viernes, 18 de enero de 2013

HERENCIA GENÉTICA



Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer Tintín en el país de los soviets de Hergé y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
La herencia genética es algo inevitable, una situación de la que nadie ha podido escapar jamás, para bien o para mal. Yo he heredado el colesterol y los triglicéridos que mi padre (al que llamaremos Diego) y abuelo (al que llamaremos Carlo) han tenido a bien regalarme. Además de estas dos taras, tengo otras muchas: tendencia al engorde, al mal carácter, al humor ácido, a la creencia certera de estar por encima del 90% de la población; son pequeñas cosas que uno lleva en su mochila genética y que no podrá abandonar de ningún modo. Pero si hay alguna característica realmente especial de mi carga hereditaria, es que a lo largo de generaciones y generaciones mi familia y yo, como estandarte y último eslabón, hemos sido unos totales y absolutos inútiles para tareas de bricolaje.
Es común que la gente se sienta humillada, quizás inferior a los demás por ser incompetente en algún ámbito; por el contrario, nosotros, sabiéndonos versados en otros muchos otros ambientes, ignoramos nuestra incapacidad de agarrar un martillo por el mango. A lo largo de mi niñez he visto como un cuadro pasaba meses recostado contra la pared antes de que los astros se alineasen adecuadamente para que mi padre agarrase la taladradora para perforar la pared, otros tantos meses he visto bombillas fundidas, incapaz mi padre de descubrir como se sacaba la esfera de cristal de su cárcel de metal que era la lámpara. En este mundo he crecido y así he aprendido, pero diré en nuestra defensa que por azar podría haber nacido en un taller de la escuela industrial, criado entre electricistas y mecánicos, y mi cerrazón mental hubiese sido más fuerte a cualquier enseñanza.
El primer piso donde viví con Gal·la, mi esposa, amante, amiga, fue una suerte de zulo en un cuarto sin ascensor del barrio del Guinardó de Barcelona. Más que un hogar fue un refugio donde disfrutar de nuestra independencia y huir de la rutina y de la pérfida casera con aspecto de pervertidora de menores. En ese nuestro escondrijo no tuve que hacer ningún remiendo ni ningún apaño, así que, por suerte, en el año que vivimos ahí, mi inutilidad pasó inadvertida para Gal·la, que, digo yo, me tendría en un altar. Más tarde conseguimos huir del gallinero y fuimos a parar a un espacioso piso del barrio de Pueblonuevo, piso de un tío de mi costilla que nos alquiló y amuebló. Ahí, para mi desgracia, fue donde se hizo patente la heredada incapacidad para las tareas domésticas tristemente endosadas al hombre de la casa. Gal·la me miraba como quien mira a un perro que intenta pasar entre dos barrotes que sabemos jamás podrá traspasar cuando yo intentaba montar uno de esos muebles del gigante sueco. Demasiados tornillos, herramientas para mí desconocidas e instrucciones escritas por un chimpancé. Yo la miraba e intentaba defenderme aludiendo al intrusismo profesional. De hecho, creo firmemente que el intrusismo profesional es uno de los tumores de nuestra sociedad, ¿por qué yo, a todas luces un maestro de otras artes, debo entrometerme en las tareas de un reparador? ¿Qué derecho tengo a quitarle el pan de la boca a un montador de muebles, a un electricista o a un colgador de cuadros? Colgador de cuadros, oficio creo inexistente, pero que se debería haber creado ya hace años, pues de bien seguro se habría sustentado con todos los hombres de mi familia. Pero a Gal·la no le convenció mi defensa y mucho menos le convenció la idea de contratar a un profesional del gremio para solventarme las chapuzas. Así que descolgó el teléfono y llamó a su padre (al que llamaremos Luis), ¡Padre! ¡Padre de hija! Es sabido que el hombre que se convierte en padre al tener una hija, y digo hija en femenino, dejará cualquier cosa que esté haciendo en ese momento para socorrer a su hija aunque el socorro en cuestión sea colgar un cuadro. Me causó gracia, y me imaginé a mí mismo llamando a mi padre, solicitándole sus servicios para colgar un cuadro. Después de una sonora carcajada me diría en un porteño profundo: “Andá a cagar” y yo también reiría comprendiendo que yo haré lo mismo si algún día soy padre de un varón.
