viernes, 18 de enero de 2013

EL RABO DE LA MADROÑO



Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer El signo de los cuatro de Sir Arthur Conan Doyle y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Antes de meterme de lleno en la nebulosa de los recuerdos, mentaré a modo de anécdota que Frida me miraba con ojos acristalados y soñolientos, pues aún estaba bajo los efectos de las drogas que el veterinario le había administrado para castrarla. Ahí estaba acurrucada sobre mi falda con el costado depilado y con una pequeña cicatriz. “Las cicatrices son el mapa del alma”, le dije, ella hizo como que no entendía y siguió dormitando.
Ahora sí, recuerdo en mi juventud, más bien en ese extraño lapso entre la niñez y la adolescencia, donde uno cree ser ya todo un hombre, pero no sabe que es demasiado joven para ser un adolescente y demasiado viejo (por decirlo de alguna forma) para ser un niño. Recuerdo que por ese entonces comenzaba en un nuevo instituto, pues en mi escuela no cursaban la secundaria y tuve que partir, dejando atrás amigos y colegas. Quizá por algún pequeño cruce cerebral, o una insurrección latente que despertaba poco a poco dentro de mí, ese verano me convertí en un adolescente rebelde y llegué al instituto preparado para sembrar el pánico.
Como una ristra de hechos cronológicos para poner al lector en antecedentes diré que, en una semana, me había convertido en el delegado de curso. Hasta ese momento yo creía que el delegado de curso no era más que un pelota, la mano derecha, y en la sombra no tan escondida, del profesorado; yo quise cambiar las cosas y logré el poder para reinar a mi antojo. En los dos años que duró mi mandato organicé alrededor de 25 huelgas, 12 manifestaciones y un intento de boicot a la visita del por entonces presidente de la Generalitat al colegio, suceso que, por supuesto, fue abortado por los servicios de seguridad del muy honorable presidente. Pese a que mi intento de arruinar el acto se frustró, me sentí orgulloso, pues recuerdo con alborozo como un enorme tipo trajeado y con pinganillo en la oreja sostenía un papel con mi nombre con la orden de no dejarme entrar en el recinto. Otra misión que llevé a cabo fue la de obstaculizar cualquier clase que no estuviese a la altura de los alumnos, es decir, hundir mediante la guerra de guerrillas a los profesores que yo creía que no merecían estar en un aula. Y debo decir que, aunque he cometido muchos errores en mi vida, ese no es uno de ellos, soy de la creencia que hay una serie de funcionarios que deberían estar exiliados en algún sótano del algún ministerio en lugar de estar en un aula. La misión no fue del todo infructuosa, logré grandes éxitos, como el de recibir una de las mayores alabanzas de una nefasta maestra de Lengua Castellana, a la cual llamaremos Concepción Madroño cara de… Esta personajilla me dijo: “¿Sabes? Cada vez que tengo que venir a tu clase, me dan ganas de vomitar”, a lo que cual yo respondí que la regurgitación era mutua. ¿No os parece un ser maravilloso? Gal·la, que es maestra (ironías del destino), tiene bastantes libros de educación y he investigado en dos interesantes volúmenes de María Montessori, El método Montessori y Antropología pedagógica, y no he logrado encontrar dónde dice que haya que decirle a un alumno rebelde lo de la náusea o arcada.
Me expulsaron, por supuesto; como diría Gabo, era la crónica de una muerte anunciada. Lo hicieron bien, con premeditación y alevosía; no fue una expulsión al uso, no entré en el despacho del director, que, dicho sea de paso, había visitado en innumerables ocasiones, fue en el despacho de la dulce señora Madroño, el último día de curso. Ella, desde su atalaya al otro lado del escritorio, me lanzó una carta, la carta de las evaluaciones, donde constaba que era un estudiante incapacitado para seguir con mis estudios, por lo menos en ese instituto. Y soltó la frase que supongo que aún le hace salivar: “Usted debe buscarse algo facilito, abandone los estudios”. Intentaré decirlo suavemente: ¡reverendísima hija de una yegua malparida! Me fui del instituto cruzándome con el director, que intentó disimular la felicidad y me dijo que lo sentía y yo educadamente le dije que se fuera al carajo.
Terminaré este episodio diciendo que conseguí vengarme. La venganza fue más poético-filosófica que otra cosa, pero sinceramente a mí me sirvió. Podría haberle arrancado los cuatro pelos que coronaban su cabeza, pero la agresión física como defensa al ultraje está penada en este país. Por cierto, no he descrito a la pérfida tutora y creo que su físico debe ser recordado. Medía cerca de un metro treinta y cinco, ojos pequeños de roedor, labios estrechos y boca alargada. De su pelo podéis imaginar que era ralo, gris ceniza y cortado prácticamente al rape. Un cuadro. Comentaba que logré vengarme, pues el centro no había previsto que la fiesta de fin de curso organizada por el AMPA (Asociación de Madres y Padres de Alumnos), no confundir con hampa, tendría lugar a los pocos días y, por suerte, aún no había sido vetado en ese círculo.
El día D me dirigí al gimnasio del instituto con la cabeza bien alta y con mi mejor sonrisa de sorna, que esperaba que el grueso del profesorado supiese identificar como una dedicatoria. La cena fue entretenida: música enlatada, entrega de diplomas, etc. Durante el postre, un intento de humorista pretendía hacernos reír con chistes y chascarrillos y yo vi en ese instante, cuando la fiesta decaía por momentos, la ocasión idónea para escabullirme entre el público y robarle el micrófono al muchacho que sudaba la gota gorda para arrancar una simple carcajada al respetable. Y así, con un arma en apariencia débil como puede ser un micrófono, salté a la palestra. No reproduciré mi incendiario discurso, pero os puedo asegurar que fue todo un éxito; el director, un exjugador de rugby de ciento cincuenta quilos, empequeñecía al ritmo del resonar de mi palabras y mis compañeros crecían al mismo tiempo. Entre aplausos y vítores de los alumnos salí del recinto sin despedirme, pero a sabiendas de que si fuese un torero hubiese salido a hombros de la plaza con un par de orejas y el rabo de un miura.
Hoy, pasados los años, me sonrío, porque comparto mi vida con una maestra, y he sabido recordar que salvé a muchos maestros de la pira por ser grandes educadores que siempre guardaré en el lado del cerebro que se merecen. Y sólo me queda recordar a esos repugnantes pedagogos y que aún guardo colgado de una pared el rabo que le arranqué a la Madroño y que, como yo, muchos más les juzgarán por lo que jamás les enseñarán.

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