroella interpone su mano para que se la estreches; no
sabes cómo reaccionar. ¿Medir un michelín? Me sentí como las víctimas de Buffalo
Bill en El silencio de los corderos, ¿pretendía hacerse un bolso con mi
buche? Que te tomen medidas suele ser humillante, pues frente al espejo uno
siempre se ve como Hércules, pero la malvada cinta métrica no entiende de
imaginación y te devuelve al mundo terrenal con una sonora, seca y traicionera
hostia.
Recuerdo otra visita a otro
médico muy distinto, el urólogo. En esa ocasión un médico, hombre, me midió los
testículos. A pesar de que nunca he incluido dentro de mis aficiones el que un
señor medio calvo me palpe los testículos, en esa ocasión esperaba que, tras
sobarme los huevos comparándolos con un collar de testículos de madera, el
médico me dijese: “Sí, señor, un buen par de huevos”. Obviamente no era así;
cuando mis criadillas fueron medidas no levantaba dos palmos del suelo, así que
de huevos de avestruz nada, más bien de codorniz o de gallina mal alimentada.
Volviendo al hospital, al túnel,
a la consulta de la Cuervo, a las pinzas aferradas a mi manteca, la matasanos
sonrió, como debe sonreír un cuervo cuando sostiene un ratón muerto en su pico,
y volvió a sentarse. Tomó una libreta y comenzó a escribir, mi madre la miraba
preocupada, esperaba que en cualquier momento le recriminase el no haber venido
antes. Eso es algo que hacen mucho, los médicos: “Pero mujer de dios, ¿cómo no
ha traído antes a este niño?”, lo hacen para hacerte creer que, aunque puede
que sea demasiado tarde, ellos pueden salvarte.
– Bien –dijo–, evidentemente, el pequeño tiene un poco
de sobrepeso.
Ahí vino la mirada de mi madre,
recriminatoria. ¿Qué culpa tenía yo? Yo comía lo que me ponían en la mesa,
todo, es cierto, y si sobraba del plato de alguien también me lo comía, pero
nadie me lo impedía, y ahora el malo era yo.
La cuervo me miró y, dirigiéndose
a mí, dijo: “Sé de tu procedencia argentina”. ¿Podía ser una doctora racista y
decírselo a un paciente menor de edad acompañado de su madre? “Y sé que a los
argentinos os gusta mucho la carne”. Resultará que en España sólo se comen
brotes de soja. “Pero tengo que decirte que para ti la carne roja se ha
terminado”. Mi madre asintió, repitiendo en su cabeza el estribillo del
momento, "¿Ves?, te lo dije". En ese momento sucedió algo, algo que
ni yo mismo creí que pudiese suceder. Recogí del suelo mi dignidad y mis
pantalones, me vestí y me acerqué a la mesa de la torturadora, apoyé las manos
y me puse de puntillas intentando acercarme lo máximo posible a la doctora:
– Usted sabrá disculparme –comencé–, es cierto, procedo de Argentina, no sé si conocerá al General San Martín, imagino que no, pero parafraseándolo le diré que: "Serás lo que debas ser, sino no serás nada", y yo soy un gordito comedor de carne y no pienso traicionarme, así que muchas gracias por su opinión, pero lo que voy a hacer es dejar de venir a su guarida.
Creí que el corazón se me salía por la boca, lo mismo que los ojos de la Cuervo estaban a punto de salírsele de las cuencas. En su fuero interno mi madre sabía lo que había criado y tuvo que lamentarse, pues no se sorprendió con mi reacción. Agarró el bolso y se disculpó, pero la doctora no pudo reaccionar.
Hoy, años después, sigo siendo un gordito feliz, que de vez en cuando se
traiciona un poquito poniéndose a dieta, sabiendo que quizás las Navidades han
sido excesivas y la circunferencia estomacal es demasiado grande. Pero, como
siempre, uno vuelve a sus inicios y cuando vuelvo a pecar recuerdo cómo me
defendí de la Cuervo y termino comiéndome un bife en honor a la tribu de
enanitos gorditos que correteaban por la sala de espera. Que la vaca sagrada
los tenga en su gloria.– Usted sabrá disculparme –comencé–, es cierto, procedo de Argentina, no sé si conocerá al General San Martín, imagino que no, pero parafraseándolo le diré que: "Serás lo que debas ser, sino no serás nada", y yo soy un gordito comedor de carne y no pienso traicionarme, así que muchas gracias por su opinión, pero lo que voy a hacer es dejar de venir a su guarida.
Creí que el corazón se me salía por la boca, lo mismo que los ojos de la Cuervo estaban a punto de salírsele de las cuencas. En su fuero interno mi madre sabía lo que había criado y tuvo que lamentarse, pues no se sorprendió con mi reacción. Agarró el bolso y se disculpó, pero la doctora no pudo reaccionar.
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