Al contrario de lo que pueda parecer, a nosotros no nos importa que los demás hagan el trabajo que, por una absurda tradición, debería hacer el macho alfa del apartamento; todo lo contrario, lo agracemos, pues de esta forma podemos seguir con nuestra ajetreada vida contemplativa.
El hecho es que entre el padre de Gal·la y algunos tíos de mi bien amada pareja han adecentado nuestra casa, poniendo y quitando grifos, colgando cuadros, instalando interruptores… Y por ello les estoy eternamente agradecido.
El hecho de no haber visto jamás a mi padre asir un destornillador me había hecho creer que raras veces en un hogar se estropean las cosas. Luis ha intentado hacerme salir de la inopia tratando de convencerme de que no es necesario andar con cuidado al abrir un picaporte suelto, sino que es mejor repararlo; supongo que es cuestión de prioridades. De todas las reparaciones que en mi casa se han realizado, le guardo especial cariño a una en particular. Resulta que un buen día, en realidad una buena noche, Gal·la y yo estábamos en la cama recién acostados comentando algunas anécdotas olvidadas de nuestro día cuando de pronto, sin yo hacer ningún movimiento brusco, ni siquiera saltar encima de la cama sobre mis dos piernas, actividad que no practico desde los seis años, esta, la cama, fue vencida por mi peso y las dos patas que por casualidad me pertenecen se partieron, haciendo que Gal·la rodase hacia  mí, superándome como al Everest y despeñándose por mi ladera, es decir, por la parte derecha de mi panza, hasta dar de bruces contra el suelo. De más está decir que el ataque de risa que me aconteció debió despertar a más de un vecino e hizo ladrar a un perro lejano. Entre resoplidos y una tos característica de un buen fumador logré dejar de reír y recoger a Gal·la, que se quejaba de mi poca solidaridad. Pasada la tormenta revisé la cama, como el inexperto conductor revisa un motor humeante, intentando descubrir qué es lo que había sucedido. La física nunca había sido mi fuerte, pero tras hacer un cálculo rápido entendí que la cama había sido vencida por mis más de cien quilos.
Busqué en Internet el significado de hierro colado, pues recordaba al vendedor mencionar ese material cuando nos vendía la cama y encontré siguiente definición: "Comparada con otras aleaciones de hierro modernas, el hierro colado tiene una baja resistencia a la tracción y ductibilidad; por lo tanto su resistencia al impacto es casi inexistente." Acabáramos, una vez más lograba solventar el problema de mi peso con una  cuestión técnica de mi entorno; el problema no es que sufra de sobrepeso, sino que el hierro colado es la mantequilla de los metales. La solución, evidentemente, era comprar una nueva cama, pero, haciendo números, la economía no lo permitía, así que tuvimos que hacer lo que había que hacer: descolgar el teléfono. ¿Pero para qué? ¿Para llamar a Luis? Nada de eso, para llamar a mi padre y contarle lo sucedido y reír ambos como hienas enloquecidas y llamarnos gordos, resoplar y toser como fumadores.
En cuanto a Luis, Luis se había despertado sobresaltado, pues el sexto sentido que le falta a mi padre, como buen padre de hijo varón, a Luis le sobra, y sacó de debajo de su cama (que, por supuesto, no es de hierro colado, pues él sabe lo que hace) la caja de herramientas de emergencia y apareció bien de mañana para reparar lo irreparable. Remendó la mantequilla de mi somier y hoy puedo amodorrarme sin sufrir porque Gal·la se precipite por el acantilado que forma mi tripa.

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